En pleno corazón de San Telmo, las comparsas toman las calles por asalto para celebrar la negritud rioplatense. Una crónica candombera que anticipa el bailongo de la llamada Lindo Quilombo .
En pocos minutos, cuando den las cinco de la tarde, con puntualidad británica, pero con ritmo rioplatense, los 50 integrantes de Calzada Candombe darán el puntapié inicial de la “11ª Llamada de San Telmo”. La fecha estelar del fixture candombero porteño. “Es el gran día, todo el año ensayamos para esta fiesta. Hoy vamos a ser miles tomando la calle”, resalta Duete, pintor de brocha gorda y fino ejecutor del repique. El hombre a cargo de la batuta no se equivoca. Según los organizadores, la cita reunirá a 30 comparsas, 1500 músicos y bailarines y a un hormiguero de más de 10 mil fanáticos, vecinos y curiosos que van a gozar al ritmo de los tambores en el casco histórico de Buenos Aires.
“Hoy formamos con una batea de 20 tambores. Un cuádruple cinco”, explica Duete sobre el dibujo táctico que utilizará la comparsa. Antes de salir a la cancha, mejor dicho al empedrado, con aires menottistas les pide a sus compañeros que vayan para adelante, no aflojen y le pongan picante al andar. Son cultores del estilo Ansina, uno de los toques –junto al Cordón y el Cuareim– que integran la santísima trinidad del género. Cada uno lleva con orgullo el nombre del barrio oriental adonde fueron paridos. “Lo nuestro mezcla un poco la cadencia y el palo y palo. La clave es ir alimentando a los muchachos durante todo el recorrido, para que salga lindo el candombe”, dice y luego se calza al hombro su fiel repique. “Sabe qué, esto es un fiesta, pero sobre todo es un espacio que enseña a compartir. En la comparsa hay gente de todos los palos: cumbieros, punks, rockeros. Lo importante es que estamos en comunidad. En la misma tribu.”
Historia a contramano
Aunque vivió la cultura uruguaya desde la cuna –su madre y su marido son orientales–, Carina Vlajovich llegó al candombe por una cuestión epidérmica. “Siempre digo que la piel me llamó. Hace varios años, escuché los tambores en la calle, me acerqué y no los pude dejar más”, recuerda la joven que le da duro y parejo al tambor chico en la agrupación Idilé. Vlajovich colabora en Comparsas de Candombe Organizadas, la asociación civil que vela por el reconocimiento y la promoción de la cultura afro-uruguaya en la Argentina. “Ante la ausencia del Estado, las comparsas autogestionamos la llamada, que este año homenajea a Tito Quiroz, un referente de la colectividad. La idea es ir sumando gente de todo el país”, ansía la muchacha radicada en los suburbios de Avellaneda.
Mientras reparte bidones de agua entre los acalorados músicos, Vlajovich resalta que, al igual que San Cristóbal y Monserrat, San Telmo es un barrio muy ligado a la negritud. Allí se radicaron durante la época colonial miles de negros esclavizados, traídos a la fuerza desde el continente africano. El recorrido de la llamada no es azaroso, sino que guarda en su seno un fuerte carácter simbólico. Se monta sobre la “Ruta del Esclavo”, que unía el puerto –en la actualidad Parque Lezama– con el Pasaje San Lorenzo. Las crónicas de época cuentan que los esclavos debían recorrer la calle Defensa, donde eran comercializados. En el pasaje todavía se conserva la “Casa Mínima”, que el boca en boca popular rescata como el último hogar de un esclavo liberto en Buenos Aires.
“El recorrido de la llamada es en sentido inverso, va hacia Lezama. Devuelve a los negros a sus orígenes, a sus ancestros”, resalta Vlajovich, mientras las primeras cuerdas comienzan su deriva. Con sus tambores y bailes, las comparsas empiezan a reescribir la historia por la angosta calle Defensa. Siempre a contramano. Cha cha cha, chachá.
Siga el baile
Casi llegando a la esquina de Estados Unidos, las comparsas avanzan apretadas, a paso de legión romana. La voz cavernosa de los tambores repite su incansable “borocotó, borocotó, borocotó”. Desde las veredas, la multitud acompaña con palmas la eterna clave: “chas-chas-chas-chaschás”. Algunos vecinos del barrio disfrutan el desfile sentados en sillitas playeras como si estuvieran en la Bristol. Comparten unos amargos y bizcochitos de grasa caseros. En pleno sábado, los vendedores ambulantes se hacen el domingo vendiendo cerveza Quilmes bien helada.
A la altura de la Avenida Independencia, un grupo de turistas escandinavos intenta seguir el ritmo de los tambores, pero sus pasos for export tienen menos onda que una escuadra. “El baile es muy personal y libre, pero hay que decir que trabaja con energías de la naturaleza: el agua, el aire, la tierra. Cada una está ligada a un orishá”, explica Marcela Gayoso, docente de danzas afrobrasileras. Comanda a una 30 danzarinas que le sacan brillo a los adoquines acompañando a la comparsa Kumbabantú. Este año decidieron homenajear a Oshumare, el orishá de la serpiente y el arco iris que integra el poblado panteón de divinidades africanas. Con sus coronas y trajes hechos a mano, las chicas hipnotizan con cada uno de sus movimientos.
“No hay nada que hacer, para bailarlo hay que tenerlo en la sangre”, afirma Joseline Martínez, empleada bancaria y bailarina que derrocha elegancia en la comparsa Curimbó, junto a sus hijos. Martínez es uruguaya, pero hace décadas vive en Adrogué. Todavía recuerda su infancia en el barrio Piedras Blancas, ícono de la negritud montevideana. “Mi mamá Nair me llevaba a los desfiles del 18 de Julio y a las llamadas. Uruguay es la Meca, pero Buenos Aires también tiene lo suyo”, compara la dama ataviada de enagua y alpargatas blancas y radiantes. Vino acompañada por Liliana Pérez, una artesana que también llegó a la comparsa por una invitación de sus retoños. “Es bueno destacar que el candombe no discrimina, atraviesa toda la sociedad -dice Pérez y empieza a mover el esqueleto como en trance-. En realidad, somos una gran familia.”
¡Vamo’ arriba!
En los grandes encuentros candomberos, casi siempre se arma un gran quilombo. Un espacio de fiesta, y sobre todo liberado. Los integrantes de la comparsa Tambores Tintos, llegados en un micro escolar desde la portuaria Ensenada, son expertos en hacer estallar el festejo. “Somos de familia carnavalera, criados en el Barrio Sur de Montevideo, la tierra prometida del candombe. Tocar ahí es como tocar el cielo con las manos”, dice Rubén Muela y luego sonríe mostrando algunas piezas forjadas en oro. Lo secunda su sobrino Nando, un morocho musculoso que parece salido del casting del film Espartaco. En el árbol genealógico familiar se destaca el fallecido artesano Juan Velorio, “el ingeniero del tambores”, y también los anónimos ancestros que los acompañan en cada llamada.
Nando muestra sus curtidas manos y luego acaricia el pesado piano de más de diez kilos. Dice que la tarde pinta difícil por el calor y que el recorrido va a ser largo. ¿Algún secreto? “El ritmo gozoso y tomar mucha agua, que es como el líquido refrigerante. La nafta es el tino”, confirma.
A unos pocos metros, Claudia Salomone, lookeada como “mama vieja” –uno de los personajes icónicos de la cultura candombe junto al “yuyero” y el “escobero”– se delinea los labios, antes de salir a escena. Cuenta que la “mama” rescata el rol de la vieja ama de llaves colonial: la comadrona protectora de los jóvenes, de la colectividad. “En las llamadas me sale la africana que siempre tuve en secreto. Sólo me falta el color de la piel, porque tengo el alma y el corazón bien negro”, dice y en el pasaje estalla una vez más el repique de los tambores. Así será hasta la medianoche y más allá. Hasta que las fogatas no ardan.
Este sábado 16 de noviembre se realizará la 14º llamada de Candombe Lindo Quilombo por las calles del barrio porteño de Monserrat, el barrio del tambor: 26 comparsas de candombe afrouruguayo de diferentes partes de Argentina y Uruguay participarán de este gran desfile que recorrerá toda la calle México, desde Av. 9 de Julio hasta Av. Paseo Colón.
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