El Salvador es un país con cicatrices que dejaron doce años de guerra civil (1980 a 1992). Cuando el gobierno y la guerrilla depusieron armas, la disputa electoral fue entre gobiernos de izquierda y derecha: el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Poco duró la “democracia” porque en 1996 el gobierno de Estados Unidos inició una política de deportación de criminales convictos a sus países de origen, su retorno coincide con el origen de ms-13 o la mara Salvatrucha y Barrio 18, si bien no fueron los primeros pandilleros en el país, el sicariato que construyeron superó en organización, unidad y violencia a cualquier otra organización.
El Salvador junto a Nicaragua y Guatemala constituyen el “Triángulo norte”, una zona candente del continente con maquilas, maras y el mayor movimiento migratorio del continente. La presencia de maras implica el monopolio estatal legítimo: territorialidad propia, patrullaje y vigilancia mediante un ejército propio, “recaudación” o impuesto extorsivo y control de la población. De acuerdo a informes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), los desplazamientos forzados de caravanas que buscan atravesar México en busca del paraíso perdido en EE UU lo hacen producto de esta forma de violencia.
Fue ARENA, de 2003 a 2009, que comenzó una política de mano dura. En 2011, el primer gobierno del FMLN experimentó un nuevo enfoque con la reubicación de líderes en recintos penitenciarios de menor seguridad, negociación que se conoció como “la Tregua”. En 2014, nuevamente el FMLN pero con Salvador Sánchez Cerén, ordenó el retorno al centro penitenciario de máxima seguridad. La decisión provocó un rápido incremento de homicidios estatales y paraestatales, generando un conflicto armado de nuevo tipo con índices de violencia similares a la guerra civil.
La emergencia de Bukele rompe con el bipartidismo, aunque es semejante en términos de política securitaria. La diferencia es la grandilocuencia y la espectacularización de los detenidos, propias de un publicista. La principal distinción de Bukele es su estilo para librar guerras reales o imaginarias con la ayuda de Dios. Estas batallas no solo incluyen el militarismo para ejercer presión sobre el resto de poderes, también incluyen el tan en boga “elijo creer”, ya sea al “pastor Toby” de la iglesia evangélica cristiana bautista o en el milagro económico de bitcoins. La exacerbación de su discurso es lo que permite poner en palabras lo que molesta y hacerlo “con estilo”.
En Argentina, los discursos millenials post materiales fueron parte fundamental de la novedosa campaña de Macri en 2015, pero a diferencia de Argentina, Bukele acompañó la gobernanza vía redes sociales con números aceptables de un crecimiento anual del 2%, una abrupta reducción del crimen y discursos rebeldes y alternativos en política internacional. Junto a Bukele, Daniel Ortega y Alejandro Giammattei gobiernan este triángulo.
En Guatemala las elecciones son en pocos meses y la principal disputa es entre la hija de un exdictador en un país con un genocidio de 300 mil asesinatos y la exesposa Álvaro Colom -tal vez el único gobierno progresista- con la exclusión de la única candidata de izquierda. Recientemente, la presidenta hondureña Xiomara Castro y Nayib Bukele se reunieron. Fue su esposo, destituido por un golpe de Estado, quien concertó el encuentro.
Bukele, a diferencia de Juntos por el Cambio, que ha perdido cualquier tinte alternativo frente a Milei, es ecléctico. Las políticas de Memoria, Verdad y Justicia de Argentina se encuentran en las antípodas de El Salvador, aún así los DDHH se han vuelto un significante vacío que permite ser esgrimido con hipocresía contra gobiernos de izquierda y derecha. Lo cierto es que las diferencias entre ambos países vuelven la comparación irrisoria, algo que rasca donde no pica en términos fácticos, no solo morales. «
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