Investigadores de esa filosofía política alertan sobre el peligro de hacer una lectura anacrónica de prácticas de un siglo atrás.
Fue una semana negra para el anarquismo local. Dos hechos –el fallido ataque con explosivos en el mausoleo del represor coronel Ramón Falcón en la Recoleta y un episodio similar en la casa del juez Bonadio–, tres allanamientos, una docena de detenidos y una palabra, «anarquía», que irrumpió como el mal mayor de la seguridad nacional en los verborrágicos discursos oficiales y en la sensacionalista cobertura mediática.
El anarquismo se convirtió en ese nuevo viejo enemigo público que calza como guante en la mano dura que impulsa Cambiemos. Violentos, bárbaros, antisistema, terroristas. «Todos anarquistas», precisó la ministra Bullrich ante los micrófonos. Pero, ¿qué es ser anarquista en el siglo XXI?
En su libro Cabezas de tormenta (2004), el sociólogo Christian Ferrer explica que la palabra «‘anarquista’ suena hoy menos tremebunda que extraña, como si se mencionara a un animal que no ha sido avistado en décadas, y que en otras épocas fuera cazado en abundancia y sometido a continuas batidas policiales».
El escritor y periodista Osvaldo Baigorria explica a Tiempo que «en la historia existieron muchas formas de ser anarquista. Pacifistas, expropiadores, partidarios de la propaganda por acción directa y partidarios de la no violencia, individualistas que sólo desean vivir libres de la sujeción a toda organización social, cooperativistas y comunitarios que defienden la pequeña propiedad artesanal y agraria en forma asociativa, ecologistas que buscan leyes de protección del medio ambiente, activistas que defienden las libertades civiles y creen en una progresiva libertarización del poder político. El espectro es amplio. En algún momento, hasta Borges se definió como anarquista».
Bellucci rescata otra idea de Ferrer: «Dice que en cada rincón del mundo, por más pequeño que sea, siempre te vas a encontrar con un anarquista. Fueron pocos, para la revolución cultural, política y de las ideas que produjeron. Por ejemplo, las anarquistas de principios del siglo XX anticiparon el gran lema de los feminismos de los ’60, ‘lo personal es político’, al cuestionar el mundo de lo privado, de los afectos y la sexualidad».
«La figura del anarquista ‘tirabombas’ de finales del siglo XIX y principios del XX es claramente un anacronismo. Y peligroso. Si lo que se quiere es combatir al Estado, termina favoreciendo y reforzando el aumento de la represión y el control estatal», explica Baigorria. «Las corrientes que siguen la tradición ácrata de la abolición o destrucción del Estado hoy quedaron completamente desactualizadas, al mantener una idea de cómo era el Estado en el siglo XIX, cuando hoy vemos que el Estado es o podría y debería ser garante de educación, salud pública y un bienestar social amenazado en todo el mundo por un poder financiero y corporativo internacional. O sea, que hay algo más poderoso que el viejo Estado monárquico y absolutista del pasado».
De cara al G20 porteño y observando experiencias en otros países donde actuó el llamado Black Bloc en los márgenes de las marchas, Baigorria cree que algunos de estos grupos son fácilmente infiltrables y manipulables para que realicen acciones violentas que justifiquen la represión, el control y el aumento del miedo en las poblaciones. «Al tirar molotovs, piedras o salir a romper todo en las manifestaciones –y no sólo son anarquistas los que hacen esto–, terminan provocando la reacción policial que disuelve las concentraciones, aumenta el miedo a participar y destruye toda posibilidad de protesta pacífica». «
Pedagogía libertaria y educación popular
Luego de un primer allanamiento en un caserón de San Cristóbal, los escuadrones especiales de la Policía irrumpieron en el Ateneo Anarquista de Constitución, de la calle Brasil 1551. Se fueron con las manos vacías. No tomaron ni un solo libro de la generosa biblioteca. Mucho menos del archivo de publicaciones libertarias más importante del país. Ese mismo local fue sede de la histórica Federación Libertaria Argentina (FLA). En 2011, la FLA tuvo que mudarse a la fuerza a otro local. Comparte espacio con la Escuela Libre de Constitución, un bachillerato de educación popular autogestionado en el que estudiantes y docentes discuten el programa en asamblea. El «Bachi» recupera los principios de la pedagogía libertaria. Tiene 25 estudiantes y unos 20 docentes. No recibe subsidio alguno: el emprendimiento se autofinancia y los docentes eligen no cobrar un sueldo.
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