Columna de opinión.
Rofolfo Walsh es un prócer del periodismo argentino. Riguroso con los datos y exquisito con la prosa, no fue moderado ni neutral. Escribió y actuó desde las tripas, con plena conciencia política y compromiso social. Walsh fue de los mejores, pero no el único ni el primero que asoció sus convicciones al violento oficio de escribir. Los periodistas argentinos celebramos nuestro día en homenaje a la creación de un house organ: Mariano Moreno fundó La Gaceta para promocionar la independencia patria y atacar a los enemigos de la revolución. El periodismo militante puro y duro escribió las primeras páginas de la historia nacional.
Los tiempos son otros, está claro, pero el país mantiene intacta su grieta fundacional: el poder económico, político, judicial es ejercido por elites que concentran beneficios a expensas de las mayorías populares ¿Se puede ejercer una contemplación asceta de esa persistente injusticia? ¿A cuánto queda la neutralidad analítica del cinismo funcional?
El interrogante aplica a todo lo que llamamos «actualidad». ¿Es posible opinar con moderación sobre el avance neonazi en la principal potencia del planeta? ¿Es un acto opositor pedir la aparición con vida de Santiago Maldonado? ¿Se debe explicar o condenar la violencia de género, que en Argentina mata a una mujer por día?
Fundado e impulsado por un grupo de mujeres periodistas, el colectivo #NiUnaMenos es un formidable ejemplo de que periodismo y activismo no son incompatibles. El asunto se vuelve más complejo, es cierto, cuando el activismo tiene rasgos partidarios ¿Es posible ejercer una mirada crítica de la realidad desde el prejuicio ideológico? Como dicen en el gobierno mimado de la corporación mediática: sí, se puede.
De hecho, los periodistas de la derecha (neoliberal o conservadora) reclaman ajustes salvajes, promocionan negocios financieros y protegen negociados privados sin pudores. Lo curioso es que esos mismos comunicadores sean los primeros que levantan el dedo para juzgar a colegas que defienden ideas opuestas. Así estamos.
Luego de una década de sublimación de lo estatal donde se hizo buen y mal uso de los medios públicos, entre los periodistas se expande el «emprendedorismo». La tendencia es propia de una época que propicia el sálvese quien pueda. Es una moda peligrosa. Cada vez más pauperizados, muchos trabajadores de prensa empiezan a considerar naturales los comportamientos que pervirtieron a las empresas periodísticas: el tráfico de operaciones políticas, los chivos comerciales, el toma y daca con el poder a cambio de recursos económicos. Lógico: humanos al fin, la necesidad de supervivencia nos hace vulnerables.
La combinación de convicciones y buenas prácticas profesionales como enseñó Walsh pueden funcionar como antídoto contra la vulnerabilidad económica. Pero es inocuo frente a la vulgaridad.
En la era Intratables, el público quiere sangre. Y la quiere ya. ¿Cuántas veces esa sed se sacia con chicanas, falsedades y engaños? Tantas que hasta se inventó una nueva categoría de época: la posverdad.
Así las cosas, antes que la moderación, los periodistas debiéramos recuperar un principio rector del oficio: el apego a los hechos. A partir de ahí, el tono se apaciguará solo. No hace falta gritar cuando se dice la verdad.
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