La capital alemana cuenta con innumerables espacios y monumentos que se encargan de evitar que los horrores y tragedias que la tuvieron como escenario caigan en el olvido. Ejemplo de una política de Estado que hace del recuerdo un ejercicio, la ciudad es un espejo en el que la Argentina puede cotejar sus propias acciones sobre la memoria.
Como ocurre con todo aquello que pertenece al universo de la cultura humana, memoria y olvido son también conceptos políticos de signo opuesto. Mientras que la primera se basa en la acumulación de conocimientos y experiencia para proyectar a partir de ellas distintos modelos de presente y futuros potenciales, el otro se propone como la eterna posibilidad de volver a empezar sin el lastre de los errores cometidos. En la Argentina, donde el Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia se celebra todos los 24 de Marzo (ayer) para no olvidar los crímenes cometidos por la última dictadura cívico-militar, se trata de una disputa aún en curso que se mueve entre una orilla y otra según el signo del gobierno de turno.
Ante este panorama oscilante existen experiencias ajenas en las que la sociedad argentina puede encontrar un espejo útil a la hora de evaluar las propias políticas de la memoria. En ese sentido el caso de Alemania es emblemático. Ahí, pero hace 85 años, en 1933, comenzaba el ascenso del nazismo, nombre con el que se identifica al régimen encabezado por el canciller Adolf Hitler, responsable de una de las etapas más atroces de la Historia universal. Su gobierno no sólo fue responsable de dar comienzo a la Segunda Guerra Mundial y de imponer teorías pseudocientíficas a partir de las cuales se consideraba inferior a todo aquel que no encajara con determinados patrones «raciales» o de género, sino también del mayor genocidio de todos los tiempos. Desde la caída del nazismo en 1945, la sociedad alemana aprendió a convivir con sus culpas sin autoindulgencia, afrontando las consecuencias de los actos cometidos durante el período con acciones de Estado concretas.
Tras el final de la guerra la capital de Alemania, Berlín, se convirtió en el centro del universo geopolítico de la segunda mitad del siglo XX, el teatro de operaciones donde las potencias victoriosas, con Estados Unidos, Francia y el Reino Unido de un lado y la Unión Soviética del otro, se disputaron el juego de intrigas de la Guerra Fría. Sobre las heridas de la guerra se alzó entonces la cicatriz del famoso Muro de Berlín que literalmente partió en dos a la ciudad: la división entre Oriente y Occidente nunca fue más gráfica que en la Berlín de posguerra. Lejos de olvidar para empezar de cero, todas esas capas de historia se acumulan en la arquitectura de la ciudad, convirtiéndola en un territorio donde aún hoy la memoria se vive de forma activa. Tanto que una de las muchas formas en que es posible recorrer una ciudad hiperactiva como Berlín, es uniendo esa línea de puntos conformada por sus incontables espacios y monumentos dedicados a mantener vivos aquellos recuerdos penosos.
En la actualidad casi no quedan vestigios evidentes de la destrucción que la ciudad sufrió cuando fue tomada por los ejércitos aliados, ya que fue rápidamente reconstruida. Sin embargo hay un par de estructuras que fueron dejadas tal cual quedaron tras los bombardeos que cayeron sobre Berlín en 1945, sobre todo en su mitad occidental, consecuencia de la acción de las fuerzas aéreas aliadas. Una de esas construcciones es un arco que perteneció a la estación ferroviaria de Anhalter, que aún se mantiene en pie en la plaza del mismo nombre, a muy pocas cuadras del centro berlinés. Un arco de ladrillo rojo que apenas permite intuir la monumentalidad del edificio al cual perteneció, pero que hoy sólo sirve de entrada al predio vacío en el que antes se alzaba la estación. A pocas paradas de metro de la estación Anhalter Bahnhof, a la salida de la estación del jardín zoológico de la ciudad, se encuentra la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm, un templo luterano de diseño gótico del cual también apenas se conservan su entrada y su torre principal, con su cúpula cónica aún truncada por las bombas y el círculo que alguna vez ocupó la tradicional roseta, abierto y vacío como una enorme boca sin dientes.
Curiosamente la historia parece haberse empeñado en hacer que los horrores de distintas memorias confluyeran en ese espacio. Setenta años después de la guerra, el 19 de diciembre de 2016, tuvo lugar ahí mismo un atentado terrorista en el que un hombre arremetió con un camión contra la gente que visitaba una tradicional feria navideña, dejando a su paso 11 muertos y 56 heridos. Apenas un año después, hace menos de cuatro meses, el gobierno de la ciudad homenajeó a las víctimas colocando sus nombres en bronce en los escalones que rodean a la iglesia nueva, construida frente a las ruinas del viejo templo bombardeado. La instalación se completa con una serpenteante cicatriz de bronce que atraviesa la amplia vereda casi hasta el cordón, imitando el ominoso recorrido de un hilo de sangre.
Pero la guerra y las acciones del nazismo son un punto de la historia al que Berlín vuelve de manera sistemática, casi obsesiva. Dos espacios notables son el Museo Judío y la exhibición Topografía del Terror. El primero es un espacio de estética posmoderna diseñado por el prestigioso arquitecto estadounidense Daniel Libeskind, en el que se conjugan una muestra permanente que da cuenta de la persecución sufrida por los judíos durante el Tercer Reich con espacios de experimentación física. Entre ellos se cuenta un jardín de columnas de concreto que dan forma a un pequeño laberinto simétrico, levantadas sobre un piso de adoquines en desnivel que busca recrear en el visitante la experiencia de inestabilidad y pérdida vivida por los judíos durante el nazismo. Otro de sus espacios es aun más gráfico. Se trata de una galería profunda cuyo suelo se encuentra cubierto por miles de placas de hierro circulares caladas con la forma de rostros horrorizados. Al caminar sobre ellas, el visitante hace que las placas choque entre sí, produciendo un sonido estrepitoso que el eco natural del ambiente amplifica de forma brutal. Una forma eficiente de representar el acto de caminar sobre víctimas suplicantes.
Topografía del Terror es una muestra permanente que recorre el ascenso y la caída del nazismo entre 1933 y 1945. De entrada gratuita, lo significativo es que se encuentra emplazada dentro del enorme terreno en el que alguna vez se alzó el cuartel central de la Gestapo, el organismo policial desde el que Hitler burocratizó el horror. Frente al edificio de la muestra el terreno está cerrado por uno de los fragmentos más extensos del Muro que la ciudad decidió conservar; el otro es el conocido como la East Side Gallery, en el barrio de Friedrichshain, en el que se extiende por más de un kilómetro y sus placas de concreto han sido intervenidas por diferentes artistas. Aunque los restos del Muro no son muchos más que estos, sin embargo es posible tener una idea de los lugares que ocupó entre 1961 y 1989 a través de una línea de adoquines que recorre todo Berlín, marcando su trazado original. El efecto es impactante, ya que permite comprobar el modo brutal en que la ciudad fue partida al medio. Tan decidida es la forma en que Berlín ejercita su memoria, que dicha línea se continúa incluso dentro de los edificios que hoy se levantan sobre terrenos anteriormente ocupados por el Muro. Es que nadie en Berlín quiere olvidar que alguna vez fueron obligados a separarse, que alguna vez su ciudad fue demolida por las bombas y que antes que eso sus edificios públicos fueron la sede de un gobierno criminal. Un ejemplo de política de Estado que ejercita la memoria de forma permanente y activa. «
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