Cinque minuti en el paraíso

Por: Roberto Parrottino

El mítico estadio San Paolo, donde Maradona conquistó Italia, parece olvidado en el paisaje. Hasta que tres argentinos intentan atravesar las puertas del cielo, aunque sea por cinco minutos.

Hay una puerta abierta. Ya dimos tres cuartos de vuelta. Si bien detectamos una puertita a medio abrir por la que colarse, ésta es la puerta abierta, el portón, la entrada. Más allá, el impacto: el verde entre tanto cemento y gris. Reclinado, volcado hacia su izquierda, el hombre fuma. Camisa, saco, pantalón de vestir. Todo desprolijo, ajado, la cara transpirada. Habla con otro, pero él es el que está sentado, como si aplastase con el culo cualquier verdad a la redonda.

Llegamos hasta acá después de pifiarle a la combinación del metro, después de atravesar la plaza derruida que te atrapa a la salida de la estación Campi Flegrei, después de caminar junto a dos rubias con pinta de futbolistas de una selección escandinava: después, sobre todo, de recorrer con la mente en esos tres cuartos de vuelta los flashes, los goles y los partidos que se jugaron del otro lado del viejo canoso que fuma, en ese césped.

Tengo que hablar. Esta vez, más que nunca. En general, me joden, soy paja, y delego y descanso en los demás. Saben que no es así. Que acaso es pragmatismo. Pero soy el que mejor parla italiano, verissimo, mas no el dialecto napolitano, gutural y cóncavo. Tal vez mi camiseta aplaque el trabajo.

Este lugar está muy lejos de ser un punto destacado en una guía turística, de tener un museo con visita guiada en cinco idiomas, de ser un club multinacional. Es, más bien, el objetivo de los racistas en Italia, su basurero. Afuera hay pintadas de los ultras. Muchas. A la noche juega el equipo de visitante ante Udinese (vamos a ver la victoria 3-0 en la pizzería Totò e Peppino: fiesta di calcio). De abajo, desde los costados de la autopista, sube el olor de las bardas de mugre, y los mosquitos pican fiero.

No pienso. No sirve pensar en la mayoría de las situaciones de la vida (o en estas, las mejores). Y, de última, vimos la puertita y somos argentinos y estamos acá, aunque el estadio parece estar a resguardo con tres líneas de contención y no va a ser fácil entrar.

-Scusi -le digo, porque le interrumpo la charla con el otro-. Podemos visitare lo stadio.

El hombre sopla una bocanada de humo entre el calor.

Cualquiera sea la respuesta, voy a decirle esto: «Cinque minuti».

-El estadio -comprendo que me dice- no se visita.

Silencio, y entonces: «Cinque minuti».

Son cinco minutos o nada. Es la primera vez, ahora, que siento que nos mira. Que ve mi cara, al menos. Que escanea con los ojos que, de todos los visitantes del mundo, unos en especial nos sentimos locales en Nápoles, ahí adentro, en el estadio San Paolo. Somos tres de ellos.

Con una economía gestual envidiable, con poder de síntesis, con capacidad de interpretación, levanta la mano con el envión del pulgar hacia atrás, un movimiento seco y concreto: «Cinque minuti e fuori». No sabe -sí sabe, tiene que saberlo- todo lo que viaja con nosotros hacia su espalda cuando damos el primer paso.

Ho visto a Maradona, y innamorato estoy.

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