Con la partida de un dictador, una tarde murió la muerte en Perú

Por: Ricardo Gotta

El fallecimiento de Alberto Fujimori: se lleva a la tumba condenas por un autogolpe y delitos de lesa humanidad, entre otras aberraciones.

Cuando murió el genial Negro Fontanarrosa, su amigo Joaquín Sabina se puso a llorar en público y gritó fuerte «muera la muerte».

Muera la muerte, se podría decir para Alberto Kenya Fujimori Inomoto, aunque en sentido casi opuesto. No porque se lamentara su partida sino por el lacerante recuerdo de la vasta muerte con que el dictador peruano regó la tierra incaica.

Vivió entre el 28 de julio de 1938, cuando nació en Lima, y el 11 de septiembre de 2024, cuando falleció en San Borja. Fue presidente del Perú durante más de una década. Mucho se lo suele referir al experimento Fujimoro en los últimos tiempos en la Argentina. Porque, surgido de las urnas -lo que le brindó una pátina democrática que actuaba como telón-, pero servil a los poderes concentrados, si bien logró una estabilidad económica que sacó al país de la hiperinflación, utilizó el Estado para sus expresiones autoritarias y aberrantes prácticas represivas, luego de cerrar el Congreso para poder avanzar en el objetivo de arrasar con el país. Un modelo que la derecha, la más fascista y las otras, vindican. Cualquier parecido con la Argentina actual no es casualidad.

En primera instancia fue velado, otra paradoja, en el Ministerio de Cultura, cuando como buen dictador que fue, pisoteó las políticas educativas y artísticas. El gobierno veleta de Dina Boluarte -casi la contracara del de Fujimori-, sometido de pies y manos al Parlamento, decretó tres días de luto. El féretro fue de gira: el segundo día fue trasladado al Gran Teatro Nacional, y finalmente este sábado llegó otra vez al Palacio Pizarro, la sede nacional de gobierno, antes de ser llevado al cementerio Campo Fe de Huachipa.

Nostálgicos de su brutal gobierno -como todos los de esa índole, aliados a la corrupción-, asistieron durante esas tres largas jornadas a darle sus respetos a Keiko Sofía Fujimori Higuchi, su hija mayor, su heredera política, quien llegara a ser «primera dama» en el gobierno de su padre, una de las figuras políticas con mayor poder en la actualidad peruana, a pesar de no ostentar cargo oficial alguno, tras su salida del Parlamento en 2011.

Historia negra

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Dos años después mostró su verdadera cara. Dio un autogolpe, disolvió el Parlamento, creó un «gobierno de emergencia y reconstrucción nacional» y reformó la Constitución. Por esos días fueron secuestrados el periodista Gustavo Gorriti y el empresario Samuel Dyer, por lo que Fujimori fue condenado tiempo después. A la vez, crecía la imagen de Vladimiro Lenin Ilich Montesinos, un siniestro abogado y ex agente de inteligencia, uno de sus más cercanos secuaces que luego lo traicionaría.

El 12 de septiembre de este año, la policía detenía en Surquillo al líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán (paradójicamente también murió un 11 de setiembre, pero de 2021) y a varios otros de sus principales dirigentes, lo que significó el principio del fin de la controversial organización armada, a la que se le atribuyen miles de muertes.

Esa victoria ante Senadores fue una de las banderas que enarboló Fujimori. Pero para lograrlo, el Estado peruano se sirvió de escuadrones de la muerte, como el Grupo Colina, cometió las brutales matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, so pretexto de acabar con el terrorismo: en el primero, encapuchados armados hasta los pelos, ejecutaron a una veintena de personas, matando a 15, incluido un niño de 8 años; en el segundo, también el grupo ingresó en la Universidad de Educación Enrique Guzmán y Valle, “La Cantuta” y secuestró a nueve estudiantes y un profesor. Luego fueron acribillados. Permanecen desaparecidos, salvo dos, cuyos restos fueron hallados poco después en fosas clandestinas. Mucho más tarde, en 2009, la Justicia condenó al exdictador a 25 años de prisión por su responsabilidad en esos actos.

Otro episodio emblemático de su gobierno fue el asalto a la embajada de Japón, (el 17 de diciembre de 1996) de parte de un grupo que se referenció como parte del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Tomaron como rehenes a diplomáticos y autoridades, incluso familiares del propio Fujimori. Cuatro meses después, en la operación bautizada como Chavín de Huántar, las fuerzas militares ingresaron a sangre y fuego: se cargaron con los 14 integrantes del MRTA y un rehén. Tuvieron dos bajas. Un dato: por esta acción, la Corte Interamericana de DD HH condenó en 2015 al Estado peruano.

Sus reelecciones de 1995 y 2000 fueron muy cuestionadas dentro y fuera del Perú. En ese primer noviembre del siglo XXI, con el país incendiado, encaró una gira por Japón. Otra de sus trampas. Desde Tokio emitió un fax renunciando a su cargo.

En los años siguientes acaparó cargos por evidencias de corrupción generalizada y crímenes de lesa humanidad. Lo incriminó la difusión de los «vladivideos», en los que se muestra cómo Montesinos era el mandadero de Fujimori para sobornar a empresarios, políticos peruanos y extranjeros, integrantes del  Poder Judicial y comunicadores. Entre 2007 y 2015, la Justicia, en diferentes fallos, le dictaminó una colección de condenas por un total de 52 años y medio de cárcel.

Murió a los 62 años. Se llevó la muerte consigo.

Esterilizaciones forzosas: un programa macabro

Otra aberración que Alberto Fujimori se llevó a su tumba fue el siniestro programa de esterilizaciones forzosas implementado durante su gobierno. Fueron prácticas sistemáticas sobre unas 30 mil mujeres, llevadas a cabo en Perú entre los años 1996 y 1998, que tenían como objetivo controlar poblaciones sumidas en la pobreza, en especial en comunidades indígenas y en las rurales andinas.

El experimento formó parte del denominado Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, en el marco del Plan Verde que fue implementado por los militares con la excusa de combatir la insurgencia de Sendero Luminoso. Una práctica aberrante que tuvo su origen en planes de control de la población y las teorías eugenésicas que se aplicaron en Perú a principios del siglo XX. En realidad se trató de meras limpiezas étnicas, un genocidio tras otro.

Tras la muerte del dictador, María Elena Carbajal, una de las 30 mil mujeres que sufrió en carne propia la esterilización forzada en Perú, aseguró: «No fue casualidad sino que fue un hecho masivo. Habían cometido un delito y había un responsable. No solamente que comprometió la salud física sino también emocional de las personas afectadas”. En el mismo sentido, Carbajal exigió al Estado una reparación integral, física y mental.

Además narró que el 18 de septiembre de 1996 dio a luz un niño, que le secuestraron casi inmediatamente para coaccionarla a practicarle la esterilización. «Los médicos me condicionaron. Me dijeron que sólo así me entregarían a mi hijo».

También precisó que organizaciones de Derechos Humanos en junio de 2017 la alertaron acerca de que había registros de lo acontecido. «Ahí me enteré de que fue un crimen de lesa humanidad. No solamente había sido yo, sino que hubo más de 300.000 mujeres esterilizadas”.

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