A un mes del incendio que mató a 41 niñas en Guatemala, el fuego no cesa

Por: Cristina Burneo Salazar

Una periodista traza un relato sobre lo ocurrido y reflexiona sobre el castigo o la inmolación.

«La niña de Guatemala, /la que se murió de amor». José Martí había publicado ese poema en 1891 en sus Versos sencillos. Estaba dedicado a María García Granados, dama de la sociedad que se había enamorado de él y que, dice la historia, se suicidó por amor una vez que Martí se casó. En ese país, él había sido profesor de Literatura y Filosofía. Formó a jóvenes que tendrían que haber consolidado una nación americana robusta y moderna, como la soñaban los independentistas del siglo XIX. Fue en la Guatemala de María en donde Martí escribió «Los códigos nuevos», texto en que defendía la autonomía de la mujer y la necesidad de «completar su persona jurídica». Otras niñas vendrían. Sus ancestras no eran como María García Granados y no morirían de amor, sino de hambre y de abandono.

La guerra civil, el genocidio maya, las dictaduras, fueron acumulando vejaciones en Guatemala, y también resistencia. Hay 250 mil víctimas de 36 años de la guerra. El año pasado, la fuerza de 15 mujeres q’eqchi abría para el mundo la historia de la comunidad de Sepur Zarco. Entre 1982 y 1983, esas mujeres fueron sometidas a esclavitud doméstica y sexual por parte de los militares Esteelmer Reyes Girón y Hedilberto Valdez Asig. Ellos habían desaparecido a sus hijos y esposos, que luchaban por la titulación de sus tierras. Tras 34 años, en 2016, las mujeres q’eqchi los llevaron ante la Justicia, y ganaron. No saben leer, el español no es su primera lengua, y ganaron. «Dijimos que como las mariposas han sido desde siempre un símbolo de la lucha de las guatemaltecas, las mujeres iban a ser representadas como mariposas. A los jueces los representamos como búhos, que pueden ver en la oscuridad, donde nosotras no vemos (…) También dijimos que el Ministerio Público iba a ser un loro y que las organizaciones sociales que acompañamos el proceso serían abejas», narra Paula Barrios, de Mujeres Transformando el Mundo, representante de las víctimas de Sepur Zarco. Aún recordamos la imagen que nos abrió los ojos: ellas, sentadas en el juzgado, el rostro cubierto con sus mantos, alzando las manos en señal de victoria. Luego de asesinar a sus familias y despojarlas de sus tierras para explotarlas, Guatemala les creía, y nosotros también. Es esta violencia la que anuncia a las 41 niñas de Guatemala que murieron calcinadas el 8 de marzo. Y esta resistencia.

El 7 de marzo de 2017, tuvo lugar un motín en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción. Niños y adolescentes de entre 11 y 17 años de edad huyeron en revuelta de un lugar que se asemejaba a los orfanatos de siglos pasados, correccionales en donde terminan los olvidados de la tierra. Este motín sería definitivo.

Karen Ramos, de la Asociación Nacional Contra el Maltrato Infantil y Juvenil, contó lo sucedido la madrugada siguiente, apenas pudo constatar los asesinatos. «Al recapturar al grupo que se ha escapado, los separaron en grupos de hombres y mujeres. Unos 50 chicos fueron encerrados sin permiso de ir al baño. Tenían que orinar en el mismo cuarto donde pasaban la noche. Los jóvenes dicen que vieron cuando se llevaron a sus compañeras para que fueran violadas. También tenemos la versión de que la policía tenía las llaves de los cuartos, lo que es un delito. Ellas estaban en un cuarto muy pequeño cerrado con llave que fue incendiado. Es un albergue pero los trataron como a delincuentes».

Cuando se desató el fuego las chicas gritaron, pero nadie acudió a salvarlas. Una habitación ardía y nadie abrió la puerta. Una habitación ardía. Si las niñas habían provocado el fuego en un acto de protesta, tenían que haberlas salvado, pero eso no era tan obvio para nadie: ni monitores ni policías. El fuego de protesta se habría convertido entonces en una quema de castigo. Inmolarlas.

Alba Marina Escalón, artista guatemalteca, transmite lo que pasa con especial consternación. Apenas conoció lo sucedido construyó un altar con pequeñas casas en honor de las niñas. Eran casitas minúsculas que aparecían como los hogares que no tienen todos estos niños que viven en limbos: albergues, calles, su casa a veces. Alba colocó las casitas en el Parque Central para una vigilia. «Han iniciado los funerales y los entierros», contaba entonces. «No se sabe si las niñas que murieron también estaban embarazadas. Yo siento que es un aborto masivo forzado provocado por el Estado. Asesinaron a esas niñas para deshacerse de esos bebés frutos de la violación», decía con una sombra de duda en la voz.

Las víctimas del incendio fueron 58. Han fallecido 41: 19 en el hogar y 22 en hospitales. Ocho niñas todavía se recuperan en hospitales de Estados Unidos. Las niñas que sobrevivan tendrán cicatrices permanentes. La vida para siempre abrasada.

El Estado de Guatemala no ha sabido qué hacer y no tiene recursos. Las organizaciones de la sociedad civil han actuado y a pesar de su propia precariedad han logrado emprender algunas acciones. Karen Ramos, activista de Derechos Humanos, reflexiona al respecto: «No somos el Estado pero hemos resuelto asumir esta crisis. Nos preocupa el hecho de que cien niños hayan sido devueltos a sus familias tras el incendio sin proceso alguno. Una niña de este grupo había sido agredida sexualmente por su abuelo y su tío. Su mamá la prostituyó en un bar que tenía. Por esas razones, en un inicio, un juez había decidido que debía vivir en el hogar. Es urgente dar seguimiento a esos casos». La niña a la que se refiere Karen tiene discapacidad. No solo las niñas se hallaban en situación de riesgo, sino que pequeñas como ella iban a ser aun más vulneradas.

Karen cuenta que los testimonios se encuentran en análisis. No se pueden confirmar algunas cosas que la prensa había reportado: puede haber existido trata de niños, tráfico de órganos, adopciones ilegales. La investigación puede durar años, pero sí se pueden constatar algunos hechos: entre las sobrevivientes, hay nueve niñas embarazadas, algunas tenían apenas dos meses de embarazo aquel 8 de marzo. Es probable que otras niñas estuvieran también en estado de gestación.

Mileny Eloísa había llegado al hogar un mes antes del incendio y dio su testimonio a la televisión justo la noche anterior, durante la huida y denuncia de los niños que tuvo lugar el 7 de marzo: «Aquí sobre todo dejan que nos toquen. Las monitoras no dicen nada. Nadie tiene derecho a tocarnos, pero las monitoras nos obligan. Nos violan, eso sí es violación porque nos amarran todas las noches. Nos pegan, nos jalan el pelo… estaba mejor en mi casa. Yo me corto la piel por eso. Estas son mis cicatrices. Una recibe maltrato de nuestros padres y aquí venimos a recibir el doble». La madre de Mileny piensa que este testimonio le costó la vida a su hija, que murió encerrada justo un día después de la denuncia.

El castigo por quema es uno de los lúgubres pilares de la historia humana. Provocar la muerte por efectos de combustión del cuerpo, asfixiar con monóxido de carbono, usar el fuego para castigar brujería, herejía, homosexualidad, ha sido una forma de exterminar al otro de modo ejemplarizante y legitimado por la Iglesia y el Estado. Han ardido cuerpos de mujeres en hospitales psiquiátricos, en cárceles, en sus propias casas, en las fábricas donde trabajaban: esas son nuestras hogueras.

En Calibán y la bruja, Silvia Federici trazó la genealogía de una condenada particular. La bruja era la campesina libre, vinculada a movimientos herejes, defensora de la propiedad común de la tierra y, además de todo eso, dueña de un saber. «El feminismo ha cambiado lo que comprendemos como verdad, como conocimiento y como historia», escribe Federici. Las mujeres quemadas han sido expuestas, desnudadas y, todas, sin excepción, desprestigiadas. Cada uno de estos actos, al tiempo que es ejemplarizante, ha tratado de deshistorizarse, de hacerse pasar sin todos los sentidos que lo constituyen, como si estos cuerpos en combustión no hubieran sido cuidadosamente seleccionados a lo largo de la Historia. Al historizar la combustión de los cuerpos de las mujeres, historizamos su desobediencia y los sometimientos que han vivido individual y colectivamente. La quema de mujeres como castigo no ha desaparecido, es real, histórica, y halla hoy variaciones tan atroces como las quemas con ácido.

En cuanto a la desobediencia de las mujeres, el fuego viene de dos lados cuyos bordes no siempre son distinguibles. La quema de los cuerpos de las mujeres y de los cuerpos inconvenientes (herejes, homosexuales, cuerpos con discapacidad) se expresa de dos maneras diferentes pero íntimamente ligadas. La quema se ha dado históricamente por castigo, pero también como protesta radical. Inmolarse es una acción extrema que interrumpe el curso de la Historia y la acumulación de fuerzas del régimen político que llamamos patriarcado en una puesta al límite del cuerpo. El recurso es arder para cambiar la Historia, o por lo menos denunciar sus violencias.

Cada año, cientos de mujeres se inmolan en países como Afganistán. La educación entre mujeres es clandestina y alfabetizarse constituye una actividad de riesgo. En la historia de las mujeres, la inmolación, la emancipación y la educación son indisociables. La historia del suicidio de las mujeres nos dice cosas fundamentales de las historias de violencia y, como vemos, va mucho más allá del rapto de locura, que es a lo que se ha reducido. Inmolarse es una expresión política de la desesperanza.

Las niñas de Guatemala no habían pensado en inmolarse, esa no era su revuelta, pero protestaron. Aún no sabemos de dónde venía el fuego, si de su propia rabia o del sadismo de los monitores. Pero ellos no abrieron la puerta, y en ese gesto las asesinaron. El sueño de Martí en Guatemala no se cumple: los jóvenes que serían la patria están en albergues o ejercen el poder para la muerte. Las niñas que debían ser mujeres completas ni siquiera terminan de crecer antes de morir. Ninguna es María.

Pensamos que habían dejado de quemarnos. Creímos que podíamos corear la consigna: «Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar». O las nietas de las obreras, de las locas, de las descartadas. La coreábamos justo el 8 de Marzo en nuestras marchas, sin saber que justo entonces las niñas ardían. A ellas sí las pudieron quemar, y no tendrán nietas que canten jamás lo mismo que nosotras cantamos ahora. En esa fuerza que formó el 8 de Marzo debemos inscribir también este duelo. Así como se regó como pólvora nuestra fuerza, así también este duelo se riega como cenizas de memoria por las niñas de Guatemala. De la pólvora a las cenizas. «

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