Arenga: ¿dónde está nuestro principio de crueldad?

Por: Ariel Pennisi

Un vocero que se cree celebridad cuando hasta la madre se da cuenta que parió un gil. Un supuesto intelectual con voz de pito a cargo de una Fundación pretenciosa, con nombre de faro y pensamientos oscurantistas.

Todo lo que tiende a atenuar la crueldad de la verdad, a atenuar las asperezas de lo real, tiene como consecuencia indefectible el desacreditar la más genial de las empresas, así como la más estimable de las causas…

Clément Rosset

Son patéticos. No es elegante empezar adjetivando, pero no estamos en el terreno de la elegancia, en todo caso, llegará ese momento si logramos generar las condiciones. Un presidente que grita para esconder sus titubeos y tics que lo toman mientras se ocupa de ocultar su papada. Un vocero que se cree celebridad cuando hasta la madre se da cuenta que parió un gil. Un supuesto intelectual con voz de pito a cargo de una Fundación pretenciosa, con nombre de faro y pensamientos oscurantistas. Una ministra de seguridad que se autohumilló en público cuantas veces fue necesario para conservar un poco de ese poder adictivo del que vivió toda su vida. Un ministro de justicia defensor de narcotraficantes, al que le dura la cama solar de los 90, procesado en su momento por el robo de un video en la causa AMIA…. Un procurador del tesoro que fue nazi, ministro de una Corte Suprema corrupta y militante del Opus Dei. La lista sigue, se parece más a un fárrago de prontuarios que a carreras más o menos decentes. A quienes son indiferentes, hay que pedirles que miren con atención; a quienes no les importa, decirles que les llegará el momento, si creen que no lo padecen lo van a padecer; a quienes les tienen miedo, hay que decirles que estos pequeños monstruos, pusilánimes de ayer y de hoy, no se comieron a nadie.

Claro que la caracterización lapidaria no se circunscribe a estos personajes, finalmente, menores, sino que corta transversalmente a buena parte de la sociedad y nos salpica también por izquierda. Por lo que no supimos apropiarnos de manera más consistente, por sostener gobiernos y discursos cada vez más lejanos a las necesidades populares, y, sobre todo, por cejar en la disputa por otro imaginario de lo deseable. El progresismo normativo, moralizante, con su pedagogía enclenque, la izquierda sectaria, autosatisfecha, con sus pequeños héroes y sus derrotas leídas como triunfos. Los intelectuales en busca de la explicación más críptica y más popular al mismo tiempo… quisieron la chancha y las veinte y reventaron como chanchos ante una realidad que se burla. Las militancias… los esto, las aquella… todo en plural para que la corrección nos bañe como agua bendita, seamos inclusivos hasta que duela. Un nominalismo poco exigente tanto a nivel del pensamiento como de las prácticas concretas. Buenos y buenas de toda bondad, pero, sobre todo, consignistas hasta que ya no quede nada, ni un rastro de mugre o de duda. Eso fue derrotado antes de la derrota, porque no se sostenía a nivel de la percepción.

Ahora que los votos de corrección no tienen demasiados votos en las urnas, digamos que una corrección desnuda o no es más correcta o no sirve. ¿Entonces? Habrá que buscar lo que hubo de genuino y terminó siendo comodidad y cálculo. Habrá que sacudirse la victimización para politizar nuestra propia bronca. El odio a los poderosos es sólo una de las variantes del odio de clase, del rechazo estético y del enfrentamiento ético que median entre la voluntad de dominio, el amor al poder y quienes no deseamos el poder, pero no somos tontos.        

¿A qué habríamos de temerle? Sus enunciados son grotescos, agresivos, hirientes, injustos, malaleche, etc., etc., etc. Es evidente y hay gente seria capaz de compendiar los discursos de odio y sus relaciones con políticas públicas o la ausencia de ellas, así como habrá quienes arriesguen razones y posibles consecuencias de la tan mentada crueldad del gobierno. Pero lo que debería estallarnos en la cara es una pregunta fundamental para revitalizarnos y enfrentarlos: ¿dónde está nuestro propio principio de crueldad? Nuestra búsqueda de crueldad es bien diferente a la crueldad que acusamos en este gobierno, al punto de no otorgarle siquiera la dignidad o la densidad de una verdadera ética de la crueldad. El gobierno exhibe una crueldad de mampostería, más allá de las típicas actitudes de la derecha argentina, con sus despidos y recortes. De hecho, su lenguaje oficial es demasiado poco “natural” a la gramática nacional; algo parecido a lo que decía Pasolini sobre el fascismo: lo llamaba “una ideología incrustada” que languideció con el fenómeno político que la sostenía. Al gran cineasta, poeta y ensayista italiano le preocupaba más la televisión por su capacidad de estandarizar una lengua de origen literario, como la de su país. Del mismo modo, hoy es más penetrante y preocupante la matriz digital en tanto toma cada vez más aspectos de la percepción, que el vocabulario inflamado del gobierno.     

La palabra “cruel” tiene que ver con la crudeza de la realidad. De hecho, alguna etimología vincula la crueldad a lo crudo. Contrariamente a lo que cierto pensamiento pacato atado a cálculos coyunturales vendido pomposamente como astutas estratagemas políticas, no es realista suponer flancos débiles en las propias filas para postergar acciones audaces. El realismo es la investigación sobre nuestro principio de crueldad, es decir, de qué somos o seríamos capaces para defender, alimentar o incluso relanzar una política que pudiéramos llamar “nuestra”. La crueldad es tan real, que contempla el ejercicio de un daño a quienes nos dañan. El realismo vital (cruel), a diferencia del realismo especulativo –siempre mezquino y más engañoso para con los propios que eficaz contra los adversarios– es amigo de la incertidumbre, de lo contrario, no habría audacia posible. No la incertidumbre del realismo neoliberal (ese según el cual “no hay alternativa”), que pide adaptación sin límites a trabajadores precarios y emprendedores ilusionados; sino la incertidumbre que anida en nuestro principio de crueldad impidiéndonos conocer de antemano el resultado de la contienda. Sobre todo, el realismo que nos despabila cuando nos vemos tentados a creer que hay una batalla clara entre buenos y malos.   

El gusto por la certidumbre es tan comprensible como peligroso para la vitalidad. Es el sustituto del disgusto que supone asumir lo real. Lo que se vende como cierto no puede ser real, ya que la realidad esquiva maliciosa la certidumbre cada vez que ésta pretende establecerse. Que la verdad sólo pueda experimentarse en una situación ni eterna ni universal ha de ser algo cruel. Lograr algo de armonía, temperanza, incluso estabilidad, no es imposible y sí es deseable, pero supone aprender a convivir con el permanente desplazamiento de lo real que huye de la certidumbre. Es tan saludable el trago amargo de un vínculo crudo (cruel) con lo real, como servil la esperanza de certidumbre, pagada, generalmente con credulidad y sumisión. Valga el caso del gobierno argentino, que vendió estabilidad y progreso de superpotencia sin un ápice de argumentación sensata, sino más bien, con delirios evidentes. ¡Hasta dónde seremos capaces de llegar en la negación patológica de lo real con tal de creer que por una vez habrá certidumbre! Los más crédulos, dice el filósofo de lo real, Clément Rosset, son, en el fondo, los menos capaces de creer. Los que se viven quejando porque no se puede creer en nada ni nadie son los primeros que corren detrás del menos creíble y le entregan su creencia, a veces, hasta el fanatismo. Una frase circuló tras la victoria electoral de Milei: “Del que se vayan todos al que venga cualquiera”.

Nuestra crueldad, los tiene también a ellos por blanco. Enunciados como “la gente no tiene la culpa” representan los últimos bríos de un paternalismo decadente. El pueblo es representado como una muchedumbre apichonada, entre ignorante y cobarde, un rebaño fácil de engañar por una cúpula del poder plena de instrumentos de engaño. Peligrosa imagen, casi una declaración de intenciones por parte de quienes buscan derrotar a la derecha para… ¿ser ahora ellos quienes engañen mejor? Porque si de eso se tratara, mejor esperar el momento justo, especular hasta que el sinsentido invada nuestros cálculos, mientras las internas discuten cargos y territorios. Pero no es el camino, no hay condiciones que no supongan atravesar un grado de crueldad. La confrontación nos despierta cada día con su retintín inquietante.

Propongámonos, al menos a modo de provocación un axioma a contracorriente: la gente sí tiene la culpa. La ignorancia tozuda, la delegación desprevenida, la indiferencia perezosa, la tilinguería gozosa, el resentimiento a los que se tiene cerca y la fantasía aspiracional enfocada en los que tienen casi todo y desprecian a casi todos. ¿Alguien puede negar que se trata de rasgos que cortan transversalmente a nuestro pueblo? Por otro lado, no hacerse cargo de los asuntos comunes, aunque sea con los mecanismos débiles con los que se cuenta, o quién dice, esforzándose en la imaginación, se paga caro. Cada vez el deterioro resulta más difícil de remontar y cada vez decidimos colectivamente menos asuntos que conciernen a nuestras vidas, a las condiciones mismas de nuestros deseos.

Por eso no hay tiempo para victimizarse, por eso una vez caracterizada la crueldad de quienes gobiernan, un odio discursivo que, ejercido desde el Estado es inaceptable e imperdonable, no es menester detenerse en simposios ni grandes explicaciones. Es momento de retomar el deseo de vivir en común y de vivir mejor desde nuestra propia crueldad, es decir, desde nuestra relación más cruda con la realidad y sus posibles. Con una condición: eso que llamamos “lo posible” no puede calcarse de lo que está dado, es decir, ni de una supuesta relación de fuerza decidida por el líder de turno, ni de una sumatoria de actores o hechos representables de antemano. Los posibles, siempre situados, entrañan el riesgo de toda acción incierta, mientras que lo incierto nos permite un contacto más vivo con la realidad. Las amigas feministas construyeron desde la desobediencia, los movimientos ambientalistas acumulan luchas cuerpo a cuerpo ahí donde las “relaciones de fuerza” no alcanzaban, las trabajadoras y trabajadores que combaten establecen límites concretos, pero también hay toda una política vital reticular, desde redes solidarias de todos los colores hasta la pillería barrial, que no se dejan representar.  

¿No hay un derecho a la crueldad que deberíamos reclamar como propio frente a quienes nos desprecian tan frontalmente, quienes nos insultan y pretenden la humillación como nuestro último destino? Es cierto que podríamos no darnos por aludidos. Es cierto que la precariedad de sus enunciados, la obviedad de sus técnicas e incluso la vergüenza ajena que despierta el infantilismo del gobierno no merecen respuestas solemnes ni mucho menos acongojadas de parte nuestra. Pero juegan con fuego cuando se meten con nuestros desaparecidos, cuando apuestan a una policía más ideologizada, cuando golpean a los jubilados y desfinancian nuestras universidades, mientras, para colmo, acompañan tales acciones con acusaciones falsas y discursos impertinentes. ¿Cabe esperar el estropicio de un gobierno que gana aliados sin escrúpulos a la misma velocidad que riega su propio terreno de rencores y enemistades al asecho? No. Si juegan con fuego es porque hay fuego en nosotros y si esperamos demasiado seremos nosotros mismos quienes jugaremos con la extinción de ese fuego.

¿Qué significaría “no esperar”? Cuando un tal General Perón dijo, entre tantas líneas que forman parte de la fraseología nacional, “Al enemigo ni justicia”, queremos creer que no se refería a la eliminación de uno de los poderes fundamentales de una república, sino que pretendía un realismo cruel… Lo reinterpretamos desde fuera del realismo peronista: como el enemigo mata, exilia, corrompe y, para colmo, cual escorpión, no puede escapar a su naturaleza que, una y otra vez se impone en medio de la laguna, lo más realista sería la impiedad. ¿Alguien tiene dudas de que los sectores aun vivos que apoyaron a la dictadura genocida o aquellos que se sienten orgullosos continuadores (por ahora, retóricos y económicos), serían capaces de todo el daño que les permitiéramos? No es una especulación, cada vez que pudieron lo hicieron.                

Comencemos por perderles el miedo para perderles todo respeto. Sus propios problemas rampantes con la sexualidad, sus deseos antes inconfesos de poder estatal, policial y económico, todo lo que pensaron que podían, pero no los dejaban, hoy sale a la luz, no precisamente desde dentro de un faro iluminista, sino entre la maleza de algoritmos y viejos métodos comunicativos, entre el conservadurismo más rancio y el mandato más actual de puro funcionamiento, a costa de la vida. Es todo lo que tienen. ¿Y saben qué? No es gran cosa. Qué nos llamen “zurdos” y nos digan desde lugares de poder y riqueza “los vamos a ir a buscar”, no debería atormentarnos. Porque fuimos quienes los buscamos primero, los expusimos ante la sociedad y logramos un camino de verdad y justicia que queda abierto. Lo hicimos como entramado social, contra los responsables de una dictadura que este gobierno venera. Y si es necesario, lo vamos a hacer con cada uno de estos bocones que, por cierto, no le llegan ni a los tobillos a los dinosaurios de entonces. Los perros clonados también van a desaparecer.

El autor es ensayista, investigador y docente (UNPAZ, UNA, IIGG-UBA), codirector de Red Editorial (junto a Rubén Mira), integrante del IEF CTA A y del IPyPP, autor de Nuevas instituciones (del común), Globalización. Sacralización del mercado, Papa Negra; coautor de La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco) -con Miguel Benasayag-, Del contrapoder a la complejidad -con Miguel Benasayag y Raúl Zibechi-, El anarca (filosofía y política en Max Stirner) -con Adrièan Cangi-, entre otros.

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