Cromañón en las escuelas: lo poco que se enseña la memoria

Es 2004. Maia tiene 16 años y un corcho colgado en la pared como muchas chicas de su edad. Stickers de Los Piojos, La Bersuit, Charly y entradas de recitales decoran su placard. Dos décadas después bucea en el cajón de los recuerdos y recrea esa habitación para sus alumnos de Comunicación de una escuela privada de Belgrano, CABA. Quiere mostrarles cómo era ser adolescente, para muchos y muchas, en esa época: quién era Maia y varios de los otros jóvenes que asistieron el 30 de diciembre a República de Cromañón, donde el recital de Callejeros terminó con 194 muertos y más de 1400 heridos, y que marcó a fuego y sombra la juventud argentina. ¿Pero cuánto sabe la juventud actual de esa masacre?

Las efemérides siempre habilitan reflexiones en las aulas, sin embargo cuando toca recordar Cromañón, las comunidades educativas se encuentran en receso. Por eso, tanto el gobierno porteño como el bonaerense dispusieron –a través de leyes y decretos– que el 30 de marzo sea el día en que deben recordarse en las escuelas los hechos sucedidos en el boliche de Once.

A pesar de ello, su enseñanza está lejos de ser una política educativa sistemática y queda sujeta a la motivación de algún docente o institución puntual. De hecho, Cromañón no figura en ningún diseño curricular de la secundaria de CABA, distrito gobernado hace 17 años por el PRO, el espacio que hizo de la tragedia un eje central de su campaña. Tiempo consultó al Ministerio de Educación porteño. “Que no esté explícitamente en el diseño curricular no significa que no pueda ser abordado como contenido. Los docentes tienen la posibilidad de desarrollar sus propias secuencias didácticas para incluirlo en sus planificaciones”, expresaron desde la cartera conducida por Mercedes de Miguel.

Por qué enseñar Cromañón

Con un promedio de edad de las víctimas de 22 años, Cromañón fue la tragedia social más grande de la historia democrática argentina. La complejidad de actores implicados habilita el abordaje de múltiples contenidos propios del nivel medio: las culturas juveniles y el sentido de pertenencia que hallaban en el rock post 2001, la precarización de las instituciones públicas y el lugar del mercado en las nocturnidades de esa generación.

Todos contenidos transversales a discursos actuales que promueven el retiro del Estado y generan fervor en las juventudes. ¿Qué pasa cuando el derecho al disfrute y los eventos recreativos quedan librados a decisiones y criterios mercantiles -vender más entradas que las habilitadas, bloquear salidas de emergencia, cortar el agua de los baños- y el Estado se corre de su rol de controlar y proteger vidas?

Maia consideraba que su testimonio en primera persona “se quedaba corto” para abarcar ese universo y planteó una sala interactiva en su escuela con un recorrido circular. La propuesta era similar a la de un museo, con códigos QR que permitían escuchar relatos de distintas personas sobre la catástrofe, la instalación de una zapatilla Topper, recortes de diarios y un collage que simulaba su corcho adolescente junto a fragmentos de la novela El día que apagaron la luz de Camila Fabbri.

“Me interesaba acercar a mis estudiantes a este hecho traumático mediante voces de docentes que lo vivieron. Lo pensé como un viaje en el tiempo para aproximarse a la cultura barrial y a las tribus urbanas y entender, así, por qué las Topper son el símbolo de una generación –relata–. Y comprender la crisis de representatividad que la juventud vivía y cómo la identidad colectiva se construía a través de rituales donde las particularidades se fundían en el hecho de usar la misma remera y la música nos unía frente a un presente incierto”.

Otro aspecto fue la construcción mediática de las adolescencias. “Nosotros si aparecemos en el diario es porque estamos muertos, apostando o delinquiendo”, le dijo una estudiante a Maia y ese fue el disparador que la llevó a abordar la representación simbólica de los pibes de Cromañón: “siempre me dolió la idea de que se nos responsabilizara por haber ido al recital cuando nadie reparó en la desprotección que tuvimos por parte de un montón de actores, no importó que fuéramos pibes”.

“Van a correr ríos de tinta sobre esto”, pensó Mónica Jurjevcic, profesora de Lengua y Literatura de CABA, apenas se enteró de la masacre. Pero no ocurrió. Entonces decidió escribirlo ella. En 2020 ganó el premio de literatura juvenil Gran Angular por su novela En zapatillas. Cuenta la historia de Martín, un sobreviviente que a sus 17 años tuvo que duelar a Mariana, su amor, con la ayuda de sus compañeros de curso y su docente de Literatura.

La escena inicial está basada en hechos reales que le relató un ex alumno. Consultada por los motivos para encarar la novela, responde: “hubo tres grandes momentos en donde la Argentina entregó a sus chicos: la dictadura, la guerra de Malvinas y los pibes de Cromañón”.