El universo judicial está plagado de simbologías monárquicas. Los cinco sillones que usan los ministros de la Corte Suprema, en el cuarto piso del Palacio de Tribunales, están ubicados en una tarima y simulan los tronos que usaban los reyes durante la Edad Media. Los miembros de la nobleza no pagaban “la talla”, en Francia, impuesto para mantener al ejército y la expansión del reino. Los magistrados argentinos no aportan el Impuesto a las Ganancias. No colaboran con los fondos de los que viven. La Justicia se financia 100% con los aportes de los ciudadanos.
Hay otras áreas del Estado, como las universidades públicas, que generan recursos ofreciendo servicios y conocimiento al sector privado. No se sostiene aquí que el Poder Judicial debería hacer lo mismo, aunque hay tramas de corrupción en las que “vende” sus servicios por fuera de la ley. Se trata sólo de analizar cómo se piensan a sí mismos los jueces federales (no todos). Un grupo sin duda selecto si se lo compara con los 350 mil docentes, por ejemplo, que se ocupan de la enseñanza de los niños, niñas y adolescentes en la Provincia de Buenos Aires. Y que pagan todos sus impuestos.
Esa nobleza anacrónica que conforma este poder del Estado esquiva el principios básico de la democracia de la igualdad ante la ley por doble vía. Evita normas que el resto de los ciudadanos cumple y aplica el código penal de modo selectivo.
Otras prácticas que remiten a las monarquías son las inquisitorias. Con especial fuerza desde el 2016, cuando comenzó el gobierno del expresidente Mauricio Macri, la Justicia argentina comenzó a practicar una caza de brujas direccionada contra el gobierno que acababa de finalizar luego de 12 años.La caza la iniciaron los medios del establishment que, al igual que en la inquisición, trabajan sobre prejuicios, en los que CFK, como las brujas de la Edad Media, encarna el mal absoluto y tiene una especie de acuerdo con el demonio.
Sobre el trabajo cotidiano de los inquisidores de los grandes medios se montaron operaciones callejeras, en apariencia producidas por “gente de a pie”. Además del grupo de alucinados que iban a la puerta del edificio de Cristina a desearle la muerte, hubo campañas de afiches, como en el que se ve una imagen de la vicepresidenta, con una sonrisa de Cruela De Vil (o de bruja del 1700), con fondo negro, y la frase: “Culpable de 35.000 muertos. Elegiste los negocios con Putin en lugar de salvar vidas”.
Marcar la casa, práctica que los medios dominantes hicieron con el departamento de Cristina durante años, se usaba en la inquisición y también durante el nazismo en Alemania, con las casas de los judíos para que las hordas hitlerianas desplegaran su violencia. Así ocurrieron los asesinatos y los más de 30 mil judíos detenidos en La noche de los cristales rotos, en un mes de noviembre, hace 84 años.
En esta mezcla entre inquisición y fascismo a la que CFK-y el kirchnerismo-está sometida hace años, Fernando Sabag Montiel y Brenda Uliarte, funcionaron como los verdugos que empujan la silla que mantenía a la bruja con posibilidades de respirar a pesar de la soga que tenía alrededor del cuello. Montiel y Uliarte creían que serían héroes si cometían el magnicidio más grave de la historia argentina moderna y que hubiera desatado una oleada de violencia con final incierto. Un milagro -para los creyentes- salvó la vida de CFK y a la democracia.
La jueza María Eugenia Capuchetti sigue investigando el hecho como si fuera un intento de asesinato en una esquina para tratar de robar un celular. Un hecho espantoso y traumático para quien lo sufra, pero que no tiene un móvil político y no precisa de agotar las pistas de los nexos políticos del crimen. En este caso, esquivar la investigación de los nexos políticos, aunque sea para descartarlos, roza el encubrimiento.
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