Entre la jungla de cemento y el río, en la Reserva Ecológica pueden verse cientos de aves distintas y hallar relax en la contemplación de la naturaleza. Una mañana con el club de observadores de Costanera Sur.
“Zorzales, horneros, chimangos, teros, garzas, lechuzas. Aunque la Reserva siempre te da sorpresas”, dice Carlos Álvarez, equipado con binoculares y la cámara siempre lista. Confiesa que cuando arrancó en el gremio, seis años atrás, le costaba distinguir una paloma de una calandria: “Al de afuera por ahí le parece una pavada, pero no es tan fácil. Yo hice cursos, estudié las guías.” Álvarez ganó horas de vuelo y hoy es coordinador del club retoño de Aves Argentinas, la institución centenaria que nuclea a los dedicados observadores y protege fauna y ambientes.
Carlos es médico y anda por los 63. Se acercó a la Reserva en búsqueda de tranquilidad luego de un pico de estrés y un problema coronario que lo habían hecho aterrizar de emergencia: “Esto me dio paz y también pasión por los bichos. La actividad del avistaje combina poner el cuerpo y la formación intelectual. Hay que aprender a mirar, a escuchar, conocer las características de cada especie y también de la vegetación. Todo es un desafío. Pero me tranquiliza”. Poco después de arrancar con el avistaje, se diría que Carlos resurgió como un ave fénix.
En la Argentina existen unas mil de las aproximadamente 10 mil especies de aves que hay en el mundo. Eso significa que nuestro país es tierra y cielo fértil para el birdwatching. La selva misionera, las yungas del Noroeste, el monte chaqueño, la Puna y la Prepuna, la Pampa, el Litoral marítimo y austral, la estepa patagónica y los bosques australes son verdaderos paraísos para los aficionados.
Pero ojo, no hay que cruzar siquiera la General Paz ni salir a la ruta para disfrutar del vuelo de los pajaritos. Basta con acercarse a la Costanera Sur, la Ribera Norte o los bosques palermitanos. Álvarez detalla con precisión de censista: “En la Reserva tenemos un récord de 345 especies vistas desde su creación en 1986. El promedio anual anda por las 250. Y en el año 2014 se censaron 290”. Una auténtica bandada.
La Costanera Sur cobija especies que no se pueden ver en otras partes de la ciudad de la furia, como el pitiayumí, que revolotea haciendo gala de su plumaje azul y oro. “En cualquier salida promedio te ves entre 70 y 90 aves. Te vas empachado”, dice Carlos mientras a unos pocos pasos, un hornerito sigue su camino por un sendero que no se bifurca.
Según los que saben, la temporada ideal para disfrutar de la observación en el campo arranca en las primeras semanas de la primavera. Los pájaros empiezan a buscar ramitas para construir sus nidos. Y con los primeros calores, también empiezan los cortejos amorosos: “Son meses muy vivos en la Reserva. En invierno y en un verano tan caluroso como ahora, decae la actividad. Mi consejo es no venir los sábados: generalmente hay mucha gente y eso a veces las aleja. Si venís un día de semana, te sentás en alguno de los miradores, ponés la mente en blanco y disfrutás del canto”. Un concierto digno del no tan lejano Teatro Colón.
Pipí cucú
Cora Rimoldi cuenta que de muy chica, cuando su natal Villa Devoto era barrio-barrio, se mandaba a los baldíos y lotes vacíos para disfrutar del revoloteo de los pajaritos y las mariposas. Hace 15 años, le picó el bichito de volver a aquella pasión de la infancia: “Regresé de grande, con mi marido. Él más a través de la fotografía, y yo con los binoculares. No me interesa tanto el registro físico del bicho, sino la impresión que queda en mi memoria al verlo.”
Como la mayoría de sus colegas, Cora se formó con los libros de Samuel “Tito” Narosky, una eminencia de la ornitología sudamericana. Con más de 40 mil ejemplares vendidos, las guías de identificación de aves de la Argentina y Uruguay que escribió Narosky son best sellers a la altura de los libros de José, su hermano aforista.
En sus mil y una caminatas por la Reserva, Cora pudo avistar unas cuantas rara avis: “Esto tiene mucho de coleccionista. Entonces, hay figuritas difíciles. Con los binoculares pude ver hasta un halcón peregrino que anida en la torre del edificio ICBC. Una vez se me apareció un esparvero común, que es un ave rapaz. Pasó volando a todo trapo. Fue efímero, un instante, lo reconocí por su plumaje. En el momento, lo único que se me pasó por la cabeza fue decir: ‘Hermoso’”.
Javier González es un aplicado contador público que se encarga de registrar con precisión matemática las aves que irrumpen en la recorrida. Anda siempre con su libretita y la birome afilada a mano. El placer del avistaje lo descubrió en un viaje familiar a los Esteros del Iberá, tierra santa de la disciplina: “Yo vivo de lunes a viernes encerrado en la oficina frente a la computadora. Acá venís y a los 20 minutos ya te olvidás de todos los líos. El avistaje me enseñó el respeto absoluto por la naturaleza, su equilibro perfecto. Y también a disfrutar la belleza de los animales.” Javier frena su reflexión para apreciar la majestuosidad de un elegante gavilán mixto que hace la digestión en la copa de un árbol solitario, a pocos metros de un mirador. “Le debe gustar mostrarse. Hay bichos, como las tacuaritas y las ratonas, que son muy curiosos, se acercan y parece que quieren ver qué hacemos.”
Cachuditos, burritos, bichos feos, celestinos, anambés, cabecitas, chivís. Son algunas de las especies que se han visto o escuchado esta mañana: “Después, los datos del censo los subo a la plataforma eBird, donde se aglutinan registros de todo el planeta y hay mapas globales de distribución de las especies”, se despide el contador oficial.
Cuarentena y plumeros
Lili Rodríguez visita la Reserva desde el ’97. Dice que tiene una paciencia infinita para seguir el crecimiento de los pichones: “Los chicos me cargan y me dicen que soy como una tía buena”. Por la cuarentena, el año fue muy fulero para la amante de la naturaleza: “Me pegó el perder el contacto con las aves y no venir a caminar. Imaginate que vivo en un departamento y me la pasaba haciendo avistaje desde el balcón. Tenía tanto síndrome de abstinencia que ponía un plumero cerca para ver algo.”
El doctor Álvaro Ortiz Nareto es uno de los veteranos del grupo. Práctica el avistaje desde el lejano 1992: “Me desconecta de lo cotidiano, de la vida y la muerte que acompañan mi trabajo en estos tiempos tan duros. Lo definiría como un placer, un éxtasis, cuando uno aprecia un nido y lo empieza a seguir, ver cómo fluye la naturaleza.” Aficionado a la fotografía, el facultativo guarda en su casa la foto que pudo sacarle al mítico pájaro campana en una excursión por Brasil: “Lo encontramos en una quebrada. Se escuchaba el tum, tum, tum de su canto y nos dimos cuenta que era él. En ese momento me convertí en un niño. Como que ahí perdí la noción de quién era yo y todo se redujo al puro placer de verlo: totalmente blanco e impoluto, su pico y cuello entre celeste y fucsia. La belleza hecha realidad.”
Guardianes de un pulmón vital
El Club de Observadores de Aves de la Reserva Ecológica Costanera Sur (CoaRECS) fue fundado el 17 de mayo de 2008. En ese entonces, era crítico el estado de las lagunas de la Reserva Ecológica. La institución se ha convertido en pilar fundamental para la conservación de ese espacio verde vital para la Ciudad de Buenos Aires. Depende de Aves Argentina, institución compuesta por más de 3000 socios y con más de 100 años de vida, que protege las aves silvestres del país. Y es miembros de BirdLife International, la red de organizaciones dedicadas a la conservación de aves más grande del mundo. Antes de la pandemia, realizaban recorridas abiertas al público todos los fines de semana.
Por las limitaciones que impuso el Covid 19, sólo participan diez socios del club por salida. La Reserva se encuentra abierta al público de martes a domingo de 9 a 18 horas.
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