Pero entonces llegó una pandemia que sirvió para confirmar que, más allá de los discursos antineoliberales, en los hechos los presidentes de México y Argentina actúan de manera totalmente opuesta. Qué desilusión.
Señales hubo muchas. La más fuerte la dio la reacción de ambos a la revolución feminista.
Fernández entendió y abrazó la causa, impulsó la legalización del aborto, creó un Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad; incorporó el lenguaje inclusivo y sumó a su equipo de asesores a Dora Barrancos, una respetada intelectual feminista. De manera inédita para un presidente, abordó temas pendientes de la agenda de género como la redistribución de las tareas y los cuidados en el hogar.
López Obrador, en cambio, se niega a abrir a nivel nacional el debate sobre la legalización del aborto, derecho que hasta ahora sólo rige en la ciudad de México y Oaxaca. Su pretexto es que es un tema que polariza, pero lo que terminó de decepcionar (nos) a muchas mexicanas fue su larga cadena de desafortunadas respuestas a los femicidios. Ante las crecientes protestas feministas que estallaron a principios de este año, Lopez Obrador repitió su cantinela de que eran impulsadas por los “neoliberales”, la “prensa fifí” (cheta), los “conservadores”, sus “adversarios”. Es lo mismo que dice ante cada crítica. Se victimiza. En medio de los reclamos, presentó un vergonzoso decálogo que proponía «proteger la vida de todos los seres humanos» y decía que «es una cobardía agredir a la mujer», «se tiene que respetar a las mujeres» y «castigar a los culpables». Puros lugares comunes y nula perspectiva de género. Es una pena, porque en el Gabinete hay funcionarios y funcionarias que sí están comprometidos con las luchas feministas, pero quedan opacados por el conservadurismo y la necedad presidenciales.
Con el coronavirus, los presidentes volvieron a quedar en las antípodas.
Cuando nadie se lo esperaba, Fernández logró poner en pausa la ácida polarización que prevalecía desde hacía tanto en Argentina. Con la pandemia encima, concertó y obtuvo el apoyo de la oposición para aplicar un programa de emergencia. Verlo en conferencias de prensa junto al jefe de Gobierno de Buenos Aires y los gobernadores de Jujuy y Santa Fe, más el apoyo explícito de Mario Negri, tranquilizó a gran parte de la población. El presidente entendió que la crisis sanitaria no es momento para pleitos. El mensaje de unidad, el tono de sus discursos y la aplicación de medidas radicales como la cuarentena obligatoria y el cierre de fronteras fortalecieron su liderazgo. Las primeras encuestas en medio de la pandemia demuestran que su popularidad y la confianza en su gobierno se elevaron.
López Obrador, por el contrario, reforzó la polarización. Mientras su subsecretario de Salud se esmeraba en proporcionar información seria para prevenir contagios y enfrentar la pandemia, y la jefa de Gobierno de la ciudad de México ordenaba el cierre de negocios y pedía a la ciudadanía permanecer en sus casas y cumplir normas de aislamiento, el presidente daba conferencias de prensa diarias atestadas de periodistas, se negaba a usar gel, seguía realizando giras que incluían viajes en vuelos comerciales, es decir, plagados de pasajeros, y recorridos a pie rodeado de multitudes con las que se abrazaba y besaba. También presumió sus amuletos para evitar el contagio y convocó a seguir asistiendo a las fondas y restaurantes. Conforme avanza la pandemia, su popularidad se está desplomando.
Su actuar ha sido errático e irresponsable, mucho más parecido al de Donald Trump y Jair Bolsonaro que al de Fernández. Quién lo hubiera pensado.
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