Como ocurrió hace poco más de 20 años al sur del continente africano, ignorar cómo se construye el conocimiento científico puede llevar a consecuencias catastróficas.
La epidemia alcanzó en Sudáfrica un número de infectados superior al de cualquier otro país. Diversos factores contribuyeron a la catástrofe, y entre ellos uno de los más destacados es el hecho de que el gobierno se haya rehusado durante años a implementar los programas que proporcionaban drogas antirretrovirales a mujeres embarazadas afectadas por la enfermedad, a efectos de evitar la transmisión madre-hijo del virus. ¿Por qué esta resistencia?
En 1998, hacia el fin de la presidencia de Mandela, la ministra de salud Dlamini-Zuma anunció que discontinuaría la promoción del AZT, en aquel momento el medicamento estándar a este fin, por su alto costo, que impedía proveérselo de manera equitativa a las infectadas, y consideró como prioridad la prevención.
Al problema de los costos (parcialmente contrarrestado cuando se le propuso al gobierno una reducción drástica de los precios de los antirretrovirales) se sumaba uno más profundo: a mediados de la década de 1990, cuando el sida comenzó a cobrar dimensiones catastróficas, el sistema de salud estaba muy pobremente preparado. Regiones enteras del territorio carecían de profesionales de la salud, y, sin modificar estas condiciones, una política de combate a la epidemia resultaba impracticable.
Esta decisión no dejó de suscitar polémicas, pero se situaba todavía dentro del marco compatible con el consenso científico: no poder facilitar masivamente el acceso al AZT era sin duda una catástrofe, pero el gobierno no cuestionaba que habría sido deseable hacerlo, simplemente no podía.
Al llegar al gobierno en 1999 Thabo Mbeki y su nueva ministra de salud, Manto Tshabalala-Msimang, el debate tomó un nuevo cariz: el gobierno se comprometió con la idea de que los antirretrovirales, que no podían garantizarle a la población, no eran tan necesarios después de todo.
Contradiciendo el consenso mundial que, tras casi dos décadas, se había desarrollado sobre las causas del sida y su tratamiento, Tshabalala-Msimang llegó a afirmar que para prevenirlo había que comer ajo y remolacha.
Mbeki comenzó a reivindicar a científicos “disidentes” que dudaban de la conexión entre el sida y el VIH. Esto formaba parte de un presunto abordaje social integral de las causas del sida (como las falencias en la alimentación) y se oponía a la ciencia mainstream, de la que desconfiaba porque la veía alineada con los intereses económicos de las farmacéuticas.
Pero, más en general, su gobierno pareció desconocer cómo funciona la construcción del conocimiento científico (si es que no se limitó a mentir cínicamente, claro), y asumió supuestos que, para la comunidad científica, eran delirantes. Insistió en que el debate sobre el sida no podía ser cuestión de especialistas: eso era “elitista” y antidemocrático. Incluso cuando se trataba de personas expertas, exigió que el debate permaneciera abierto a todas las posiciones, sin “fanatismo”.
Y consideró que alcanzaría con sentar a una mesa a quienes defendían el consenso científico y los “disidentes” que lo negaban, para llegar a algún tipo de acuerdo. Así, Mbeki creó un muy heterogéneo panel asesor, que deliberó alrededor de un año, sin (predeciblemente) llegar a ninguna conclusión relevante.
Ahora bien, ¿por qué decimos que estas actitudes de Mbeki mostraban un desconocimiento sobre la construcción del conocimiento científico?
Empecemos por “elitismo” versus democracia: por chocante que pueda resultarnos, la ciencia no es un espacio en el que todas las personas podamos participar, con voz y voto, hasta llegar a un acuerdo. El conocimiento científico alcanzó un nivel de especialización tal que ni siquiera los propios miembros de la comunidad científica pueden manejarla en su totalidad.
Quienes hacen climatología no pueden opinar sobre física de partículas, los cuales deberían abstenerse de hablar de antropología o de zoología. En consecuencia, la acusación de “elitismo” contra quienes exigían que el presidente dejara de opinar sobre el sida resulta desencaminada.
Con respecto a la idea de no “prohibir” el “disenso”: en este punto, la polémica alrededor del sida obvió que, en ciencia, una vez que existe evidencia que apoya cierta hipótesis, esta evidencia pone una vara muy alta a la hora de defender una hipótesis rival.
Sería apresurado decir que nuestras hipótesis actuales están verificadas para siempre, pero sería un desatino decir que, pese a toda la evidencia que tenemos de que el HIV causa el sida (¡o de que la Tierra es esférica!), cualquier otra idea debe ser tomada igualmente en serio, a riesgo de cometer alguna forma de totalitarismo.
Por último, la idea de que dos grupos que discrepan profundamente puedan sentarse a una mesa y desembocar en una posición de consenso parece confundir la dinámica propia de la negociación de intereses prácticos con aquella de la evaluación de una descripción de la realidad.
Si alguien piensa que la Tierra es una esfera y otra persona piensa que es plana, no llegaremos a una solución satisfactoria para ambas partes diciendo “bueno, es una semi esfera, que incluye una superficie plana”. Cuando discutimos cuestiones teóricas no existe el buscar una solución de compromiso.
La ciencia, entonces, es enormemente exitosa frente a una variedad de problemas, pero es un juego que tiene sus reglas y no son las de la democracia. Mbeki y su círculo, aparentemente, no lo sabían. Para los 300.000 sudafricanos muertos ya es demasiado tarde. Pero, para quienes seguimos con vida y seguiremos enfrentando pandemias, calentamiento global y catástrofes ecológicas varias, es crucial tratar de entender cómo se construye nuestro conocimiento del mundo.
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