Christian

Por: Mónica López Ocón

Como todo viajero cabal, Christian Kupchik siempre regresaba al punto de origen, condición sine qua non para poder seguir partiendo.

A la memoria de Christian Kupchik

Era un viajero impenitente. Y digo viajero y no turista, porque el viajero va al encuentro de lo desconocido, mientras que el turista va en busca de lo que ya sabe que va a encontrar. Al primero le gusta llenarse los ojos de asombro, el segundo prefiere apoltronarse en el sosiego de la falta de sorpresas. Como todo viajero cabal, Christian Kupchik siempre regresaba al punto de origen, condición sine qua non para poder seguir partiendo. Este 22 de septiembre, sin embargo, luego de esperar la llegada de la primavera en Buenos Aires, partió definitivamente sin equipaje. Y allí, nos quedamos, en el muelle –todo viajero cabal viaja en barco– ateridos de frío a pesar de la estación del año. Éramos una foto en sepia de esas que atesoraban nuestros abuelos inmigrantes. Teníamos una tristeza de otro siglo, una tristeza de cuando el mundo era más grande, las distancias más largas y definitivas y se viajaba  de una vez y para siempre.

Fue mi amigo antes de haberlo visto nunca. Especialista en literatura de viajes, dirigía por entonces una colección que se llamó Planeta nómade. El libro que aquella vez comencé a leer desprevenidamente se llamaba En busca de Cathay. Casi lo único que recuerdo de aquella maravillosa compilación de textos era el prólogo que había escrito Christian. La selección, la traducción y las notas también le pertenecían. En el prólogo contaba el asombro de los romanos ante el fulgor de la seda, el deslumbramiento de quienes no conocían aquel tejido finísimo que tenía luz propia. Narraba cómo esos ojos romanos se debatían entre la redondez que les producía aquel  prodigio inesperado y el brillo cegador que los obligaba a entornarlos. Creo que, como Borges, Christian es quizá uno de los pocos escritores que merecería que se publicara un libro con sus prólogos, un libro que no comenzara nunca, como Si una noche de invierno un viajero, de Ítalo Calvino, un libro hecho de puros comienzos como una suerte de conjuro contra los finales, de talismán contra la muerte.

Deslumbrada como los romanos, me dejé llevar por el modesto impulso de llamar a la editorial y pedir su número de teléfono. Como todo viajero, no estaba en el lugar en que se lo buscaba. Me dijeron que en ese momento vivía al otro lado del río, en Montevideo. Antes de eso había vivido en lugares mucho más lejanos como Barcelona, París y Estocolmo. Con el pequeño arrojo que a veces solemos tener los tímidos, marqué su número sólo para decirle que su prólogo me había dejado tan asombrada como a los romanos la seda.

A veces, pequeños gestos tienen consecuencias inesperadas. Muchos años después, exactamente en 2010, lo conocí personalmente a raíz de la fundación de este diario. Los dos nos acordábamos de aquella llamada intempestiva para decirle de una orilla a la otra que jamás olvidaría ese prólogo. También ese recuerdo compartido era un prólogo: el de una amistad que se iría escribiendo en charlas sobre literatura, en el gusto compartido por los mapas antiguos con sus Eolos mofletudos que soplaban sobre naves de cascarita de nuez, por  las crónicas de viajes, por las veletas, por las valijas de cartón y por las estampillas de Donald Evans, aquel ilusionista postal que pintaba a mano planchas enteras de sellos postales de países que no existían antes de aquella fundación filatélica que realizaba con un finísimo pincel de pelo de marta, más exactamente con un Grumbacher Nº2.

Christian era narrador, poeta, periodista cultural, editor y traductor de varias lenguas, entre ellas el sueco y el noruego. Tradujo, entre otros autores, a Strindberg, a Ibsen, a Balzac, a Perec, a Pessoa, a Tove Jansson y también a Tomas Tranströmer que en 2011 ganaría el Premio Nobel de Literatura y sobre el que escribiría una columna en este diario con el que colaboró también otras veces. Hizo la carrera de Psicología en Buenos Aires, estudió esa misma disciplina en Francia, y en esas latitudes donde el frío cala los huesos y hay días y noches interminables, se especializó en filología nórdica.  

Fundó junto a Salvador Gargiulo y Héctor Roque Pitt la revista geográfica Siwa, una verdadera joya editorial con una estética del siglo XIX. Sus hermosos grabados eran producto de largas visitas al Ejército de Salvación y otros espacios similares donde viejas enciclopedias que nadie quiere porque ocupan espacio y acumulan polvo dormían el sueño de los justos. Él las despertaba para darles una segunda oportunidad de vida. En un mundo en que el bien más escaso es el tiempo, ese anacronismo deliberado era una forma de la vanguardia.

Christian era un erudito sui generis: no coleccionaba datos, era más bien un coleccionista de los deslumbramientos propios de alguien para quien el mundo era un inagotable gabinete de curiosidades. Hombre del Renacimiento, se había pasado de estación y había desembarcado en el siglo equivocado. Traía saberes antiguos, parecía haberlo leído todo, haber escuchado toda la música de mundo. Era un exquisito en todo lo que hacía. Cultivaba, sobre todo, una muy infrecuente elegancia del espíritu en la que se mezclaba una ética inquebrantable y una sutil delicadeza de pájaro. Era incapaz de decir algo torpe, quizá porque era incapaz de pensarlo. Si el pensamiento tuviera una música, la del suyo sería la de Erik Satie, una pasión que compartía con Carlos, mi marido.

Su última aventura había sido Leteo. Desde esa editorial que había fundado con Jorge Consiglio descubrió muchas Troyas sepultadas bajo el olvido y reveló nuevos nombres de la literatura. 

Desde que se fue, esperamos anacrónicamente que el cartero nos traiga un sobre con su caligrafía y un sello postal de Donald Evans. Estamos seguros de que con su pincel Grumbacher Nº2 debe haber fundado un país para él donde esté protegido del frío en la tibieza de una cocina con mesa de madera traduciendo las cartas de Satie. Es duro vivir sin sus mensajes en este país del desconsuelo. «

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