A la vez, la globalización neoliberal y la profundización de sus efectos en los últimos gobiernos que antecedieron a Milei desde 2015 sometieron a importantes mayorías sociales a una serie de transformaciones regresivas que afectaron sus condiciones de vida, debilitando también el sentido social, político y económico que se atribuía a la democracia, por el incumplimiento de las promesas materiales ofrecidas y la gravedad de los problemas no resueltos.
Esto nos ubica en un escenario de crisis, en términos de Gramsci: ”La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos”. En nuestro caso, el mileismo.
En este marco se inscribe la actual batalla cultural, que en término gramscianos debe ser entendida como una batalla por la hegemonía. Hegemonía entendida como un conjunto de ideas, valores, normas y atribuciones de sentido que son consensuados y compartidos por una mayoría de sectores sociales, generador de una concepción del mundo y que se expresa como una voluntad colectiva. Pero la batalla cultural también es una batalla política.
Hay que entenderla, por tanto, como una disputa por el poder. Supone un largo y laborioso proceso de búsqueda de articulación entre sectores sociales diferentes y heterogéneos y nos ubica en la dimensión de las relaciones de fuerzas políticas, donde el objetivo es lograr una homogeneidad, autoconciencia y organización de tales sectores sociales que los empodere y les permita ir más allá de sus intereses corporativos y definir un conjunto de intereses comunes que los unifique ideológicamente.
Para que una hegemonía logre incidir e instalarse a nivel del Estado es necesario que afronte y resuelva el desafío de:
– la formulación de un proyecto particular que tienda a sintetizar una unidad de fines políticos, económicos, sociales, intelectuales y morales, que exprese una voluntad colectiva nacional y que defina una concepción estratégica general.
– la constitución de un sujeto político, que asuma la iniciativa y el protagonismo en la búsqueda de concreción de ese proyecto y que incorpore y articule a ese conjunto de sujetos heterogéneos.
El campo nacional y popular – históricamente hegemonizado por el peronismo – luego de la experiencia de los gobiernos de Néstor y Cristina no ha podido resolver este desafío. Para hacerlo es fundamental aprender de la derrota, haciendo una profunda reflexión autocrítica que permita entender la frustración, el desencanto y la penetración de una subjetividad neoliberal en muchos actores de este campo, en el marco de un escenario de precarización e incertidumbre laboral y de creciente pobreza, que en el último ciclo se inició con el macrismo pero que el gobierno de Alberto Fernández no modificó sustancialmente y sobre el que se montó el proyecto de Milei. Con esta intención se formulan las siguientes reflexiones.
El proyecto nacional y popular debe incluir el planteo de objetivos que apunten a modificar las relaciones de fuerzas para lograr las transformaciones deseadas, con una perspectiva utópica emancipatoria: un horizonte de mayor igualdad, libertad y solidaridad.
Su solidez debe manifestarse en un programa de gobierno que incluya estrategias y tácticas que manifiesten una concreta y audaz perspectiva, que para hacerse creíble incorpore como núcleo central una propuesta realista y factible de generación de una base material que beneficie a los sectores subalternos (producción + trabajo + redistribución del ingreso), proponga formas sustanciales y no meramente formales de institucionalización democrática y mejore su vida cotidiana. Y que como potente proyecto cultural incorpore y desarrolle una dimensión políticopedagógica, destinada a generar una nueva subjetividad, que confronte y sustituya a la subjetividad neoliberal y contribuya activamente al fortalecimiento de la transformación social.
Ello requiere un nuevo sujeto político: un Frente político orgánico, entendido como una construcción que intenta operar en un territorio concreto, dentro del marco estratégico de una guerra de posiciones.
La existencia del Proyecto es lo que evita que este Frente sea un mero instrumento electoral; no es un rejunte de actores, sino un conjunto heterogéneo de diferentes actores (con diferentes intereses) articulados por un discurso hegemónico que les da homogeneidad y define intereses comunes, a quienes habrá que reconocerles espacios de poder real, no meramente simbólico, si se los quiere incorporar de manera sólida y regular.
La consolidación, fortalecimiento, ampliación y pervivencia de este Frente requiere, ante todo, una conducción estratégica unificada que ejerza un liderazgo firme capaz de lograr y mantener un consenso que genere sustantiva unidad y supere la dispersión y fragmentación que manifiesta hoy el campo popular. Se debe procurar una conducción del conjunto, que garantice recuperar sueños y utopías necesarias para la acción política y convertirlos en objetivos comunes alcanzables. Porque lo que ha sucedido en los últimos años es que el campo popular ha luchado sin conducción, es decir sin inteligencia estratégica.
Además, la dinámica permanente de construcción programática (táctica y estratégica) requiere una orgánica y no esporádica participación de las bases. No puede ser una construcción de un círculo cerrado que luego baja e impone sus decisiones al conjunto. Por tanto, se deben superar las formas cortesanas de debatir y decidir, mediante una participación activa de la militancia y el fortalecimiento del poder popular mediado por organizaciones políticas, sindicales y movimientos sociales que representen el conjunto de la heterogeneidad socio cultural (desocupados, feminismos, etnías, diversidades sexuales, etc.).
Hay que replantear a fondo el papel activo de la militancia en la disputa por el territorio, tanto el material – el barrio – como el virtual – las redes (no satanizarlas sino apropiarse de ellas como guerreros digitales)
Por último, debemos tener en cuenta que resultaron experiencias políticas fallidas los intentos liderados por CFK (con Scioli, Alberto Fernández, Massa) de construir una fuerza políticamente sólida mediante la incorporación y asignación de lugares relevantes a sectores moderados conservadores del peronismo. Se debe privilegiar a los sectores más transformadores para la conformación del Frente y constituir un sujeto político que se inscriba dentro de la tradición de la izquierda nacional – popular, que la resignifique y actualice. Debe ser una instancia superadora, no meramente repetidora. Esto no significa ningún demérito para lo que fue y logró el kirchnerismo; simplemente es reconocer el paso de la historia que acontece, transcurre y genera nuevos y permanente desafíos.
Ello requiere, en término gramscianos, la constitución de un polo jacobino al interior del Frente, que rompa el brete neoliberal, lo empuje con energía hacia lo que germinalmente podemos denominar postcapitalismo del Sur global, con profunda voluntad de poder, habilidad para conquistarlo y utilizarlo con potencia y resolución. Con una dirigencia renovada, poseedora de una rebeldía heredera de la vieja rebeldía peronista y de todos aquellos rebeldes que han militado por la democracia, la justicia social, los derechos humanos y la soberanía nacional; una dirigencia que escuche y dialogue, que convenza y vuelva a enamorar a sujetos frustrados y desesperanzados.
Y cerramos evocando a Gramsci, con sus advertencias a los políticos como intelectuales: “El error del intelectual consiste en creer que se pueda saber sin comprender y, especialmente, sin sentir ni ser apasionado, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, en consecuencia, explicándolas y justificándolas en una situación histórica determinada; . . .no se hace política–historia sin esta pasión, o sea sin esta conexión sentimental entre intelectuales y pueblo-nación”.
* Luis Rigal acaba de publicar el libro Antonio Gramsci. Pensador, político, educador. Ed. Peña Lillo – Continente
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