No hay nada nuevo bajo el sol. El theatrum mundi es un tópico que ya en la Antigüedad clásica concebía el mundo como teatro en el que todos representamos un papel. En 1655, en plena auge de lo barroco, don Calderón de la Barca, -ese señor que a muchos nos hizo odiar la profesora de literatura del secundario- escribió El gran teatro del mundo. Mucho más acá en el tiempo, un bolero cuyo protagonista está despechado con su amada, le dice: “teatro, lo tuyo es puro teatro”. En fin, todo este rodeo es para decir que todos, seamos conscientes o no, somos unos farsantes.
Pero no es para inquietarse, ni para ir a tirarse, culposo, en el sillón del psicoanalista. Recalculando: aquí debería decir “ir a tirarse, culposo, en el sillón virtual del psicoanalista”. En la época de las posverdad todo está permitido. Es por eso que, luego de un sesudo estudio de mercado acerca de la hipocresía como característica distintiva de lo humano, se han lanzado al mercado unas hermosas bibliotecas escenográficas que se recomiendan especialmente para teleconferencias y todo tipo de intercambio virtual. Amplias, livianas y con un soporte que puede ponerse y quitarse de manera muy sencilla, son la solución ideal para parecer culto en épocas de aislamiento social preventivo y obligatorio.
Luego de su utilización, cuando llega la hora de la verdad, pueden desarmarse igual que los múltiples implementos de gimnasia que nos prometen convertirnos en Angelina Jolie o en Brad Pritt en dos semanas con sólo diez minutos de utilización diaria de algún aparato mágico.
Es evidente que Gabriel García Márquez fue un visionario. Hoy el mercado de las maravillas ofrece por Internet las mismas cosas que el gitano Melquíades ofrecía en Macondo: la octava maravillas de los sabios alquimistas de Macedonia que puede ser tanto una dentadura postiza como una piedra imán que haga que los clavos se desesperen por abandonar la madera atraídos por el influjo de la piedra milagrosa.
La idea de las bibliotecas escenográficas no es totalmente nueva, sino más bien un reciclado inteligente de ideas viejas para épocas de virtualidad máxima.
Hubo un tiempo, cuando el libro era considerado el emblema de la cultura, en que las familias de cierta alcurnia, ya sea real o pretendida, encargaban a los decoradores una cantidad de metros de libros falsos, pero bien encuadernados en un cuero cuyo color hiciera juego con el del sillón del living, el tono de la pared opuesta o el cuadro abstracto que habían comprado recientemente. La cantidad de metros de libros falsos hablaban del poder adquisitivo de la familia. Eran tiempo en que solía asociarse poder monetario y cultura. De manera que una persona que ostentaba diez metros de libros falsos tenía ocho metros más de cultura que la que la sólo podía permitirse 2 metros. Si alguna vez la televisión inventó el aplausómetro para determinar quién había ganado una competencia de canto, por ejemplo, lo hizo inspirada en este culturómetro que medía el saber en metros lineales.
Aún hoy se venden en Internet libros usados y bien encuadernados para decoración de interior y la oferta es más variada de lo que podría creerse. Se venden libros para decorar mesas de centro, para decorar mesas ratonas -el famoso coffe table book-, para poner al costado de la chimenea, para darle un toque original a un dormitorio. Los incrédulos pueden remitirse a una edición virtual de la revista El mueble donde se lee: «Más allá de quedarse quitecitos y olvidados en la librería, los libros tienen muchísimo más que ofrecer a la decoración. No te pierdas todas estas ideas que llenarán de estilo cualquier rincón.»
Por su parte, Todo-Mail propone cinco formas distintas de ordenar una biblioteca. Una de ellas, la más efectiva a la hora de decorar un ambiente, es hacerlo agrupando los libros por tamaño y por color, un método tan original que, seguramente, no se le ocurrió a ningún bibliotecólogo del mundo. ¿No sería hora de pedir una entrevista con Juan Sasturain, el director de la Biblioteca Nacional, para acercarle esta idea maravillosa? Jamás se encontraría ningún libro, ¡pero la biblioteca quedaría tan bonita!
Claro que existen muchas otras formas de utilizar libros para cumplir funciones insospechadas. Una que está muy de moda pero que el escritor Ítalo Calvino predijo hace mucho tiempo en una de sus novelas, son las esculturas hechas con libros. A veces –y esto dicho sin ironía- se logran verdaderas obras de arte.
Como puede verse, los libros tienen utilizaciones diversas. El mismísimo Ricardo Piglia, lector compulsivo si los hubo, contó en una entrevista que en la adolescencia se compró un libro que se había puesto de moda en el mundo intelectual, para conquistar a una chica. Como la tapa y las hojas flamantes delataban su intención, se dedicó un buen tiempo a ajarlo antes de colocarse el libro bajo el brazo y acudir al encuentro. Llevar un libro bajo el brazo fue en su momento una efectiva forma de levante. Por ese entonces la cultura axilar hacía furor.
Pero volvamos a las bibliotecas para teleconferencias. Su valor reside, en gran parte, en ser un objeto paradójico, ya que recurre al viejo libro salido de la vetusta imprenta de Gutenberg para aplicarlo al uso de las más flamantes posibilidades de comunicación que ofrece la tecnología.
Además, es una eficaz contribución a la impostura, al gran teatro del mundo, ya que nos permite ser quien tal vez no somos ni seremos. ¿No es acaso la teleconferencia misma una puesta en escena de profundo carácter teatral? Por lo general sólo muestra un retazo del entorno y la mitad superior del cuerpo de quienes intervienen en ella. De este modo contribuye a la creación de seres mitológicos del siglo XXI. Si el centauro es la fusión del hombre y el caballo y la sirena, la combinación de un torso de mujer con una cola de pez, la teleconferencia permite combinar un torso masculino o femenino de estudiado arreglo casual con una parte inferior con pijama, pantuflas viejas por las que asoma el dedo gordo y hasta medias de lana con dibujos de osito.
Pero lo más interesante es lo que pasa por detrás de la biblioteca: hay un tránsito incesante por la puerta del baño, un hombre desinfecta con alcohol 70/30 la bolsa de las compras, un gato está en pleno uso de sus piedritas sanitarias, una adolescente intenta cortase el pelo tabajosamente frente a un espejo en ausencia de peluquerías abiertas…
Sin duda se trata de un producto útil y bien pensado pero cuya venta masiva, sin embargo, no sería en absoluto aconsejable. ¿Qué pasaría si dos interlocutores tuvieran la misma biblioteca de fondo? Pero hasta esta situación sería provechosa. De haber vivido Ionesco en la era de la comunicación virtual, habría hecho una maravillosa obra teatral del absurdo. Hoy, sin Ionesco de por medio, luego de un leve sobresalto, permitiría a los interlocutores comprobar de manera fehaciente que todos somos mentirosos. La culpa siempre se siente menor cuando es compartida. Y hoy la culpa desaparece por completo. ¿Quién puede sentirse culpable de cometer el mismo acto que miles o millones de usuarios de Internet? Todos hemos perdido la inocencia analógica y hoy sabemos que todo en la vida es puro cartón pintado.