Andrés Rivera, la muerte del último solitario

Por: Mónica López Ocón

El adiós del escritor junto con el de su colega Alberto Laiseca marcó la anteúltima semana del año con el crespón negro.

En el mediodía del viernes, a los 88 años, en la ciudad de Córdoba murió uno de los mayores escritores de la literatura argentina, Andrés Rivera. La afirmación no es una fórmula retórica de las que se usan en estos casos. Desde la austeridad de su prosa despojada y áspera construyó una obra insoslayable, un mundo.

Si bien escribió muchos cuentos («Sol de sábado», «Cita», «Ajuste de cuentas», «Mitteleuropa», «Cría de asesinos», «Por la espalda», «Estaqueados»), fueron sus novelas –aunque por su brevedad sería más correcto decir sus nouvelles– las que más se recuerdan. Sobre todo aquellas en que como El farmer, La revolución es un sueño eterno o Ese Manco Paz, les dio voz a personajes fundamentales de la historia argentina.

Sin embargo, nunca se consideró un escritor de novelas históricas. Por el contrario, siempre sostuvo que simplemente se trataba de novelas cuyos personajes estaban tomados de la historia, pero que no había una “novelización” del pasado. Su observación era tan aguda como acertada porque “novelar” –un verbo en realidad detestable– consiste en tomar un material ya dado y pasarlo por el formato de la novela. No es esto lo que hacía Rivera. Si con algún género es posible emparentarlo es más bien con el teatro, en la medida en que a través de la escritura “encarnaba” un personaje histórico, lo hacía existir frente al lector, lo construía a la vista de todos. No es casual que varios de sus textos hayan sido llevados al teatro. La revolución es un sueño eterno tuvo una versión de Raúl Serrano o El farmer y El amigo Baudelaire en el Sportivo Teatral de Ricardo Bartís.

En una entrevista que le hicieron con motivo del estreno teatral de su novela La sierva, afirmó enérgicamente: «No soy un escritor histórico, es lo mismo que pensar que Shakespeare lo es [aquí no se compara con Shakespeare, está citando sin decirlo una frase de Raymond Chandler]. He tomado dos o tres protagonistas de la historia: Juan José Castelli (La revolución es un sueño eterno), Juan Manuel de Rosas (El Farmer) o José María Paz (Ese manco Paz) porque ellos operaron en mí eso que se llama ‘impulso intelectual’ y que llevó a Faulkner a decir que ‘se hace necesario escribir, así haya que matar a la madre'». Lo repitió en otra entrevista en el diario Clarín: “Quiero poner en claro que la ficción no admite la novela histórica, ella puede aceptar personajes de la historia con nombre y apellido, pero no admite la transcripción fiel de la historia”. Con el correr del tiempo, además, se volvió cada vez más sintético, al punto de que alguno de sus últimos textos tenían casi la forma de una pieza teatral.
Es una tentación decir que su verdadero nombre era Marcos Ribak, aunque el criterio de “verdadero” es cuestionable porque lo cierto es que se lo conoce y reconoce por su escritura y no por su documento de identidad.

A diferencia de lo que pasó con otros escritores, Rivera parece no haber tenido imitadores de su estilo, ese pecado de juventud tan común y que en general, cuando no es estafa, suele ser un escalón difícil de evitar en la búsqueda de una voz propia. Su influencia se hizo sentir quizá de un modo más complejo y menos obvio. Lo cierto es que su lectura fue insoslayable en la formación de todo escritor argentino.

Nació el 12 de diciembre de 1928 en el Hospital Durand, en el barrio de Caballito. Además de ser escritor fue obrero, sindicalista y militante del Partido Comunista. Publicó más de 30 libros, el último en 2011, momento en que consideró que su producción era ya demasiada o su cansancio, excesivo. Siempre se mantuvo alejado de los resplandores del marketing literario. No es que no concediera entrevistas o se mantuviera oculto, pero nunca se convirtió en opinador profesional ni claudicó jamás en sus propios criterios a la hora de escribir. Nunca le interesó ser un escritor “vendible”.

Su gesto adusto solía actuar como una barrera antiperiodistas, pero si se lograba juntar el coraje necesario para pedirle una entrevista, solía acceder y mostrarse amable, aunque nunca condescendió a un gesto de seducción que lo hiciera aparecer edulcorado. Si acaso hubiera que definirlo con una palabra, la más acertada sería “solitario”. No integró camarillas literarias ni cedió al brillo de la figuración. Lo que tuvo para decir prefirió volcarlo en su literatura. Respecto de la figuración prefirió mantener una actitud de exiliado voluntario.

La escritora Fernanda García Lao dijo ante su muerte: «Sabemos que somos mortales, por eso escribimos: para trascender la claustrofobia del presente. Por eso leemos. No me gusta llorar a los autores. Prefiero el ejercicio de mantenerlos vivos con el acto de la lectura. Andrés Rivera se mantiene intacto, no solo en su obra, sino en la coherencia de su militancia poética: ‘Nací en un hogar obrero. Mi padre, que era dirigente sindical, necesitaba leer, necesitaba saber. Por esa época, se reunían en mi casa otros hombres como mi padre. Bajaban de los andamios, salían de los talleres metalúrgicos, emergían de los talleres de sastres y allí estaban. Tenían pocos escritores para citar, pero los citaban, necesitaban ese mundo abstracto de la letra para afirmarse. No hubo alternativa para mí. En un momento abrí un cuaderno y empecé a escribir'». «

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