La 25ª edición del festival se realizó en medio del brutal ataque del Gobierno nacional al sector, que incluye el cierre del INCAA, las salas que dependen del instituto y los planes de fomento.
Era la oportunidad perfecta para transformarlo en un espacio, sino de resistencia, al menos de fuertes críticas a los brutales recortes del Gobierno al sector, especialmente tomando en cuenta que el BAFICI lo organiza el Gobierno de la Ciudad, de un signo político supuestamente diferente al del nacional. Pero hasta poco antes de comenzar esta edición, sus autoridades parecían convencidas de que nada de lo que toda la comunidad cinematográfica ya sabía que iba a suceder era cierto. En palabras de su director artístico, Javier Porta Fouz –que no es un improvisado, sino un periodista, crítico y programador de amplia experiencia–, los temores sobre un cierre temporal del INCAA, la anunciada quita de apoyo a festivales dependientes de Nación, el prometido cierre de los cines que dependen del instituto (incluído el Gaumont) y la suspensión de subsidios a la producción eran, palabras más palabras menos, exageraciones de una comunidad cinematográfica «kirchnerista» que no quiere perder sus privilegios.
A tal punto el BAFICI era insistente en su silencio o negación de lo que para todos era evidente, que los reclamos periodísticos o por redes sociales que se hacían reclamando algún tipo de toma de posición de la institución no sólo no fueron escuchados, sino que fueron repudiados por su máxima autoridad, quien los consideró injustos. «No creo que repetir consignas o sacarse una foto con una bandera sea la mejor forma de defender al cine argentino», se defendía Porta Fouz en un posteo a título personal, destacando que había una actividad del festival –de título genérico como «El cine argentino hoy: charla con los directores de la Competencia»– en la que esos temas saldrían a la luz. Eso, parecía decir, era suficiente. El resto lo consideraba una «operación» en su contra. El problema es que en ningún caso el BAFICI como tal salió en defensa, ni siquiera en sus propios términos y alejados de las supuestas «consignas vacías», del cine nacional ante la situación que atraviesa. A veces, criticar las formas no es otra cosa que una excusa para no hacer nada.
El repudio a sus dichos no tardó en hacerse notar en las redes. La totalidad de la comunidad cinematográfica –directores, productores, actores, periodistas, etcétera– no sólo redobló el reclamo sino que empezó a dar a conocer su creciente preocupación en la presentación de sus películas, llamando la atención de los espectadores respecto al incierto futuro del cine nacional. Y hasta los propios trabajadores de las salas dieron voz a reclamos y críticas al nuevo director del INCAA, Carlos Pirovano, y a la actitud del BAFICI de mirar para el otro lado, hacer como si nada sucediera o, como se le suele decir, «fingir demencia».
El lunes 22, promediando el festival, algo pareció cambiar. Ese día el INCAA cerró sus puertas por tiempo indeterminado para proceder a su reestructuración (léase, vaciamiento), sus empleados fueron dispensados por tiempo también indeterminado, el plan de fomento –que fue la pata fundamental de la existencia del cine nacional durante 30 años– fue dado de baja, los festivales de cine nacionales suspendidos y las salas conocidas como Espacios INCAA cerradas. El único que sobrevivió fue el Gaumont, pero sólo por unos días hasta cumplir con el compromiso contraído con el BAFICI. Era la evidencia de que todas las promesas de terminar con el INCAA realizadas en campaña por Javier Milei se hacían realidad. Y a partir de ese día, aseguran que a través de diversas presiones internas, el festival empezó a mostrarse un poco más «comprensivo» con la crisis que atraviesa el sector, intentando funcionar como «caja de resonancia» (sic) de lo que pasa en la industria y hasta promoviendo debates en las funciones.
Las presiones no fueron sólo internas sino externas también. Es que para buena parte de la comunidad cinematográfica, que el BAFICI siguiera como si nada pasara cuando el cine argentino pelea por su supervivencia sonaba por lo menos absurdo. Y hasta algunos empezaron a coquetear con la idea de boicotearlo, de intentar suspender sus actividades de un modo similar al que lo hicieron directores como Jean-Luc Godard o François Truffaut con el Festival de Cannes durante el mayo francés de 1968. Y si bien eso no sucedió acá –ni iba a suceder–, el descontento con el silencio del festival ante el vaciamiento del INCAA iba en un crescendo peligroso, forzando a su director artístico a ser algo más empático con la situación. Una empatía poco auténtica quizás, pero una que al menos cumple con el compromiso institucional de manifestar preocupación por la situación dramática que atraviesa el sector.
En el medio se proyectaron las películas, se dieron los premios y pasó una edición en la que la programación cinematográfica terminó, lamentablemente, siendo lo menos importante. Es que, más allá de una muy buena concurrencia de público, de algunas mejoras en la organización y de la suma de nuevas salas, la tozudez personal de su director adoptada como política institucional del festival terminó ensuciando uno de los pocos espacios dedicados a cuidar y exhibir el cine argentino que quedan como es el BAFICI. Su obligado cambio de marcha a mitad del evento no alcanza a cubrir el enorme daño generado por no hacer pública la solidaridad del festival con la industria o demostrar algún grado de empatía cuando era importante marcar posición y tomar distancia con las políticas del gobierno nacional. Al fingir demencia, el festival no hizo más que pegarse un tiro en los pies y terminar llamando la atención por sí mismo y no por las películas que dice defender y que, dentro de unos años, echará en falta.
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Exacta descripción de Lerer, gracias