Beatriz Sarlo, en la Revista T

Por: Javier Borelli

En la publicación de Tiempo Argentino dedicada al turismo, la ensayista repasa los destinos que le cambiaron la vida. Se puede conseguir en todos los kioscos.

“Uno no viajaría si no fuera por los olores, los sudores y todo lo que implica la experiencia directa del viaje”, explica Beatriz Sarlo al recordar el impacto de aquella primera salida del país como estudiante universitaria en la década del ‘60.

Mientras habla con Tiempo, su memoria repasa las condiciones de trabajo de los mineros bolivianos y las interminables manifestaciones del Altiplano de las que formó parte. Situaciones que podría haber leído, pero que nunca le hubieran permitido entender lo que allí sucedía ni la hubieran marcado como hicieron.

América Latina, cuenta, era el mandato de época que se transformó en uno de los viajes más importantes de su vida. Pero Deán Funes, aquel pueblo de configuración inmigrante del norte de Córdoba adonde veraneaba con su familia hasta los 16 años, le permitió descubrir su pasión por la etnografía que abrió todo lo que vino después. “El antropólogo es un viajero –asegura Sarlo– y yo tendría que haber seguido Antropología”.

–¿Qué lugar tienen los viajes en tu biografía?

–Mi primer gran viaje fue conocer de manera muy detallada una zona de la Argentina no turística: Deán Funes, una de las zonas más pobres de Córdoba. Allí había quinteros italianos, el casero al qué íbamos a pasar tres meses todos los veranos era húngaro y por tanto había una diversidad lingüística y cultural muy fuerte. También conocí instituciones que hoy solo persisten en zonas más bien alejadas del interior como son los almacenes de ramos generales, que tenían una fuerte presencia de la técnica y tecnología agropecuaria: vendían productos relacionados con molinos de viento o bombas de agua, que son difíciles de encontrar en supermercados. Eso amplía el mundo restringido de una chica de Buenos Aires porque entra en relación con un mundo del trabajo muy diferente al de su propia familia y una diversidad social que no hubiera podido percibir de otra forma. Esos viajes fueron una parte de lo que es hoy el saber que me constituye.

–¿Ahí aparece el interés por el abordaje antropológico-etnográfico que luego desarrollaste?

–Sí. Estoy convencida de que tendría que haber seguido la carrera de Antropología pero cuando entré en la facultad en 1960 se habían modernizado todas las carreras menos esa, donde todavía se medían cráneos para ver si un pueblo era más avanzado que otro. Pero cuando reviso mi vida me doy cuenta de que contiene todas las cosas que me gusta hacer: desde una especie de crónica periodística hasta cierto tipo de estudios como La ciudad vista (su libro sobre las transformaciones de la ciudad de Buenos Aires en las últimas décadas). Y el antropólogo es un viajero.

–Cuando tuviste independencia para decidir a dónde viajar, ¿qué evaluaste?

–El primer criterio era conocer América Latina hasta donde se pudiera. Se trataba de un mandato de época de gente vagamente de izquierda, anti-imperialista y peronista. El mandato también era hacerlo desde abajo, que tiene que ver con la ideología nacional-popular que todos teníamos y también con la absoluta ausencia de dinero: éramos trabajadores muy mal pagos o estudiantes universitarios. Porque es la sociedad a la que uno piensa que pertenece a pesar de que acá en los ‘60 había una alta tasa de sindicalización, baja tasa de desempleo y alta tasa de alfabetización. Es decir, era un país bastante diferente del resto de la región. Entonces íbamos a un mundo muy diferente con la ilusión de poder comunicarnos con ese mundo.

Está nota integra el último número de la Revista T, en venta en todos los kioskos.

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