Columna de opinión.
¿Estamos en presencia, no sólo aquí sino en Latinoamérica, de lo que podría denominarse como un fin de ciclo progresista y del inicio de un ciclo neoconservador?
¿El resultado electoral da cuenta de la constitución de una nueva hegemonía neoliberal o, por el contrario, la actual experiencia conservadora es en realidad una tormenta pasajera que, más tarde o más temprano, habrá de caer por las propias contradicciones económicas que genera? ¿O no es exactamente ni una cosa ni la otra?
En primer lugar, creemos que concebir a la historia en términos de ciclos no es lo más adecuado. Los ciclos, como tales, tienen una lógica física o biológica; su origen, desarrollo y ocaso resultan inalterables por la acción humana, es decir, por la acción política. En ese marco, considerar que el retroceso relativo de los proyectos populares y el avance de la derecha responden a tendencias naturales emancipadas de la política no se ajusta al modo en que la historia efectivamente transcurre. En Argentina, Brasil, Venezuela y Ecuador, pero también en México (donde la izquierda puede ganar las próximas elecciones presidenciales), así como en tantas otras latitudes, lo que tenemos son escenarios en disputa, cuya configuración depende de la (cambiante) correlación de fuerzas que se establece entre las fuerzas populares y las conservadoras.
Interpretar que los procesos políticos, económicos, sociales y culturales se despliegan a partir de la evolución de ciclos desalienta la disputa de poder, dejando el campo de batalla abandonado ya que parece no ser allí, durante el desarrollo del ciclo, donde se juega la historia. Como bien dice Álvaro García Linera, cuestionando la idea de que el reciente retroceso político de las fuerzas populares en Latinoamérica sería expresión de un hipotético fin de ciclo progresista, al colocar el fin de ciclo como algo ineluctable e irreversible se busca mutilar la praxis humana como motor del propio devenir humano y fuente explicativa de la historia, arrojando a la sociedad a la impotencia de una contemplación derrotista frente a unos acontecimientos que, supuestamente, se despliegan al margen de la propia acción humana.
Una segunda interpretación del escenario actual es el que marca que estamos en presencia de una nueva hegemonía neoliberal.
Siguiendo a Gramsci y a varios autores, partimos de la idea que la hegemonía se asienta cuando, en un determinado momento histórico, un sector convierte sus ideas (hasta entonces minoritarias) en ideas asimiladas por el conjunto o la inmensa mayoría de la sociedad. Y en particular, cuando esas ideas son defendidas por el conjunto mayoritario de la dirigencia política, sindical y cultural de ese país y, obviamente, de la sociedad.
Los años 90 fueron un claro ejemplo de eso: el campo simbólico del debate político estaba circunscripto a los límites que establecía el Consenso de Washington. En ese entonces operó lo que Gramsci denominó como Transformismo, donde intelectuales, políticos (oficialistas y opositores) y dirigentes sindicales fueron, en su gran mayoría, seducidos por las ideas neoliberales; y en simultáneo otros, sin abandonar sus ideales, fueron desalentados a desafiar ese orden. Es cierto que hubo resistencia durante esa etapa, pero durante muchos años fue minoritaria.
Esa experiencia histórica de hegemonía neoliberal llegó a su fin con la implosión de esos proyectos después de largos años de maduración de sus contradicciones, y la asunción de distintos gobiernos populares, desde Chávez en Venezuela, pasando por Lula en Brasil, Néstor Kirchner en nuestro país, Evo Morales en Bolivia hasta Correa en Ecuador. Y hoy, tras una década larga de construcción y acumulación por parte de los sectores populares, las fuerzas de la restauración neoliberal parecen emprender su revancha, en miras a reeditar sus años gloriosos.
Sin embargo, la potencia actual del neoliberalismo no alcanza aún la detentada décadas atrás.
En los últimos años, en Argentina las fuerzas neoliberales han logrado construir una herramienta política con potencia electoral y sólidos vínculos con los poderes fácticos, a saber, el poder económico, el judicial y el de los medios de comunicación. Su desempeño en las recientes elecciones ha sido, en términos generales, nada desdeñable.
Pero los sectores del bloque dominante no han podido completar su obra.
Contrariamente a lo ocurrido durante los años noventa, los desembozados esfuerzos por erigir una oposición domesticada y a la medida de los intereses de los grupos dominantes por ahora han sido infructuosos. La oposición asimilada que los factores de poder pretendieron ubicar como única alternativa a la Alianza Cambiemos ha demostrado representar una parte cada vez más acotada del espectro político. Su atractivo electoral se reduce (aunque aún subsiste), y su inserción en la discusión se encuentra más acotada.
El principal desafío a los planes de domesticación de la oposición lo constituyó el liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner y el surgimiento de Unidad Ciudadana en estas elecciones.
Así, el mapa político se organizó alrededor de dos polos opuestos, que representan proyectos radicalmente diferentes: uno conservador, con eje en la estructura de Cambiemos; y el polo popular-progresista, con el kirchnerismo como eje conceptual-ideológico. El lugar de las otras opciones, cuya identidad se define sólo a partir de matices con los dos polos articuladores (y cuya acción legislativa fue, en líneas generales, funcional al oficialismo) tendió a diluirse.
Por otro lado, a pesar de los cuantiosos recursos invertidos y de la puesta a entera disposición del poderoso aparato comunicacional a tal fin, Cambiemos no ha logrado que el debate político- electoral se estructure exclusivamente en torno a los clivajes corrupción-anticorrupción, por un lado, o pasado-futuro. Buscaron presentarse como portadores de la honestidad y el porvenir, antagonizando con un adversario que representaría una etapa ominosa de engaños y despojos a la que se aspiraría no regresar.
Pero no pudieron evitar que el eje económico y las consecuencias sociales del ajuste se instalen con fuerza en la campaña.
Entonces, el discurso vinculado al ajuste fue prácticamente mayoritario en el campo opositor; y el complejo mediático no pudo someter a esa oposición (ni aún a la más condescendiente) a discutir exclusivamente en el campo simbólico que buscó instalar.
Por otro lado, desde el punto de vista de los resultados, Cambiemos no ha logrado imponerse en dos de los tres distritos electorales más importantes del país: la Provincia de Buenos Aires y Santa Fe. En particular, en la Provincia de Buenos Aires la disputa política alcanzó su máxima expresión: la ex presidenta, máxima referente opositora, enfrentando a la carta electoral más potente de Cambiemos, la Gobernadora Vidal, que sin ser candidata, se cargó la campaña al hombro.
Sin embargo, bajo la premisa nietzscheana de que no existen los hechos sino sólo las interpretaciones, procuraron instalar un clima triunfalista con el ardid del escrutinio provisorio y montaron una exhibición mediática cuyo único objetivo era sobredimensionar sus victorias y ocultar sus derrotas. Quisieron llevar de las orejas a la sociedad a un escenario ficcional. Gramsci lo decía hace casi un siglo en las Notas sobre Maquiavelo: Entre el consenso y la fuerza está la corrupción-fraude (que es característica de ciertas situaciones de ejercicio difícil de la función hegemónica, presentando demasiados peligros el empleo de la fuerza), la cual tiende a enervar y paralizar las fuerzas antagónicas atrayendo a sus dirigentes aun en forma encubierta .
La estrategia tuvo cierta eficacia, pero no la que pretendían.
Procuraron que ese clima, entre otras cosas, forzara a la Confederación General del Trabajo (CGT) a levantar la marcha prevista para el 22 de agosto en defensa de los derechos de los trabajadores. Pero la marcha ocurrió. Y fue multitudinaria.
A su vez, se confirmó que efectivamente Cristina Fernández de Kirchner ganó las elecciones en la Provincia de Buenos Aires, distrito que representa el 40% del padrón electoral del país. Esa constatación termina de delinear un escenario bastante más equilibrado en términos de relación de fuerzas que el presentado por el oficialismo los días posteriores a la elección.
Pero este diagnóstico no debería conducirnos a una subestimación de Cambiemos.
No creemos que sea una derecha moderna en términos esenciales sino, en ciertas ocasiones, en las formas. La desaparición de Santiago Maldonado y la posterior reacción del gobierno, más preocupado por encubrir las responsabilidades que por develar la verdad del caso, sumado a la represión en Plaza de Mayo horas después de la multitudinaria movilización dan cuenta que la modernidad de Cambiemos es cada día más relativa.
Pero aun siendo servidores de pasado en copa nueva, son un adversario potente.
Si bien tienen para ofrecer lo mismo que hundió a la Argentina en los noventa, su ropaje es más sofisticado.
Además del soporte de los factores permanentes de poder, cuentan con una experiencia de gobierno en la Ciudad de Buenos Aires de diez años; y a pesar de la situación en la que se encuentra la economía y del impacto que esto tiene sobre la cotidianeidad de la sociedad, ganaron las últimas elecciones en diez distritos.
Por eso creemos que tampoco tendríamos que interpretar esta experiencia neoliberal como una tormenta pasajera que está destinada necesariamente a disolverse en el corto plazo por las propias contradicciones que su proyecto económico genera.
Frente a las tormentas pasajeras la reacción lógica es resguardarse bajo techo hasta que amaine.
El efecto performativo de esta lectura también es preocupante. La subestimación de un adversario potente conlleva el riesgo de, no sólo incurrir en interpretaciones inexactas, sino también conducir a acciones equivocadas. En este caso, la acción política no queda plenamente anulada pero sí se hace menos necesaria. La idea según la cual, si hay una tormenta pasajera, lo adecuado es ponerse debajo de un toldo hasta que pase, puede convertir a esa tormenta en un diluvio extendido por muchos años.
La subestimación de un adversario potente es peligrosa porque lleva a bajar la guardia; a su vez, la sobrestimación puede generar un clima desalentador que desmovilice a los sectores que desafían las políticas de Cambiemos e invite a desensillar hasta que aclare.
Nada está dicho, resta saber los resultados de las elecciones definitivas de octubre; también los niveles de resistencia de los trabajadores y trabajadoras y sus organizaciones al ajuste que Macri postergó para después del próximo turno electoral; y centralmente, cómo se seguirá desplegando la promisoria experiencia de Unidad Ciudadana bajo el liderazgo de Cristina como eje de la oposición de cara a los próximos años.
También será definitorio la suerte de Lula en Brasil, del proceso bolivariano en Venezuela y las distintas disputas que atraviesa la región.
No estamos frente a una nueva hegemonía. Estamos en un escenario de disputa.
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