De la mano de tres personajes, El Claun (Alberto Olmedo). El Campeón (Carlos Monzón) y El Langa (Facha Martel), el autor narra en tono de novela lo sucedido durante esa particular temporada estival en Mar del Plata y retrata el fin de una época en la Argentina.
Y en esa promiscuidad del sentido, se había creado lo que Kantor llamaba la materia prima de la actuación, la zona en que no se sabe lo cierto y lo fingido, donde todo es verdad y todo falso.
Alberto Ure
El Claun repartía dinero a lo loco; tal vez como un conjuro contra la posibilidad de volver a tener otra vez frío.
El Campeón no quería trabajar hombreando vacas en un frigorífico. Nunca más vender diarios, ni changuear por ahí, por dos pesos, en lo que fuera.
El Langa, la silenciosa pata que enhebró en secreto los hilos de la tragedia, no quería andar vendiendo camisas o joyas toda la vida.
¿Qué sombra espesa los reunió, los llevó de la mano, les empujó los pasos en aquel siniestro verano del ochenta y ocho?
Aún hoy, treinta años después, parece que han perdido la forma humana y persisten como leyendas, en los bares, un poco afantasmados entre la gente.
Los tres habían salido del hondo bajo fondo. Subieron más alto que la noche.
Ahí llega El Claun.
Todavía se escucha el último aliento de la ovación que acompañó su salida de escena y ya lo traen, casi en andas, dos coristas del elenco, en el aire, una de cada brazo.
En tanguita y con las tetas destellando en un corpiño de hojalata lo bajan, por las escaleras, en busca de su camarín.
Llega con una gorra que le baila en la cabeza y el traje raído de un militar en desgracia: el disfraz de un dictador en apuros, olvidado del mundo.
Bien mirado, los oropeles y medallas que lo coronan resultan chapitas de gaseosas o monedas en desuso. Y la banda presidencial del Dictador de Costa Pobre, de cerca, no es más que una de esas tiras impresas en brillantina que se colocan en las coronas de los velorios. Tus amigos, que no te olvidarán, reza la leyenda fúnebre que le atraviesa el pecho.
Tiene una inquietud encima que, en los otros, produce risa. Sonríe El Claun, y muerde levemente su labio inferior y levanta los ojos al cielo.
Abre la puerta del camarín, su refugio en esta noche interminable de tres funciones en continuado y se tira, como si se arrojara a una piscina, como si fuera el rincón de un ring de boxeo, en un sillón colorado. Tiene quince minutos de descanso hasta la escena que viene.
No sabés lo que era el Barrio Pichincha, en Rosario, cuando yo nací, decía El Claun. El Barrio Pichincha, decía, y se recostaba en el sillón. El Claun creció escuchando a los mayores que relataban leyendas del lugar, en los bares de estaño y billar al fondo.
Todavía no salí de la sorpresa, decía.
Para ese jovencito, a los trece o catorce años, fue un impacto tremendo enterarse de secretos del burdel de Madame Safó, el burdel de la leyenda, que funcionaba a tres cuadras de la casa de su infancia.
Lo cerraron el año de mi nacimiento, decía El Claun.Fue un lugar de la ciudad que entró en la historia, la flor más rantifusa del Barrio Pichincha de Rosario, el territorio prostibulario de la ciudad.
En el centro de su burdel, Madame Safó llegó a colocar una calesita pecaminosa. Una puesta en escena. El carrousel giraba lento en la noche alrededor de las mesas donde conversaban los varones más poderosos de la ciudad. En esa calesita, subidas a caballos de madera de colores rabiosos, las luces recortaban a las muchachas. Se iluminaban nalgas en encajes negros, el tenue canal de sus espaldas, en autitos con faroles rojos se sentaban chicas de cabello plateado y muslos de adioses y de imposibles.
Chicas que habían traído a punta de falsas promesas de Rusia o de Polonia. Unas pobres pibas explotadas. Las hacían girar, en la calesita, una y otra vez: altas tetas, ojos grises y piernas interminables.
Ahora, El Claun se saca la ropa de dictador en decadencia. Busca, en un alambre del que cuelgan las perchas con los disfraces de esa noche, un mantón blanco, una peluca, una vincha, y se coloca unos anteojos sin vidrio.
Por los altavoces, en la trastienda, se escucha su nombre. Es el primer llamado: le anuncian que se prepare para salir a escena otra vez. El Claun parece no escuchar. Tiene un pie sobre una silla y está arropado con la pilcha socarrona de un curandero de barrio. Debajo de la manga izquierda se le escapa un Rolex de varios miles de dólares.
La palangana roja contra la tarde. De eso me acuerdo, decía El Claun. El agua de una palangana roja arrojada en el patio contra la última luz de la tarde. La Negra Jara trabajaba en dos piezas sin revocar frente a mi casa.
Hombres cansados, con sus bicicletas o pequeñas motos, paraban frente a la casa y hacían fila, a la ida o a la vuelta de la obra en construcción, antes o después de la estiba en el puerto. Los tipos se tomaban un respiro. Sale del recuerdo por un instante porque lo vuelven a llamar, le golpean con premura la puerta del camarín, pero vuelve.
El Claun, que tiene 55 años de ansiedad, parece empecinado en contar.
Ella arrojaba la palangana con agua donde se lavaba las nalgas y la entrepierna, donde se sacudían la pija los hombres grises. En el patio la arrojaba. Y con los ojos, sin palabras, la Negra Jara decía: A ver quién sigue.
Los trataba no como a uno más, sino como a uno menos. Al mismo tiempo, ahí enfrente, como si nada, nosotros, los pibes del barrio, jugábamos al fútbol en la calle de tierra.
El Naranja, el hijo mayor de la Negra Jara, estaba con nosotros. Por la panza, por el ombligo hacia afuera le decíamos El Naranja. Como a veces se distraía y entraba como en una bruma, El Naranja iba casi siempre al arco.
Golpean la puerta del camarín, con más urgencia.
Una voz, afuera, le grita: Vamos, Vamos, como a cualquier principiante y, ahora sí, no hay más tiempo. El Claun tiene que volver al ruedo. Sin él, lo que sucede en el escenario se vuelve de telgopor.
Entra un asistente que le acomoda la ropa, le ajusta la peluca y su cuerpo se enerva con un par de gestos: El Claun ya está gritando en un portuñol trucho, de averías, y ahí marcha, en otro viaje.
Cerca de la medianoche de un sábado de enero, de la primera quincena de enero, con la temporada en su máximo punto de ensoñación. Es un corredor del infierno la trastienda del teatro de revistas más convocante de La Feliz.
Una tensión en la nuca mientras el Renault 19, gris metálico, corta el calor agobiante en la ruta provincial Uno. En las cercanías del Paraje Los Cerrillos, el paisaje de su infancia.
Por aquí anduvo, con la primera escopeta al hombro a los once o doce años, con sus hermanos, cazando para comer.
Lo han dejado salir por unas horas.En un rato tendrá que registrarse y volver, otra vez, a la cárcel de Las Flores. El Campeón conduce contra el tiempo que le queda.
A pesar del sopor del vino tinto, y la siesta que no fue, acelera, a fondo, hasta 140 kilómetros por hora.
Toda la trama de su vida es una tensión sorda que late, comprimida, al fondo, entre la nuca y la espalda.
La suya es una voz ronca ahora, estragada por el cigarro tumbero y el alcohol desde siempre. Aferrado al volante, un dolor bien antiguo resiste, adherido al espinazo. Acelera en la recta interminable y los músculos, encima de las cervicales, que no aflojan nunca.
A los 52 no hay, en la tarde final, significados del pasado que ardan. Ni siquiera La Rubia, tirada al costado de la pileta, asesinada, muerta en sus brazos antes de la caída simulada que no creyó nunca nadie.
El Campeón cree que todo lo está pagando con sus mejores años entre rejas, a oscuras, encuadernando libros viejos, en el culo del mundo.
Del asfalto parecen surgir unos bramidos de luz, como volutas de humo, del calor agobiante. Lo que lo inquieta, ahora, es otra cosa cuando se avecina su libertad definitiva. Cuando ya falta poco, nada más que siete meses para tener un camino, otra vez, por delante, y no estos fines de semana de ocasión.
Entonces deberá enfrentar, por fin, a su hijo. Los ojos del niño parecidos, carajo, a los ojos de La Rubia. La mirada de su hijo, ya crecido, más que la sentencia que nunca aceptó en voz alta, más que los siete años de cárcel, parece que sigue nombrándolo culpable.
Acelera sobre el pavimento caliente.
Acelera. Viene de un pechito de cerdo a las brasas y una botella y media de un tinto demasiado áspero para la carne asada. Viene de un último chapuzón en el Río San Javier. Busca en la radio LT9, porque es domingo, y quiere escuchar un rato a Unión de Santa Fe.
El Campeón no sabe del receso futbolístico, no sabe de la fecha suspendida.Lo único que lo pone cabrero es que no aparece la voz del relator. Suena en el dial por un instante LaYumba, de don Osvaldo Pugliese, y la deja pasar.
Se empecina. Baja la vista. El pavimento se desliza bajo sus pies. Tiembla bajo sus pies. Se vuelve de agua.
Hay un vértigo, un deslizamiento en zigzag que revienta los amortiguadores y todo se llena de polvo.
Mientras derrapa, el auto descontrolado roza contra la corteza de un lapacho al costado del camino.
Aparece entonces una avalancha de imágenes que se atraviesan en un pecho que cabalga a un ritmo desconocido: postales de mujeres que reverberan colgadas de su hombro, todas muy deseadas, y restos de batallas, ganadas por muerte, que replicaron en el mundo.
Flashes y más flashes.
Algunos brindis, la luz de un fotógrafo que apunta, el brillo de un Mercedes Benz saliendo de un garaje en París, unos tiros y una daga que se impone en los primeros días de Santa Fe.
El auto vuela por el aire mientras avanza por un instante ínfimo, en la memoria de El Campeón, la corrida por el balcón, los golpes, el cuello deteriorado de La Rubia; el chasquido de los cerrojos, cerrándose a su paso, en la cárcel.
Nocauts, la mano en alto, algún papel con merca, borracheras, perdices en la mira. A los tumbos, el Renault 19 que se astilla y vuela por el aire.
A siete meses, nada más, de la libertad final.
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