Una visita al galpón de Pompeya que alberga los tesoros de la austeridad.
«Sí, no tenga dudas, los clientes fluyen todo el día buscando alguna oportunidad. Igualmente, se nota que falta dinero», aporta Nora, una de las encargadas. Ante un auditorio de cuatro estoicas compradoras, recita de memoria: «Chalecos a 30 pesos, corbatas a diez, camperas a 150 y pantalones a 30. Busquen, chicas, que hoy llegó de todo. ¡Después de la una, rebajas de 50 por ciento!». Bien temprano, Nora recibe la indumentaria que llega en camiones. Selecciona, clasifica y, finalmente, les señala virtudes y defectos a los clientes. «Los precios son muy accesibles asevera la coqueta vendedora mientras dobla un abrigadísimo pullover escote en V pero igual siempre se regatea. El público es variado: al pie del cañón siempre están los revendedores de acá y del interior, algunos curiosos, pero sobre todo gente humilde que no tiene un peso, más que nada ahora. Y bueno, ¿cómo era la frase? pregunta Nora a una de las señoras. Sí, esa habrá que pasar el invierno».
Desde hace más de 25 años, Pablo Bártolo abre religiosamente el galpón de la calle Cachi a las 7 de la mañana. Trabaja para la obra de Don Orione desde que terminó el secundario. «Este, más allá de ser un lugar de oportunidades, es un espacio que ayuda a financiar a los cottolengos», aclara. La institución mantiene centros en todo el país, en los que se atienden unas 2000 personas con discapacidad. El de Claypole es el más importante de la obra parida por el cura piamontés. Don Orione fue canonizado por Juan Pablo II en 2004 y era reconocido como «el padre de los pobres e insigne benefactor de la humanidad dolorida y abandonada». Mientras recorre la nave central, repleta de muebles y electrodomésticos, Bártolo explica que las donaciones refuerzan el espíritu altruista del proyecto. «No vendemos descartes ni basura. Hay un trabajo de selección y reparación. Los donantes le dan una mano a la obra y a quienes se acercan a comprar porque tienen necesidades». Bártolo ejerce el duro oficio de cajero. «La gente regatea mucho, y no sé si es una buena o mala costumbre. Entiendo que la calle está dura, pero a mí me toca defender los ingresos para la orden. Cuando hay crisis, lamentablemente, es cuando mejor se trabaja acá. Pero ahora ni eso: desde finales del año pasado venimos mal. En marzo repuntó algo. No hay plata ni para comprar usado».
Veteranos de Pompeya
Don Mario Gorosito, santiagueño, comanda el área de electrodomésticos. Reconoce con modestia sus dotes para reparar televisores y heladeras «con lo que tiene a mano». En su espacio se ofrecen desde tevés de los años ’80 hasta lavavajillas de marcas premium apenas venidos a menos. «Con el cambio de gobierno, la gente volvió a lo usado», arriesga Gorosito, apoyado en un lavarropas automático que espera dueño por 1500 pesos. Precio final. Su hija Samanta trabaja en el sector polirrubro: vende clásicos de Salgari, palos de golf, enseres, juguetes de lata, cubiertos de plata y diversas fantasías de ayer y hoy.
Elvia Espíndola es la decana del espacio de indumentaria. Adora trabajar rodeada de telas, lienzos y tejidos añejos, darles una segunda oportunidad. Con buen gusto, suele aconsejar a los vestuaristas que visitan su reino textil. «Viene mucha gente de teatro y de Indumentaria de la UBA. Buscan vestidos de época. No sabe la cantidad de películas y de programas de televisión que se vistieron en el Cottolengo.» Entre las clientas más afamadas, recuerda a Teté Coustarot y a la oriental China Zorrilla.
Las artes visuales también encuentran sus musas en este espacio. Mientras chusmea los percheros repletos de camisas de seda, el artista plástico Ovidio Wain dice de sus visitas al Cottolengo: «Es como un vicio para mí. Compro cepillos, fichas, blusas, cosas antiguas y de mucha calidad. Todo lo reciclo para mis obras.» Hoy tuvo suerte: se topó con una camisa hecha en Nueva York a solo 20 pesos. Y quiere encontrar algún sombrero que le dé un aire a Harrison Ford. «Este es un lugar de inspiración. Acá hay muchos mundos. Es una vuelta por el universo».
En el galpón trabajan más de 20 empleados. Armando tiene varias décadas en el gremio. Su hábitat es el espacio dedicado a los muebles. Los arregla, recicla, lustra. Es experto en dejarlos «pipí-cucú», resalta. Mientras plumerea pianos, sillas de oficina y camastros de hierro, cuenta que más de una vez se ha sorprendido por lo que se vende, «cosas raras que uno mira y dice: ‘esto no lo llevan ni regalado’. Pero siempre aparece el interesado. Nunca falta un roto para un descosido».
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