Columna de opinión.
Juana, nacida y criada en un hogar proletario, pertenecía a «La Clase Obrera» como quien pertenece a una aristocracia combativa, un espacio para hacer algo con el resentimiento. Cuando vino «al centro», como ella le decía entonando llena de pompas esa imagen, se encontró con los jóvenes poetas comunistas del grupo Pan Duro, al que perteneció y no, en el que estuvo para poder irse definitivamente de lo que no esperaba. Prefería la sobremesa a la doctrina, del cafetín le gustaba el vino blanco, no la pedagogía de lo que hay que hacer. La ciudad era el centro y volver a vivir a Buenos Aires era volver al centro. Descreía con desprecio arltiano de las mutaciones de culturas periféricas, clasemedieras, hacendadas o barriales. Para ella también la ciudad y su vuelta era ese travelling cosmopolita y aldeano con que Arlt describe a la avenida Corrientes. Una feria de las naciones. Una feria de las clases. Poesía ideológica más que poesía política: ninguna urgencia ni panfleto más que el subrayado irónico de la cultura que se tenía encima. Su vida fue viajar al centro mientras veía de reojo a los que viajaban del centro a la periferia para hacer «la experiencia de clase».
¿Cuál es la lucha de alguien que escribe estos versos en medio de los años sesenta, en el pináculo de una época hacia las promesas?: «Hace unos días he decido luchar / y la sola idea de la lucha / me ha producido un cansancio tan infinito / que hasta mis mejores amigos guardan una distancia / respetuosa». Todos tenemos nuestra lucha, que se pierde o se abandona y se vuelve a generar. La lucha puede juntarse con otras luchas y volverse social, pero puede también quedar rezagada a la locura. También puede integrarse a una teoría agria con respecto a las multitudes y un amor letal por la amistad como ese espacio cerrado en el corazón de la ciudad, que junta a personas afines capaces de revolearse vituperios o brindar riendo sólo para fraguar una y otra vez lo ingobernable de las personas ante las totalidades. Juana Bignozzi pertenecía a este grupo y fue quien escribió esos versos.
El centro era específicamente una porción exacta de la ciudad: la avenida Corrientes entre Callao y Cerrito. Siempre estaba ahí su corazón, que estaba también un poco del otro lado del arroyo Maldonado, en la calle Bach del barrio de Saavedra, en la imagen de su familia anarquista y culta, de donde venía. No dejó de ser esto durante toda su vida. Su fuerza ácrata se sinceraba en el odio de clase y en el amor por el chusmerío que volvía más brillantes a los que tenían la suerte de no caer en sus anécdotas mundanas, contadas como si fuera una jacobina munida de una guillotina retórica. Hay que decir que siempre tuvo amigos y amigas jóvenes, dispuestos a compartir la eternidad de la juventud en el tono, en la sensibilidad. Pasaban los años y su inocencia estaba a la altura de su desmesura. Estas dos líneas se expresaban en su poesía y la abrazaban a nuevos lectores que la descubrían.
Uno de sus últimos poemas rememora los almuerzos en los que su abuela «hablaba de Vasena», de la semana trágica, del mito trágico de los trabajadores que avanzaban por la ciudad hacia el centro, aquella vez desde Balvanera, con la cabeza hecha un tifón. Esos muertos entonces reaparecen y son una de sus leyendas. Fue ese uno de los primeros crímenes de masas de esta ciudad moderna y un momento legendario, el lugar donde volver en la sobremesa. Recordarla al calor de la marcha de los trabajadores salariales y post-salariales implica imprimir una imagen más. ¿Estaría Juana también en el desconcierto de ese desfile? Como hubiera pensado ella: si estaba la CGT estaba ella. La Clase está donde están los que pueden «parar» el país. Juana murió repentinamente porque, como dijo ella, «la ideología es una forma de eternidad». «
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