Se trata de Donetsk y Lugansk, que el gobierno de Vladimir Putin reconoce como repúblicas autónomas del gobierno de Kiev. 2 millones de personas han huido de la zona tras años de conflicto.
El reconocimiento por parte de Rusia de las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, y el inicio de un ataque militar contra Ucrania, han atraído la atención del mundo hacia estas dos regiones separatistas controladas por los rebeldes. Han estado fuera del control del Gobierno ucraniano desde que los separatistas respaldados por Rusia lucharon contra las fuerzas ucranianas hasta llegar a un punto muerto en 2014, un conflicto que ha causado la muerte de unas 14 000 personas.
Se estima que dos millones de personas han huido de estos territorios –principalmente hacia Rusia o Ucrania– y unos tres millones se han quedado. En los últimos días, las mujeres y los niños de estas regiones han recibido la orden de evacuar a Rusia, el primer indicio de que el conflicto armado volvía a trastocar sus vidas.
En julio de 2021, contratamos a un equipo de investigación con sede en Ucrania para que nos ayudara a realizar grupos de discusión con personas que vivían en los territorios separatistas sobre los problemas cotidianos a los que se enfrentaban. A diferencia de los periodistas, que tienden a buscar personas con historias especialmente interesantes para entrevistar, nosotros tratamos de reclutar a una selección de personas comunes y corrientes, incluyendo residentes urbanos y rurales, hombres y mujeres. En total, participaron 40 personas y, a pesar del formato virtual, parecían sentirse bastante cómodas hablando de aspectos de su vida cotidiana, normalmente desde el salón de su casa.
Nos llamó la atención, sobre todo, de lo que no hablaron: si querían formar parte de Rusia, de Ucrania o ser independientes de ambas. Mientras los Gobiernos ruso y ucraniano llevan ocho años disputándose estos territorios, estos residentes estaban más preocupados por los problemas cotidianos. Se enfrentaban a las cuarentenas de la covid-19, la alimentación de sus familias, la educación para sus hijos y luchaban por mantenerse en contacto con sus familiares al otro lado de la “línea de contacto”, la frontera entre las zonas controladas por el Gobierno ucraniano y los territorios separatistas.
En 2015, el acuerdo de Minsk II condujo a un alto el fuego entre los separatistas de Donetsk y Lugansk y el Gobierno ucraniano. Desde entonces, estas regiones están controladas por gobiernos títeres respaldados por Rusia. El aislamiento ha pasado factura a sus habitantes. Algunos de nuestros participantes habían perdido sus empleos o negocios, y muchos se quejaban de la subida de los precios y la caída de los salarios. El sistema bancario quedó aislado del mundo exterior, el sistema de transporte se deterioró, las pensiones dejaron de pagarse y un toque de queda a las 10 de la noche restringió sus movimientos nocturnos. Los residentes fueron separados de sus familiares en Ucrania, de sus hermanos que se habían trasladado a Rusia, y sus hijos ya no podían visitar a sus abuelos.
Muchos lamentaron el fuerte descenso de la población de la región, señalando que la mayoría de los que se quedaron eran mayores de 40 años. Según las estimaciones oficiales, el 41 % de la población de los territorios separatistas tiene más de 65 años, cifra superior a la del resto de Ucrania. Muchos jóvenes se habían marchado a Ucrania o a Rusia, “porque ¿qué perspectivas tienen? Ninguna”. La mayor parte de las infraestructuras se han roto o cerrado: minas, empresas y fábricas. Muchos de los mejores especialistas, personal médico y doctores se habían ido. Un padre relató con enfado cómo llevó a su hijo a ponerse una inyección y el técnico médico ni siquiera sabía cómo sacar la sangre al niño.
Al preguntarles cómo afecta el conflicto a sus vidas, respondieron con palabrotas, no con palabras. Aunque están atrapados en medio del conflicto, se sienten abandonados por ambas partes: “No nos necesitan allí, y no nos necesitan aquí”. Algunos señalaron que los disparos esporádicos que escuchaban por la noche hacían llorar a sus hijos y desencadenaban recuerdos traumáticos de los días de lucha que ahora han vuelto a sus vidas.
Aunque la opinión predominante de nuestros participantes era la de ver los territorios separatistas como vacíos, aislados y aletargados, hubo algunas expresiones de optimismo. El centro de Donetsk –que antaño era una próspera ciudad, la quinta más grande de Ucrania– había mejorado recientemente, con nuevas carreteras y servicios. Algunos se habían mudado a casas vacías en el centro y describieron actividades para niños y eventos públicos. Sin embargo, la mayoría de nuestros participantes se mostraron profundamente pesimistas:
“Al principio del conflicto, había dinero, ahorros y esperanza. Ahora los ahorros se han acabado y la esperanza también”.
¿Por qué se quedaron estas personas en unas condiciones que muchos de sus amigos y vecinos habían abandonado? No (como afirma el Gobierno ruso) porque quisieran formar parte de Rusia o por algún compromiso político, sino porque no tenían oportunidades de trabajo en otro lugar, ni fondos para trasladarse, ni redes que les ayudaran a empezar de nuevo. Responsabilidades como tener hijos pequeños o padres ancianos les ataban a la región. Y marcharse significaba abandonar sus hogares. Irse a lo desconocido les parecía peor que quedarse. Como dijo una de ellas:
“Si no hay luz en el túnel, no hay a dónde ir”.
Con la acalorada retórica que rodea a estas regiones en el escenario geopolítico, nos sorprendió la falta de comentarios prorrusos o proucranianos en nuestros grupos de discusión. Es posible que los de ideología prorrusos se hayan negado a participar en los grupos organizados por una institución de investigación con sede en Kiev, y que los participantes se hayan autocensurado por miedo a las represalias.
Las conversaciones internacionales sobre estas regiones y otros conflictos “congelados” suelen tratar a los residentes de dichas regiones como peones políticos. Pero sus verdaderas preocupaciones suelen tener más que ver con la vida cotidiana en circunstancias inestables, caóticas y a menudo amenazantes, donde las infraestructuras han sido destruidas por los combates y el Gobierno los ha abandonado. Los territorios separatistas son lugares desolados y tristes, sin esperanza ni oportunidades.
Como dijo uno de los encuestados: “Nos estamos extinguiendo lentamente”. La nueva invasión rusa solo acelerará el proceso.
Autores: Brienna Perelli-Harris, Theodore Gerber y Yuliya Hilevych
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