La vuelta de Los Piojos, la nostalgia, el ritual y toda la liturgia propia del rock de barrio, en un diciembre en el que se cumplen 20 años de la masacre de Cromañón. El logo de la eternidad, y el recuerdo de la generación AC/DC (antes y después de Cromañón) de los que "siguieron los shows desde la platea alta".
Terminó bien, pero empezó mal. Hace unos meses atrás, cuando estábamos mirando la maratón interminable de un tipito en la pantalla o en la pantallita y las horas pasaban y pasaban sin que se pueda acceder a la compra de entradas, muchas y muchos estábamos a las puteadas. Que mira el horario para oficinistas o adolescentes en que las largan a la venta. Que te la baja todo ese coqueteo perverso con la vuelta (que se inició o tomó fuerza con el “Pronto habrá señales”, en un recital de Ciro y los Persas el 30 de agosto). Que hacen correr rumores y los desmienten para ir hinchando hasta el paroxismo el siempre redituable mercadito de la nostalgia y el marketing del regreso. Que ese tipito de mierda caminando por horas en el mismo lugar es irritante y cómo puede ser que ya digan que no hay más entradas. En los grupitos de WhatsApp de quienes ya tienen varios años de aportes a la pobre caja del rocanrol subía la indignación. Alguno recordaba la gira retorno, con los integrantes originales, de Guns and Roses llamada de manera cínica “Not In This Lifetime”, porque fue la frase con la que Axel Rose sepultó en una entrevista la posibilidad de un retorno futuro. Otro se ponía medio piedrarodanteplanista y explicaba que seguro ya estaba todo pensando desde la noche del 30 de mayo del 2009, en aquel último show de Los Piojos en River. Se trataría, en esta teoría paranoica, de separar una banda en el súmmum de su masividad. Criogenizar, a lo Walt Disney, al cuerpo que aún respira y guardarlo para una posteridad. Dejas pasar 15 o 20 años, depende el caso, y eso genera activos, te rinde a nivel financiero por la retromanía, viste. Existe, claro, el riesgo financiero de que la banda separada en el momento justo ya no sea escuchada en ese futuro imaginado. Otra piensa que esa explicación es una terrible pelotudez y agradece que no hayan vuelto Los Redondos. Que igual no sabe si va a ir porque va a ser como un gran recital tributo. En esos días, y casi respondiendo a ese mensaje, se le suma el momento LAM. Las historias y posteos en Instagram del bajista Micky Rodríguez y su pelea con Ciro. Mientras se exponen cotilleos y rumores sobre datos de color verde dólar, de nuevo lo personal asoma explicando una disolución grupal. El tipito de las entradas siguió caminando y realizó la carrera más resistente de su vida. Lo cierto es que, de un momento al otro se empezaron a agregar fechas, la maratón finalizó y como sospechamos desde un principio, nos apuramos, atropellamos y empujamos contra la pantalla al reverendo pedo porque había entradas para todas y todos, se anunciarían fechas hasta que la demanda se desinfle. Cuando, luego de la extenuante carrera, un amigo que se quedó pegado como una mosca a la pantalla, confirma que consiguió sacar cuatro entradas, intenté una traducción de la corriente de indignación y pataleo infantil al género historias de Instagram, pero en el medio se coló la ambivalencia y las emociones mezcladas de toda esta extenuante jornada. Quedó así. Yo: “Ciro, siempre tuviste cabeza de bancario. Un empresario sin responsabilidad generacional (hacia nuestra generación, claro) que se dedica a manijear nuestra memoria sensible. Que se mete con el verdadero mercado de todo amor que es la nostalgia. Tómensela”. Yo (un “Te diría” y un “Arco” más tarde): “Gracias, amigo que seguiste al tipito corriendo la maratón, aguantando como Forest Gump. ¡Qué alegría, carajo! Estoy emocionado”.
Si hoy es el día en que comienza oficialmente el verano, podemos llamar, para darle alguna cercanía imaginaria con una geografía vacacional, “Playa la Rotonda” a este lugar en el que estamos haciendo la previa. Por momentos, el mayorista que está a unos metros parece acercarse y la Realidad se viene encima (¿además se llama NíNí o veo mal?), pero después se vuelve a alejar. Sale de foco y la espanto como a una mosca (Escribir esta frase fue suficiente para que se arme un gran quilombo entre los yoes que van a escribir esta crónica. Digamos que se pelean, se empujan y hacen pogo frente al doc. Un yo gediento que confía en tener poder de veto sobre el yo criticón. Quién es el escrito y quién el escribiente. Perdón que haga pública esta aclaración, pero decidimos, en una tregua frágil, que íbamos a alternar, porque si no nos ponemos de acuerdo esto va a ser un caos ilegible. Aunque es inevitable que haya momentos de superposición; que se escriban y se hablen encima. Ninguno está conforme con el punto de vista que manda el otro cuando toma el control del teclado. Uno le recrimina su excesiva participación con poco de observación (le dice que ya no es fiable, que no le fía más. Que ya hizo sus coreografías, ya bailó y se quedó afónico y ahora chau) y el otro responde que tiene en el cuerpo la información sensible necesaria para describir lo que pasó. El otro responde que quienes lean se van a terminar encontrando con más datos flasheados y evocados que chequeados).
Aunque el arco etario es muy amplio: desde los trece o catorce años hasta los cincuenta y algo, la mayoría puede meterse en la categoría: treinta y algo y cuarenta y muchos o cincuenta y pocos. Una generación y media (o casi dos) que están desparramados por acá, y que cuando dentro de unas horas suenen las canciones más viejas, llenarán con todas sus caras, todas sus versiones durante todos estos largos años, el campo como en la portada de ¿Quieres ser John Malkovich?. Sin precisión estadística, pero con mirada de encuesta permanente de hogares, se pueden ver mayoría de grupitos de cinco o seis integrantes. Muchas combis. Muchos autos. Muchos también en tren o en bondi. Muchísimos micros.
A pesar de que se vea a alguno que otro que parece embalsamado, este es un entorno con una zona libre y blanda para mantener la atmosfera amigable y pasar una previa tranquila. Se escuchan fragmentos de conversaciones, agites sueltos, risotadas. Ahí nomás un veterano que, mientras le da traguitos a la lata cogote largo de la cerveza sponsor oficial de la selección nacional, parece hablar con el tono y la postura de “El Lobo” Cordone en ese videíto clásico en el que enumera los equipos a los que les hizo goles, pero en versión recitales de Los Piojos: “¿All Boys 98? Estuve; ¿los Obras del 99? Estuve; ¿Atlanta 2000? Nah, ese me lo perdí, mostro”. Una pareja, que no llega a los treinta, cuenta las peripecias del viaje desde Córdoba y que ella es la primera vez que los va a ver. Un flaco cruza la calle sin mirar, a los autos, pero sí bien atento a los cuatro latones verdes que lleva a upa y que de lejos parecen un arbolito de navidad. Otro, que se presenta mencionándome cinco apodos y yo lo frené en ese: “Lennon”, porque sí, tiene los lentes característicos, aunque más diminutos y pegaditos a los ojos. Le pregunto si el sueño terminó o no, y después de tomar durante un tiempo indeterminable de un vaso de aluminio, se ríe y me dice que ni a palo. Mira lo que es esto. Creo que conversamos, o por ahí fue un monólogo interno, sobre el nivel intelectual del intercambio de canciones entre Indio y Skay pos-separación y como al lado de esos mísiles escritos las bardeadas que se componían Paul y John parecen batallas pedorras de Red Bull. Me respondió que sí, que había que recargar el fernet. Un padre cuarentón le dice al hijo, mientras sostiene un latón, que no escabie. Un muy bancable haz lo que yo digo, pero no mires lo que yo bebo. Agudizo la escucha. Le dice que se lo tome con calma. Que ya tendrá tiempo para escabiar. Que no se arrebate. La escena me pone la piel de gallina y la musicalizo, para conmoverme más aún, con “Father and son” de Cat Stevens. En un grupito de piojosos y piojosas que se acercan a las cinco décadas, una chica está enojada porque no puede ser que, por esa música de ahora, la nieta dice “polque”. Habla con la ele como si hubiera nacido en Puerto Rico y no en Varela. La amiga le responde que piense que es un quilombo pronunciar la erre cuando sos chico. La amiga pasa de cara de indignación a signo de pregunta y le responde que es una boluda que no entiende nada. Pasan de largo unas nubes grises y vuelve a pintarse un cielo color amarillo Brahma. Salimos de la playita para ir hacia donde comienzan unos pastos crecidos. Si todos orinamos sincronizados podríamos crear una laguna artificial, al menos por unas horas, de aguas cristalinas. Volvemos a la Rotonda y el sabor de nuestro encuentro más perdurable sigue dominando la escena. Acá las manos que tenemos vuelven a ser las de los playmóviles, sin el pulgar despegado, justo para que calce una lata.
Al atardecer, una pareja que parece más joven de los cuarenta que declaran, se saca una selfie-casamiento, de esas que tiran corazoncitos, tratando de meter dentro del encuadre parte de la vagancia que está sentadita y unos colores anaranjados que asoman al fondo. Me acuerdo que en el último recital de Los Piojos, recién habían explotado o estaban empezando a capilarizarse esas camaritas digitales y el consecuente álbum de fotos en las redes. Años en que teníamos que bancarnos siempre a algún pariente que te secuestraba y te obligaba a mirar un millón de fotos de sus vacaciones. Vuelvo a la Rotonda y a la familia piojosa. Es inevitable que el aire embriagador y dulzón de la nostalgia provoque una atmósfera casi onírica (¿qué es presente y qué pasó? ¿no sabe acaso la nostalgia de lo vivos que supimos estar y entonces quién te quita lo agitado, lo amado, lo bailado? También pertenecemos a lo que perdemos). Estas preguntas se podrían hacer esos dos amigos que parecen haberse encontrado después de muchos años porque se abrazan, se descuajeringan y saltan como resortes. Una chica sentada mira a la madre que está parada y agitando con los dos brazos, parece desconocerla, pero para bien. Será la primera vez que la ve así en un evento tan masivo. Está grabando ese recuerdo imborrable como el de la primera vez que veíamos a nuestros familiares adultos dejarnos durmiendo entre dos sillas y prenderse re escabios a un carnaval carioca, a divertirse como nunca lo habían hecho delante de nuestros ojos infantiles. Al lado está tirada una parejita que parece medio ausente, están recostados y abrazados. Más allá, uno duerme enroscado como araña aplastada a chancletazos.
Al atardecer, las horas de la previa se aceleran y los colores del ambiente se saturan, blancos, negros, verdes que salen de las remeras y las chucherías de los puestitos improvisados de merchandising; una ráfaga de un fucsia furioso, como el paty con el que voy a bajonear a la salida, los últimos rebotes de los rayitos de febo que se guarda hacen chispazos en cada latita de birra, en cada vaso de aluminio, en cada gafa, en cada sonrisa.
Si fuese un documental este es un momento en que la pantalla se pone blanco y negro. Segundos antes, estoy mirando algunas remeras muy viejas que pensaba lucir, pero ya no me llegan ni al ombligo, como solíamos usar, dejando a la vista el cordón umbilical Stone. En este momento en que solo puedo ver en blanco y negro, pienso que esto no es ni fue nunca una música privada. La escena tan citada de Trainspooting 2. Estamos solos y queremos poner play, pero como a Renton queriendo escuchar “Lust for Life”, una fuerza física nos expulsa. Hay discos y canciones que tendrían que tener la leyenda que advierta a los mayores de edad: Cuidado. Esa no es música para escuchar a solas y de manera doméstica.
Hace muchos años atrás, y qué bien quedaría este párrafo si se pudiese leer con el ritmo de “Fumigator”, ese logo tan atractivo (creado por Silvio Squillari y con toda la herencia de John Pasche en el ambiente), porque reconozcamos que algunas de nuestras bandas entraron primero por la vista, estaba en todos lados: en las mochilas, en las remeras, bajo la ropa hecho tatuaje; en las carpetas, en los bolsillos de los jeans, etc. Ese logo y ese nombre que espantaba a la moral familiar a la vez que reversionaba la categoría estigmatizante y hacía pública la pregunta de qué carajo teníamos en la cabeza. El nombre de lo casi imperceptible. De lo que molesta, de lo que pica y obliga a moverse. De lo que contagia a quienes están en proximidad física. Esa banda, parte del movimiento del rocanrol de los barrios, que nació cuando los ochenta se fundían en los noventa, que lo hizo en geografías alejadas a los barrios opulentos de la capital federal (entre el sudeste de la capital federal y el oeste del conurbano), que percibió antes que cualquier otro género las profundas mutaciones sensibles y culturales suburbanas; que llegó primero que el nuevo cine argentino para narrar las nuevas ciudades y las nuevas juventudes; que llegó antes que el periodismo consagrado para narrar las experiencias de la precariedad de la primera generación pos-salarial en Argentina y de la de los hermanos y hermanas menores de esa camada. Hay una joyita en YouTube. Una entrevista a Ciro que le realiza Polo. Se llama “El surf de los pobres” y conversan sobre la experiencia de viajar en el Tren San Martín. Un videíto noventoso, con el movimiento del VHS, con el ATC visible que muestra una crónica audiovisual de esos años. Una de las bandas que, con esa crónica agitable y bailable, narró el anverso público y callejero de esa larga década del noventa, pero también los malestares y oscuridades del reverso íntimo y solitario. Por eso sus frases estaban pintadas en nuestras piezas, en nuestras banderas, en nuestras canchas, y en nuestras vidas (“Cuantas veces arranque por tu amor”, “Todo lo que me queda tiene que ver con vos”, “Somos fantasmas peleándole al viento”, “Todo lo demás no es nada”, “Que algo mejor tiene que haber”, “Vendrán buenos tiempos”, “La única aventura es ver colores”, y largos etcétera). Y, por eso también, fue una de las bandas centrales para empujarnos a esa politización torpe, inquieta, curiosa, ávida de mundos, de nombres, de historia (“Pistolas habla del gatillo fácil, boludo”; “El Balneario de los Doctores Crotos de las privatizaciones y como venden la patria. No viste el video”; “¿Quién es ese San Jaureche? Me parece que un escritor”. Una banda que también se metió en el revisionismo histórico antes de que se haga mercado editorial). También con canciones que parecían raras: “Morella está basada en un cuento de un chabón que se llama Poe”, tiraba alguno. “¿De quién? Uno que escribe y te cagas todo, boludo”; “El mendigo del Dock Sud, esas estrofas que canta antes en Genius, viste, no lo compuso Ciro, es una canción de Moris que está buena. Escúchenla”). Citas escondidas, apropiadas, robadas, traficadas. Versiones de un tango, un rocandombe, una escuela de murga para miles de pibes y pibas, una versión en castellano de “It´s Only Rock ´n´ Roll (But I like It)”unos bluses y una recuperación de esa verdad inoxidable de que el rocanrol es también baile y sensualidad (pogos en que tirábamos los pasos prohibidos de nuestra generación, que se alternaban aleteos y patadas de murgueros y cadereos y manitas levantadas a lo “Brown Sugar”).
Estamos cagándonos de risa en el micro y agitando un set list que luego se me va a confundir con el que sonó arriba del escenario. Pienso, ahora y acá, mientras gritamos los temas de “Ay Ay Ay” que una cosa es la retromanía y otra la fuerza vital y rapaz que puede tener una manija íntima que se lleva puesta y borra lo retro o lo neo a pura intensidad. Pueden ser dos fuerzas difíciles de distinguir. Anda a saber. Pero todo el monólogo se frena de golpe, como el micro. Estamos llegando a Tolosa y alguien avisa que pinta requisa de narcóticos. Que nos van a hacer bajar a todos y todas. Un cuarentén ve a dos pibitos a los que la cara se les puso del color del personaje que vomita en Los Simpson y les dice que no cunda el pánico porque esto es todo declarativo. Viste como cuando tenes que cliquear que no sos un robot. Algo así. Una mínima corriente de preocupación se disipa cuando bajamos y vemos que el Operativo Sol sin Drogas viene liviano. Por más que chasquee los datos para sacarle alguna chispita que distorsione más el asunto, me debo a la objetividad. Fue más trámite y a otra cosa. Es más, algún poli-púber asomaba la cabeza en el micro con ganas de perderse en el ambiente (luego, en la previa, nos contaron que en otro micro fueron verdugueados. Pero lo pongo entre paréntesis porque no pude chequear este dato). Si es una certeza que fuimos el único micro que pararon y eso es porque resaltaba entre la fila enorme de Plusmares hegemónicos. Si el autobús sería un personaje de una película de esas de animación de Pixar y tendría una trompita con boca y ojitos, y se podría comunicar de manera verbal, le hubiese dicho al jefe del operativo que lo paraba por pinta (o por trompa) y que si tendría otra carrocería seguro no estaría siendo requisada. Que lo estaban criminalizando y haciéndole pasar vergüenza delante de sus pasajeros.
Suena una estrofa de “Let It Bleed” enganchada a “Y Quemás”, es el final del recital y la evocación a los momentos en que Los Piojos telonearon a Sus Majestades es automática y conmovedora. Ciro cuenta que en la última venida Mick Jagger le regaló una armónica. No creo, pero podría ser la que usa para tocar el himno que engancha a continuación. Esa versión que anticipó (y ayudó a viralizar) a que se vuelva oleolizable, coreable; la patria agitada, pogueada, soplada con aliento vital. Aquella primera vez, inolvidable, que escuchamos el himno nacional sacado del patio escolar.
Un rato más tarde, cuando ya cansados volvamos en el micro mirando las redes, aparecerán como en cada recital las fotos o las historias de Instagram de famosos y famosas (futbolistas, streamers, actores, actrices, etc.). Recuperamos la señal y entran los mensajes. Uno de los bocones del comienzo, conmovido por el recital, tira un texto extenso diciendo que Ciro la rompió toda. Que es actor y cantor, intérprete y compositor, que es como con los jugadores de fútbol de tu club; no podés estar pensando todo el tiempo en lo que ganan sino ni queres verlos. También se le escapa que Ciro fue un pibe de barrio con cabeza de empresario, pero que eso tampoco está mal. Que cuando lo vieron a Mick no quisieron ser solo el frontman o el poster en la pared. Quisieron ser todo lo que fue y es: roquero, empresario, publicista, custodio de la marca, iconoclasta e ícono de la cultura pop y de la contracultura, cercano a las aristocracias culturales y Políticas, portada de las revistas de rock y también de las del corazón. Estar arriba del escenario siempre fue estar adentro de algún lente o pantalla. Pero lo que siempre importó es lo que provocaron abajo. Después se pone un poco denso con un mensaje más largo aún en el que dice que el rocanrol siempre fue una movida impura, contradictora, híbrida, vital. Que nunca buscó originalidad o que supo que la autenticidad y lo genuino está en la mezcla y en la reapropiación, en la asimilación y no en la mecánica imitación. Una maquinita que agarró de la remera, de las banderas, de los eslóganes que veía a su alrededor. Que respiró y metió para adentro los climas de cada década histórica que atravesó. Y que, por eso, con un cuarto de siglo XXI encima, todavía sigue escuchándose un fade out que se resiste a finalizar. Así como el que se quejaba del momento LAM relativizó su postura, el rocaplanista devino termoplanista y defendió una nueva teoría, bastante efectiva, por cierto. La nuestra, dijo, es una música de conservatorios. O, mejor dicho, de conservadoras o de termos. Los termos cerrados no dejan ingresar ninguna novedad (en esta época las novedades envejecen rápido) pero también, en su ambigüedad, mantienen la temperatura de lo que logran contener. Así como se rentabiliza la nostalgia, nosotros guardamos, más que en un banco en el cuerpo, la misma temperatura que teníamos de jóvenes. Se conversan microclimas contraculturales, pequeños trasvasamientos generacionales y se les cuenta a las nuevas camadas, desde esa pedagogía que no admite berrinches, que hacen falta menos selfies y más torcer el cuellito y mirar alrededor; que en la improbable versión argentina y barrial de nuestro rocanrol (la que tuvo su hormiguero en cada esquina, kiosco, placita. La que se siente revivir cuando Ciro menciona, como en aquellos años, los barrios y las localidades que aparecen en los trapos: “San Fernando, Garín, Merlo Norte, Berazategui, Lomas de Zamora, Solano, Palomar, José C. Paz, Lanús, etc.”) hubo peleas con la generación anterior y sus morales tradicionales (el rocanrol fue nuestra música adquirida y no legada, no estaba en la genética de nuestras familias laburantes); que se perdió el tiempo buscando una estética, una narrativa, una forma de vida distinta y perdurable; que había dolor y malestares, pero también alegrías y risas; que esa música nos hizo mover el culito, pero también nos liberó la cabeza (de todos esos sermones fatales); que fue entretenimiento y también pensamiento; que nos sentó en la esquina y también nos levantó para buscar otros destinos; que la función cultural del termismo rocanrolero es necesaria en esta época. Un rato de silencio en el grupo. Después alguien le manda un sticker de Diego levantando el pulgar. Otro acota que, en esta época, que parece no tener una banda de sonido masiva para el ajuste criminal, no está mal eso de conservarnos y al menos dejar un par liendres en las cabecitas jóvenes y se caga de risa.
“Sobre el abismo, volaré. Abajo el sol, abajo el sol”. En las pantallas, en un videíto del recital del miércoles 18, Ciro canta “Muy despacito” y como tantas veces lloró y todos lloramos. En otro clip que circula se lo ve mostrar el tatuaje con el último logo. Son dos piojitos espejados, mirados desde arriba, que se tocan por un punto y se entrelazan formando el símbolo del infinito o de la eternidad que tanto se instaló pos-Diego. Pienso en una interpretación de la imagen y en un punto de vista ausente. Seguro, en cada una de estas fechas, habrá muchos y muchas sobrevivientes que asistan. Para quienes pensamos que Cromañón, con su precariedad feroz, es un hachazo letal que hace a la nuestra la generación AC/DC (antes y después de Cromañón) podemos flashear que en este diciembre en el que se cumplen 20 años, ese logo con el símbolo de la eternidad y la visión cenital, también está pensado para ser visto desde quienes siguieron los shows desde las plateas más altas. Me quedo un rato colgado pensando en esa versión. Después de todo, si no existe la memoria todo lo nuestro es suicida.
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