La colombiana Margarita García Robayo y la ecuatoriana Powerpaola le dan forma a una historia en la que, como en las películas de Lucrecia Martel, las tensiones tienden a implotar.
Se trata de un relato largo, al que un siglo atrás se podría haber definido como una nouvelle, ambientado en un entorno semirural en el que campo, selva y urbe también se intersecan, creando un espacio híbrido en el que conviven Ana y Yoli. Aunque el verbo convivir quizás le quede grande a ese simple habitar el mismo territorio, pero en planos muy distintos e igualmente intocables.
Ana es la hija de un hacendado, una chica de clase alta que se viste con ropa comprada en Miami y maneja el auto de papá. Yoli en cambio es la hija del capataz de la finca del padre de Ana, criada en un ambiente rústico donde la educación es un lujo. De chicas, Ana y Yoli jugaban juntas. Una de ellas sentía que eran las mejores amigas. La otra era consciente de todo lo que las separaba. Por eso no es raro que en la adolescencia dejaran de hablarse y se miraran de lejos cuando se cruzaban en el pueblo.
Como los caminos de Ana y Yoli, los de García Robayo y Powerpaola también se desarrollaron en paralelo y a la distancia, en países vecinos. Una convirtiéndose en escritora mientras la otra progresaba en el dibujo. Sin embargo, como eventualmente ocurrirá con las protagonistas de Alegría, hay un punto preciso en el que sus trayectorias chocaron de frente. Ese punto es Buenos Aires.
Ambas se radicaron en la ciudad hace años y realizaron una buena parte de sus obras en territorio porteño. Dos extranjeras en tierra extraña que decidieron colaborar en un libro que, de algún modo, las mantiene en contacto con sus patrias, dos de los trece países del mundo partidos al medio por la circunferencia del Ecuador.
Justamente, las características ecuatoriales también se encuentran presentes en este relato de atmósfera densa y pegajosa, por momentos irrespirable, recorrido por una amenaza de violencia contenida siempre a punto de liberarse. Alegría está atravesada de mitos populares y de leyendas urbanas, cuyos fantasmas cubren como una sábana algunas realidades que todos los personajes se niegan a ver, aunque las sientan con el cuerpo.
Hasta que una noche, un hecho particular (que no conviene revelar) hace que todos esos telones caigan, revelando las realidades ocultas, aunque las protagonistas tarden años en darse cuenta qué fue lo que se liberó aquella vez. De alguna forma, Ana, Yoli y el pueblo entero funcionan como metáfora de una sociedad cuyas capas también se trenzan, pero sin terminar de tocarse realmente.
Hay mucho de cinematográfico en Alegría y los dibujos de Powerpaola, en los que abundan los contrastes, acentúan esa sensación. Si el libro fuera una película, posiblemente sería una de Lucrecia Martel. Hay algo del clima de La cienaga o de La mujer sin cabeza en la forma en que las tensiones del relato tienden a implotar, provocando que las heridas sean siempre internas, mientras a simple vista todos se esfuerzan por impostar una calma que no es tal. La alegría del título.
García Robayo vuelve a demostrar por qué es considerada una de las voces más potentes de la literatura latinoamericana contemporánea, ofreciendo una prosa pulida pero al mismo tiempo dando cuenta de un oído sumamente entrenado para captar los colores del habla popular. Todo eso hace de Alegría un libro que se lee con ídem.
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