Es uno de los discos más audaces de García y nació a partir de un viaje a Nueva York para buscar inspiración. A 40 años de su edición, un análisis de los cómo y los porqué que hicieron historia.
Pero el anonimato y el feeling neoyorquino fueron tan promisorios que con el correr de los días decidió ampliar su estancia. Consagrarse a sus sintetizadores y a la mítica caja Roland TR-808 en el enorme loft que había alquilado ad hoc en la calle Weverly del Greenwich Village. Las fotos de Rudy Hanak, corresponsal de La Semana, muestran a un Charly en musculosa, zapatillas blancas y pantalón corto; feliz, relajado, jovial, incluso aceptó mandarle a la revista un par de páginas como retrato de su vida y sus pensamientos desde el verano de Manhattan.
Mientras escuchaba bandas locales y tramaba canciones, letras y arreglos en demos, un día se le ocurrió algo: meterse “con poca plata y mucha onda” en los Electric Lady Studios y acordar una grabación. Lo consiguió. Llamó a Pedro Aznar, que entonces vivía en EE UU, y de una larga lista que le acercaron eligió al ingeniero Joe Blaney “porque venía de trabajar en Combat Rock con The Clash”. A todo esto, García ya tenía título para su próximo disco: Nuevos trapos. Convocaba así a las fuerzas vivas de lo nuevo. Blaney escuchó Yendo de la cama al living y se convenció del talento que tenía entre manos. Los músicos fueron apareciendo, entre ellos el guitarrista Larry Carlton, que había trabajado entre otros con Michael Jackson y Quincy Jones.
Todo seguía su curso hasta que en el cruce de Walker Street y Cortlandt Alley, en pleno Downtown, Charly vio una sombra negra grafiteada con un corazoncito blanco, y junto a ella una leyenda: Modern Clix. Fue una revelación. La silueta, se supo mucho después, era obra del grafitero canadiense Richard Hambleton, que a comienzos de los ’80 inundó con sus tétricos “shadowman” las paredes de esa New York oscura a la que Lou Reed rendiría homenaje años más tarde. Parecía que esa esquina inhóspita, entonces adoquinada, algo perdida en el alma del Lower East Side, lo estaba esperando. El fotógrafo Uberto Sagramoso, que se había embarcado con García para ensayar un posible arte de tapa, prendió la cámara y eternizó el instante.
El lema Modern Clix, originalmente en rojo según se ve en varias fotos, había sido pintado por azar junto a la sombra de Hambleton. Se refería a una banda de punk rock de influencias caribeñas. Charly la rebautizó: Clics modernos. Se consumó así la ironía, el devenir entre un músico inmerso en su búsqueda estética y dos pintadas a las que cruzó el destino. Lo que vendría después ya lo hemos escuchado, aunque quizá no lo suficiente. Como dijera Fito: “no fue el ingreso a los ochenta. Charly hizo un ingreso al futuro”. La magia de lo contingente conspiró al tal punto que en estos días el lugar será oficialmente denominado “Charly García Corner”. Un justo homenaje a un artista que ha hecho escuela al proyectar su obra como sujeto y objeto del imaginario metropolitano.
Cuando el disco salió a la luz, el 5 de noviembre de 1983, estallaron las polémicas: “Cuando hice Clics modernos, me dijeron que me había vendido a Fiorucci; no entendieron la ironía”, dirá Charly. Algo similar había pasado con Instituciones de Sui Generis, con La Máquina, y en los comienzos de Serú Girán. Nadie parecía comprender al genio que venía del futuro. De Charly se esperaba continuidad, cuando él buscaba hacer época. Clics modernos no fue la excepción, pero rápidamente encantó. Su fórmula fue conjugar, según dijo, “minimalismo, polirritmia, neoclasicismo, discreción y donde se pueda una pátina de ambigüedad”.
En el disco García desplegó un lenguaje que daría pie a una de las obras de mayor resonancia de nuestra música popular. No fue una ilusión, ni un milagro, lo que lo impulsó. A cada instante, lo que está sucediendo en las canciones es canto y melodía de la más profunda intensidad utópica y humana. El oído absoluto era convocado. Charly podía pasar del piano clásico a sintetizadores, y salir victorioso, conjugando la aparente banalidad del sampleo de James Brown en “No me dejan salir” con el toque progresivo de «Plateado sobre plateado (Huellas en el mar)».
Ambigüedad, ironía y dramatismo, sátira y lírica, con un tono crítico, a la vez social y subjetivo: en “Los Dinosaurios” -con un Larry Carlton magistral-, “Nuevos trapos” y “Nos siguen pegando abajo” pudo ampliar las críticas a la dictadura que había dicho entrelíneas en “Canción de Alicia en el país”. “Charly era inalcanzable en esa época. Su música despedía luz, desparpajo, originalidad, atrevimiento”, escribe Sergio Marchi en No digas nada. “García rompió todo”, tituló la revista Pelo, que en un editorial lo defendió a muerte de “una verdadera campaña en la que se daba a García por loco o enfermo”. Las cumbres del disco, “No soy un extraño” y “Ojos de videotape”, alcanzan una tensión poética que puede comulgar a la perfección con el filo irónico de “Dos Cero Uno (Transas)” y de “Bancate ese defecto”.
En esa energía plural podemos rastrear música de todos los tiempos: resonancias, citas, sonidos, armonías, se alojan en el inconsciente de Charly como inmenso depósito lleno de pasado y de futuro. Joe Blaney cuenta que, apenas García y Aznar armaron sus equipos en el estudio, entendió todo, y añade: “La performance de Charly en ese disco sigue siendo sencillamente asombrosa. Ésa era la primera vez que yo trabajaba con samplers y Emulators; recuerdo verlo poner el sonido del clarinete, y tocar como si fuera Benny Goodman en la década del ’40. Lo que más me sorprendió fue el vocabulario musical que Charly tenía en su cabeza”. Para la gira y el estreno, en el que luce un soberbio traje blanco junto a un velador en el Luna Park, Charly armó la banda de su vida. Tenía a Melingo y Willy Iturri, que acercó a sus socios Pablo Guyot y Alfredo Toth. Para los coros llamó a una joven que le gustaba, Fabiana Cantilo de Los Twist, y al saxo de la misma banda, El Gonzo. En teclados sumó a un talentoso joven rosarino que prometía: Fito Páez.
Hay un tramo de la obra de Charly que va de Yendo de la cama al living (1982) a Clics modernos (1983) y Piano Bar (1984), y al que podemos sumar el excepcional Tango (1986) con Pedro Aznar (un disco muy New Yorker también), que condensa una estética y una musicalidad tan radicales que ha de ser estudiada a la par de poetas de gran altura como Pizarnik, Susana Thenon o Héctor Viel Temperley. Es indudable que Charly García ha instalado entre nosotros, en nuestra historia, uno de los más penetrantes compendios de experiencias, sentimientos y esperanzas emancipatorias a través de una obra capaz de conjugar virtuosismo y espontaneidad, clasicismo y vanguardia, con el fiel espíritu utópico que, en último término, es predicado de toda gran expresión. «
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