Adelanto del libro del periodista Demián Verduga, que narra los 39 días en que el empresario Pedro Etchebest fue extorsionado por el espía.
Por la ventana veía a un grupo de adolescentes sentados en círculo en el parque interno del edificio. Giró la cabeza y vio a lo lejos a una joven que pasó por en medio de los árboles del boulevard de la calle Azucena Villaflor. Dirigió la vista hacia el edificio de paredes de vidrio del Hotel Alvear Icon de Puerto Madero, que visualmente quedaba frente a su departamento.
Pedro Etchebest, empresario agropecuario jubilado, se dio vuelta y le dio la espalda a la ventana. Su esposa, Victoria, con la que estaba en pareja hace casi 50 años, estaba parada delante de la puerta abierta del placar. Sobre la cama había una valija. Victoria giró y recostó un sweater.
–Te llevo algo abrigado para las noches. Vos sabés cómo refresca en Mar del Plata y en Sierra de los Padres.
–A veces extraño esa brisa fría.
–Sí, ya lo sé, yo también. Toda la vida viviendo con el aire del mar y ahora son casi seis años que llevamos en Buenos Aires.
–¿Vos crees que en esa valija nos van a entrar los regalos para los nietos, para Pablo, su esposa, y las cosas?
Victoria descolgó una blusa del perchero.
–Tengo pensado sacar otra valija más. No te preocupes. Con el fin de semana largo vamos a tener varios días para estar.
–A eso me refería…
Pedro volvió a darse vuelta y mirar por la ventana hacia el parque interno. El grupo de adolescentes se había ido.
Recordó la noche de Navidad, cuatro días antes de ese 28 de diciembre de 2018. Habían estado solos él y su esposa en el departamento. Pensó en otras Navidades cuando era más joven y sus hijos eran pequeños. Lo invadió la nostalgia al darse cuenta de que las reuniones familiares numerosas son cada vez más espaciadas a medida que se envejece.
–¿Te dijeron qué pensaban hacer de comida para el año nuevo?
Escuchó a su esposa a sus espaldas.
–Van a tener que inventar algo abundante. Vamos a ser muchos.
–¿A los perros habrá que llevarles algo?
–No hay nadie más feliz que Yoco y Lola allá.
Pensó en sus dos pequineses. Los recordó recostados uno al lado del otro en el sillón del living. Hace dos semanas que los habían llevado a Sierra de los Padres, a la casa de su hijo Pablo, para que pasaran un tiempo en un lugar con jardín.
Ahora apareció un grupo de nubes en el cielo. Había visto por la tele el pronóstico del tiempo que anunciaba 32 grados y posibles tormentas. Miró por encima del hombro. Victoria había puesto sobre la cama los regalos envueltos, uno al lado del otro.
–Si se larga a llover, ¿qué hacemos? –dijo Pedro.
–¿Vos creés? –dijo Victoria, mientras metía en la valija una cajita empaquetada con un papel con dibujos de gorros de Papá Noel–. Podemos salir mañana
–Me da temor que mañana la ruta esté a reventar. Todo el mundo trata de irse a la costa para año nuevo y se suman los que comienzan las vacaciones en la primera quincena.
Pedro se sentó en un lado de la cama. Miró la pantalla de su celular apoyado en la mesita de luz. El reloj digital daba las 13:59. Hubo unos segundos de silencio en los que sólo oyó el susurro del aire acondicionado hasta que, ahora, el silbido que anunciaba los mensajes de WhatsApp irrumpió.
La vida de Pedro acababa de cambiar. Nada volvería a ser lo mismo.
Había recibido dos mensajes de una persona a la que él tenía agendada como Marcelo Alessio.
Con el pulgar pulsó en el mensaje. “Buen año querido Pedro”. “Dios existe. Cuando quieras llamame!!!… Tema Campillo. De pedo estoy en el lugar indicado!!”. Sin dejar de mirar la pantalla, Pedro calculó que hacía unos dos años que no hablaba con Marcelo D’Alessio.
Se habían conocido en un encuentro social en el 2013 y al año siguiente se habían vuelto a cruzar porque alquilaban oficina en el mismo edificio, en la calle Alicia Moreau de Justo 1150, en Puerto Madero. Pedro tenía su espacio de trabajo en el primer piso y D’Alessio en el segundo. Al lado de Etchebest alquilaba una empresa de seguridad privada de los excomisarios de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, Ricardo Bogoliuk y Aníbal Degastaldi. Ellos dos, Pedro y D’Alessio, establecieron una relación de vecindad. Era habitual que se visitaran de una oficina a la otra. El vínculo cultivó cierta confianza. En el año 2015 Pedro le compró a D’Alessio un auto Mercedes Benz usado y pocos meses después le perdió el rastro porque Pedro cerró su oficina.
Ahora, sentado en un lado de la cama y mirando la pantalla del celular, pensó que el mensaje podía ser una broma por el día de los inocentes.
–¿Estás bien? –preguntó Victoria.
–Sí. No pasa nada.
–¿Quién es?
–Ahora te cuento.
Salió de la habitación. Corrió la silla y se sentó delante de la mesa del comedor.
Respondió el mensaje saludando y D’Alessio escribió contándole que estaba de viaje con su mujer y sus dos hijos en Tulum, México. Pedro escribió: “¿Podés hablar?”. D’Alessio le contestó que sí. Pedro tocó el ícono del tubo de teléfono en la barra superior de la pantalla.
–Pedrito, ¿cómo estás? –dijo D’Alessio cuando atendió.
–Preparándome para ir a pasar fuera de Buenos Aires el año nuevo con el resto de la familia.
–Como te conté estoy en Tulum. Mi mujer me subió a un avión y me trajo de vacaciones para que me desenchufe.
–Qué bueno. No termino de entender el mensaje que me mandaste.
–Yo te cuento esto porque te quiero ayudar. Vos sabés que accedo a mucha información de lo que pasa en tribunales.
Entonces, repentinamente, D’Alessio le dijo que Juan Manuel Campillo, exministro de Hacienda de la provincia de Santa Cruz cuando el expresidente Néstor Kirchner era gobernador, y extitular de la Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario del 2009 al 2011, lo había involucrado en la causa judicial conocida como “Causa Cuadernos”. Según D’Alessio, Campillo había dicho que Pedro era su “cajero”, que le recaudaba coimas.
–Quería que lo sepas y después decirte que en lo que yo pueda ayudarte estoy dispuesto.
–¿Vos estás seguro de esto que me estás diciendo? Yo a Campillo lo conocí cuando ya había dejado su cargo en el gobierno, creo que fue el año pasado, y lo vi sólo un par de veces, nada más –dijo Pedro.
Dirigió la mirada hacia el ventanal y tuvo la percepción de que D’Alessio le quería vender algo. Luego dijo:
–No sé qué decirte, Marcelito. Todo me suena muy raro. Ni siquiera lo entiendo.
–Es lógico. No hablemos más ahora. Procesá lo que te conté. Vos sabés el aprecio que te tengo y yo sólo quiero ayudarte. Hablemos más tarde o mañana con más calma.
–Gracias por llamarme, Marcelo.
–No hay nada que agradecer.
Pedro recostó el celular en la mesa, Victoria apareció en el comedor, corrió la silla frente a Pedro y se sentó.
Él le contó lo que D’Alessio le había dicho en la llamada. Luego de casi 50 años en pareja no hacen falta las palabras para comunicarse. Pedro vio que su esposa dejaba la mirada fija en un punto y que su expresión se ensombrecía.
–Acá hay algo raro. Todo me suena muy extraño –dijo Victoria.
El silbido que anunciaba los mensajes del celular volvió a sonar.
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