Berretta, otro pueblo «fantasma» que intenta sobrevivir a 75 kilómetros de Rosario

Por: Gustavo Sarmiento

Tiene apenas 8 habitantes. En su apogeo llegó a contar con 500 personas. El cierre del ferrocarril y la traza de la Panamericana alejada del pueblo lo fue vaciando. La historia de Naicó, otro pueblo "fantasma" en La Pampa que resurge con la gastronomía y el turismo rural. En la Argentina hay 800 pueblos en peligro de extinción.

Entre el auge del turismo rural y la devoción argentina a la nostalgia, el subgrupo de «pueblos fantasmas» siempre causa atracción. En nuestro país hay casi 800 en riesgo de extinción. Un cuarto de ellos, en la Provincia de Buenos Aires. Pero hay algunos que sorprenden por estar muy cerca de grandes urbes. Es el caso de uno a escasos kilómetros de Rosario.

En Berretta (aunque también lo denominan Berreta), actualmente viven ocho personas que está ubicado a 75 kilómetros de Rosario y a 22 kilómetros de Cañada de Gómez: se trata de un paraje desolado y lindante al río Carcarañá que tiene una peculiar historia para contar. 

Esta pequeña localidad pertenece al partido de Irondo. En sus tiempos de apogeo llegó a contar con 500 habitantes, pero con el paso del tiempo y fundamentalmente por el cierre del ramal ferroviario que pasaba por la zona se fue quedando paulatinamente sin habitantes.

Berretta queda entre Casilda (40.000 habitantes) y Cañada de Gómez (30.000), a unos 1.500 metros cruzando el puente del río Carcarañá. Es parte del distrito rural de Correa, una localidad de unos 6.000 habitantes. Berretta está a 12 kilómetros por un camino de tierra que arranca cuando se corta el asfalto de la bajada de la autopista.

«La ruta llega a su fin y el asfalto ahora se vuelve polvo. Luego de diez minutos de ripio, hay un cruce de vías, muerto. Cuando uno menos se lo espera, se llega. Esto es Berretta: un pueblo casi fantasma donde conviven 12 personas y hay una cancha de fútbol«, contaba El Territorio tiempo atrás. Hoy ya son menos de diez.

El video de un usuario que visitó el pueblo.

La historia  

Este pueblo tuvo su fundación en 1925 gracias a que la propietaria María Luisa Correa donó las tierras. Su nombre es un homenaje al ingeniero civil Sebastián Beretta, quien se dedicó a la construcción de distintos ramales del ferrocarril en la década en la época de apogeo de este popular transporte, allá 1880.

Cuenta El Ciudadano de Rosario que la casa original de María Luisa Correa, la dueña de las tierras y fundadora, todavía está en el lugar: «Caminar por las calles de Berreta –todas de tierra– se parece a formar parte de una película ambientada en el Lejano Oeste».

El servicio de tren para personas funcionó hasta la década de 1970, aunque algunos trenes de carga continuaron pasando de manera regular hasta 1990. El cierre del ferrocarril fue la primera puñalada. La otra resultó de una escena similar a Cars: la Ruta Nacional 9, más conocida como la Panamericana, pasó por otra traza y comenzó a provocar una diáspora de los habitantes de la zona.

«En la actualidad solamente quedan ocho personas en Bereta (tres familias). El resto de las casas fueron abandonadas y en el pueblo no hay ni hospitales ni museos, por lo que el paisaje al recorrerlo es desolador», resalta El Ciudadano.

Naicó en La Pampa

La comisaría, la iglesia, la escuela, el juzgado de paz, la estación. Naicó tiene todas las instituciones típicas de cualquier comarca argentina. Pero todas están en ruinas. Sin embargo, este pueblo «fantasma» de La Pampa, a solo 45 kilómetros de Santa Rosa, aún sobrevive. Un habitante perduró en el tiempo y en los últimos años se sumó un matrimonio que encara un proyecto de turismo rural exploratorio visitado por hasta 150 personas los fines de semana.

Ellos restauraron el viejo hostal donde el año pasado volvieron a celebrar el aniversario del pueblo tras medio siglo sin encuentros populares. Allí empezaron a cocinar carnes salvajes y hoy es un éxito. Una esperanza para cientos de pueblos en peligro de extinción que pueden encontrar en el turismo rural el antídoto que los haga sobrevivir y expandirse.

Una T

Con la población originaria habitando sus tierras, el teniente coronel Enrique Godoy recibe órdenes (en tiempos de la campaña de Julio A. Roca) de ocupar Naicó, algo que logra el 2 de mayo de 1879 con 135 soldados «y 21 indios amigos», según su relato.

Como en casi todo el país, el auge de los pueblos fue marcado por la llegada del tren. En 1910 arribó una figura clave: el vasco Fortunato Anzoátegui, quien impulsó la explotación forestal en zonas cercanas a la estación ferroviaria. «Su empuje lo llevó a instalar 70 familias de ‘colonos rusos’, tal como los llama, y comienza a preparar la fundación de un pueblo con vistas a un futuro fraccionamiento de la tierra», cuenta a Tiempo la secretaria de Turismo de La Pampa, Adriana Romero.

El 28 de mayo de 1911 fundó el pueblo Ministro Lobos en honor al ministro de agricultura del presidente Roque Sáenz Peña: Eleodoro Lobos. «El nombre asignado fue Ministro Lobos Estación Naicó, con la particularidad de que el pueblo tomó forma de letra ‘T’, estando la estación en la parte superior y Ministro Lobos alineado sobre la parte inferior», continúa. Durante la época próspera, llegaron a circular 40 vagones diarios con 30 toneladas de leña de caldén. Hace casi un siglo, Naicó (que en ranquel significa «agua que baja») tuvo 600 habitantes.

El Hostal.

Como a la mayoría de los pueblos, lo afectó la ida del tren. Primero cerró el de pasajeros hace más de cuatro décadas, y en 1991 el de cargas. Pero antes lo empezó a lacerar el cambio en las condiciones productivas y ambientales. No sobrevivió a las nuevas épocas. El agotamiento de los montes de caldén, la desvalorización de la madera y su reemplazo por el carbón y el petróleo, y la crisis del ’30 hicieron languidecer esta actividad depredatoria. Durante la Segunda Guerra Mundial, tanto el caldén como el algarrobo fueron empleados para hacer parqué de calidad, en reemplazo del roble europeo y norteamericano. Nuevamente el monte pampeano fue depredado, esta vez con un valor agregado superior.

«Con la aparición de materiales sintéticos, pisos de goma y tratamientos químicos para endurecer las maderas blandas, se eliminaron del mercado el piso de caldén y algarrobo y cerraron las fábricas pampeanas. Hacia 1951 se produjo otro ciclo de sequía que también redundó en perjuicio de los agricultores –acota Romero–. Naicó es una de esas poblaciones decrecientes con los cambios sociales, ambientales y en el uso de la tierra operados durante el siglo XX y la jerarquización de las rutas en detrimento del ferrocarril. En pocas décadas, perdió su protagonismo como pueblo-estación y pasó a la invisibilización y el abandono». Las grandes tormentas que volaron techos, el vandalismo y las ruinas hicieron el resto.

Más allá de que en el padrón figuran cinco habitantes, tras todo el proceso de agonía del pueblo quedó una sola familia sobreviviente: la de don Matías Alberto Kin, Mary y su hijo Daniel, aunque Matías es el único con domicilio en Naicó, el resto suele ir a Santa Rosa. Hombre de pocas palabras, suele ir al monte o salir poco de esas cáscaras de manzanas y galpones que guardan recuerdos de las matinés y la proyección de películas en una comunidad que sembraba, criaba animales y se movía en bloque. Algunas memorias quedaron encriptadas en las paredes ruinosas.

Pero Kin ya no está solo. Hay un matrimonio que se encargó de volver a poner a Naicó en el mapa. A mediados del 2017 Jessica Pundang y su esposo Marcelo Altube (originalmente plomero y electricista) adquirieron un viejo hostal: «mirando por internet él encontró que estaba en venta el lugar, las fotos eran muy bonitas, se podía ver todo el valle. Antiguamente lo había agarrado un tornado, incendios, estaba un poco deteriorado, quedaba mucho por hacer. Estuvimos varios meses cerrados».

Jessica y Marcelo en el Hostal Naicó.

En época de clases van a Santa Rosa, al no haber escuela ni posta sanitaria en Naicó. «Está en ruinas, apenas hay luz y agua. Cuando llegamos pasaba que nos quedaba la tranquera sin candado y venía la gente y entraba, se instalaban a tomar mate, hacer asadito. Al ver todo eso nos dio la pauta de qué podíamos hacer. Dijimos ‘vamos a iniciar con actividades a ver qué pasa’», cuenta Jessica, que antes era empleada de comercio.

Una clave es la oferta gastronómica autóctona. La estrella en ese sitio –que antaño fue un lodge de caza– es el cabrito a las finas hierbas, con cabra colorada. Cordero al disco, ciervo al champignón, escabeches de jabalí, jamón crudo de cordero, de las pocas zonas del país que lo ofrece. Jessica avizora el futuro con un dilema: «si nos ampliamos demasiado perdemos nuestra atención personalizada. El turista que nos visita además de disfrutar las comidas caseras pampeanas, destaca mucho la atención y el poder hablar con nosotros, intercambiar ideas. Si nos abrimos al turismo masivo eso se pierde».

A ellos se le suma el Destacamento de la Patrulla Rural y la presencia en ascenso de la Secretaría de Turismo que busca ensalzar el valor patrimonial del conjunto de la estación de tren, el Puente Negro, el cementerio, la Virgen del Valle, en un pueblo que con los años se volvió lugar de picnic o asados de visitantes al paso.

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