Comercio justo, producción popular

Por: Eduardo Blanco

La implementación de un sistema equitativo para los pequeños productores de países pobres fue desviada en sus objetivos por el capital concentrado, desvirtuando la premisa inicial del movimiento. Claves para pensar una alianza verdaderamente sustentable entre productores y consumidores, por fuera de las corporaciones.

La idea de Comercio Justo surgió en 1964 y desde hace 20 años se consolidó a partir de la unificación de organizaciones mundiales que idearon los certificados que garantizan el cumplimiento de su normativa. Un período razonable para analizar su derrotero y comprobar que su implementación no ha logrado modificar la inequidad que sufren los pequeños productores de países pobres y que el capital concentrado ha comenzado a desviar en su favor los objetivos iniciales del movimiento. Vale la pena saber cómo y por qué sucedió, para impulsar una verdadera justicia en el comercio mediante una estrategia en la que el precio no sea la única variable y se atiendan los derechos económicos de los productores.

A menudo parece fácil. Un grupo de organizaciones sostiene que en lugar de enviar ayuda económica a los países pobres es mejor abrir las fronteras de los países ricos y bajar los aranceles de los productos primarios para poder garantizarles a los pequeños productores de la periferia un mejor precio y mejorar así sus ingresos y, por añadidura, sacarlos de la miseria en la que viven. 

La semilla de esa idea prendió en la Conferencia de Comercio y Desarrollo de la ONU de 1964 y se basaba en algunas experiencias impulsadas por la Iglesia en países europeos, mediante pequeñas tiendas que vendían artesanías de África, Asia y Latinoamérica. El primer paso del Comercio Justo fue diseminar este tipo de negocios solidarios hasta que el salto hacia producciones agrícolas de mayor escala -especialmente café, bananas y cacao- hizo crecer al movimiento hasta su actual conformación con 1.660.000 agricultores y trabajadores de 76 países, y una facturación calculada en mil millones de euros en 2016.

Para evitar irregularidades en la marca Comercio Justo, los principales grupos referentes se unieron en 1997 y fundaron la Organización Mundial del Comercio Justo (WFTO, por sus siglas en inglés). Unificaron una certificación que garantiza que los productos que la llevan cumplen con el pago justo a los productores. Se estableció que, además de mejorar el precio que se les paga, los agricultores con mejores rendimientos reciben una prima extra que pueden destinar a mejorar sus cultivos, equiparse o simplemente incrementar sus ingresos. Hasta allí todo parece bien. ¿Entonces?

El Capital mete la cola

En la práctica, el Comercio Justo no ha resultado lo que se esperaba. Una explicación posible surge de la definición de la Coordinadora Latinoamericana  y del Caribe de Comercio Justo (CLAC), que sostiene: “Se puede superar la pobreza si las personas tienen acceso a diferentes mercados en condiciones de comercio justas. El comercio es un motor fundamental para la reducción de la pobreza, las desigualdades y para lograr un desarrollo sostenible”.

El problema que plantea esa premisa es que para que esas condiciones se den efectivamente hay que asegurar todos los derechos económicos de los productores. Esos derechos básicos se pueden resumir en los factores de producción: tierra, trabajo, capital y tecnología. El Comercio Justo plantea como único punto de enfoque el precio de los productos, no propone apoyos en ninguna otra área. El trabajo de los agricultores es un precio, por lo tanto, una mercancía cuyo valor debe negociarse para ayudarlos.

Por eso los trabajadores golondrina (que no tienen tierra) quedan fuera del sistema, y los que están en países que no tienen infraestructura, no pueden participar. Aún quienes quedan dentro del Comercio Justo sufren esa inequidad. El 64% de los pequeños productores es de África y Medio Oriente, pero se lleva sólo el 23% de la prima extra porque no tiene la tecnología que le permita mejorar la productividad, que es la medida que usa la WFTO para repartir el 5% de excedente destinado a ese beneficio. Una meritocracia digna del neoliberalismo que el Comercio Justo presuntamente ataca.      

No es casual que la auditoria del sistema de precios del Comercio Justo esté en manos de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que se encarga especialmente de comprobar que no haya subsidios estatales o alguna otra intervención que vulnere el acuerdo entre productores y compradores. O que los precios se rijan por la cotización de los productos en la Bolsa de Nueva York.

Estos desvíos hacia el capitalismo global fueron reconocidos por la propia WFTO en octubre de 2011, cuando salió a criticar a Fairtrade USA, la filial estadounidense que decidió separarse para permitir el ingreso de productores con mayor capacidad económica al sistema. En el comunicado, la entidad mundial alertaba: “No es impensable en este escenario tener una corporación multinacional que sea propietaria de toda la cadena de suministro y pueda etiquetarla como Comercio Justo”. 

El Comercio Justo busca “incluir” a agricultores y trabajadores que ya fueron expulsados del sistema capitalista, pero recreando el mismo sistema perverso que los aísla. Los productores se ven obligados a mejorar su producción de acuerdo con la demanda de los países ricos, no en función de las necesidades de la sociedad de la que forman parte. Además, se limita a comercializar las materias primas sin valor agregado, consolidando el clásico papel dependiente de las naciones periféricas. 

La justicia posible

Todas estas consideraciones no invalidan la real necesidad de encontrar una forma de comercio más justo. La producción popular es una salida que va en ese sentido. En Ocupémonos. Del Estado de Bienestar al Estado Transformador, Enrique Martínez, coordinador del Instituto para la Producción Popular, define ese concepto como “aquella producción en la que el trabajo no es una mercancía comprada por un capitalista y en la que el producto obtenido llega a manos del consumidor sin que nadie en la cadena de valor se apropie de parte del valor agregado por otro, a causa de ejercer un poder”. ¿Es esto posible?

Hay muchas experiencias en el mundo que ya están poniendo en práctica esta idea de acortar cadenas de valor para evitar la explotación de los trabajadores. En la Argentina hay desarrollos de producción popular como Más Cerca es Más Justo, en Buenos Aires; la producción de la Unión de Trabajadores Sin Tierra de Lavalle, Mendoza; la unión de las artesanas del Mercado de La Estepa, en Río Negro, sólo por mencionar algunos pocos ejemplos.

No son casos aislados. Ideas afines a la producción popular pueden verificarse en proyectos como Fuori Mercato (Italia), La Colmena (España), el Seikatsu Club (Japón), Nekasarea (País Vasco), Little Donkey (China), la agricultura y la pesca apoyadas por la comunidad (EE UU) y hasta en situaciones extremas como las cooperativas kurdas del norte de Siria. Es un camino alternativo que no plantea falsas expectativas respecto de una posible humanización del capitalismo. La alianza de productores y consumidores por fuera de las corporaciones que instalan la inequidad es un verdadero cambio posible hacia un Comercio Justo. 

La pobreza extrema no califica

La idea de que los países pobres pueden encontrar una salida en el Comercio Justo no es aplicable a las naciones cuyos indicadores sociales son los peores que se registran en el mundo. La razón es que para participar de esta “justicia comercial” es imprescindible tener un mercado capaz de producir volúmenes considerables como los que demanda el primer mundo. Los países más pobres del orbe tienen economías de subsistencia. En el mejor de los casos, su agricultura apenas cubre sus necesidades alimentarias. Si nadie los ayuda a desarrollarse, no hay forma de que puedan sumarse al Comercio Justo. Un ejemplo claro de este fenómeno es que en África sólo 32 de los 54 países del continente participan en el sistema. La región subsahariana prácticamente no tiene representantes y en la mayoría de las naciones que participan del Comercio Justo apenas se registran una o dos certificaciones, contra las 127 que hay en Colombia, o las 14 existentes en una potencia económica como es China.  

Quinoa, el problema del éxito

El mito neoliberal plantea que si en un país la economía crece, la población mejora su calidad de vida. El Comercio Justo apoya esa tesis y por eso premia a quienes mejoran su productividad con la idea de que a mayor producción en las unidades de trabajo, mayor será el beneficio para los pequeños agricultores que reciben un pago justo. 

Pero en un sistema como el capitalista, basado en la obtención del mayor lucro posible, el resultado suele ser distinto al esperado. Con el boom de la exportación de la quinoa desde Bolivia y Perú al mundo, quedó demostrado que obedecer a la demanda para desarrollar un cultivo puede traer más problemas que soluciones. La exportación masiva del producto ocasionó que su precio aumentara diez veces en el mercado interno entre 2009 y 2013. El resultado fue que la población más pobre tuvo problemas para alimentarse al encarecerse el principal insumo de su dieta, hubo conflictos entre campesinos por la tenencia de la tierra, y los exportadores se quedaron con la mayor rentabilidad.

*Periodista. Integrante del Instituto para la Producción Popular.

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