A 70 años del «eksperimentet»: 22 niños inuit despersonalizados y reorganizados culturalmente

Por: Andrés Gaudin

Tras seis años de la caída del régimen nazi, fueron llevados de Groenlandia a Dinamarca para convertirlos en “líderes de una nueva sociedad”. Las pruebas estuvieron ocultas hasta 1998. Tibias disculpas del Estado danés.

En mayo de 1951 hacía seis años de la caída del régimen nazi, no del nazismo. El tribunal de Nüremberg ya había tomado nota del relato de los genocidas y de sus atrocidades. Las víctimas le contaban al mundo los detalles de la barbarie. Dinamarca, que durante cinco años había estado sometido a las tropas alemanas, conocía de sobra los detalles de lo sufrido. Sin embargo, mañana hará 70 años, el 10 de mayo de 1951 empezó a escribir su capítulo nazi. Era jueves, cuando el MS Disko –buque insignia de la flota de cruceros danesa que hasta hoy hace la travesía entre Copenhague y Groenlandia, la isla helada del noreste atlántico– zarpaba de Nuuk, la capital isleña, llevándose a 22 niños inuit elegidos para ser actores, víctimas, de un siniestro “experimento social”.

La corona danesa se había planteado despersonalizar y reorganizar psíquica y culturalmente a esos niños destinados a volver hablando un nuevo idioma, olvidando el propio y el de sus padres, y a sus padres también. Así se convertirían en líderes de una nueva sociedad, “ejemplo y puente en el encuentro de dos culturas”, adelantándose en el uso del eslogan que, en tiempos del Quinto Centenario, reeditó otra corona, la española, para ponerle un nombre épico al genocidio americano. Para delinear y montar el aparato que destruiría la identidad de los 22 elegidos, el reino contó con los servicios y el prestigio internacional de Save the Children, una entidad que, según proclama en su web, trabaja “para que millones de niños tengan la oportunidad de ser lo que quieren ser hoy, y de soñar con lo que serán mañana”.

Sacerdotes y directores de escuela recibieron el pedido de elegir en sus comunidades a los niños más inteligentes, que tuvieran entre seis y diez años e integraran familias de estratos culturales bajos. Agentes danesas introducidos por los curas harían el resto: la tarea de seducción para que los padres entregaran a sus hijos. Para ello contaban con los buenos oficios de otra entidad cargada de laureles, la Cruz Roja, “la red humanitaria más extendida del mundo, orientada a que los sectores vulnerables tengan acceso a fuentes de bienestar, seguridad e igualdad de oportunidades”. Cuando el Disko llegó a Dinamarca al atardecer del 21 de mayo, allí estaba, en la calma de la bahía de Copenhague, la tierna efigie de La Sirenita, la creación de Hans Christian Andersen. Pero nadie les habló ni de ella ni de él.

Antes de ser llevados a sus hogares adoptivos, los niños vivieron un período de cuarentena en un área rural, donde solo se les hablaba en danés. Y así fue también en las casas donde sobrevivieron los 18 meses siguientes. Documentos que estuvieron ocultos en el Archivo Nacional de Dinamarca hasta 1998, cuando los descubrió la periodista Tine Bryld, señalan que en esas casas/orfanato fue donde se forzó el proceso de asimilación. La cultura danesa marcó sus vidas. “Perdieron su idioma, su familia, todo vínculo con su país. El experimento fue un fracaso, se les lavó el cerebro, se los alienó, y al regreso fueron marginados. No eran ni daneses ni groenlandeses, perdieron su identidad y su capacidad de retomar la lengua, muchos se hicieron mendigos o se volvieron alcohólicos. Murieron jóvenes”, dijo Bryld.

La denuncia de Bryld permitió conocer otro ángulo de la perversa historia tramada para que las familias consintieran el viaje de los niños. Los padres nunca fueron conscientes de que la adopción era una entrega definitiva de sus hijos y no una “expansión de la red familiar”, como llamaban, y era normal entre los inuit, cuando tenían dificultades para cuidar a sus hijos –en temporada de caza de focas, por ejemplo– y los enviaban a vivir con un familiar. Los 16 niños restituidos a Groenlandia tras pasar 18 meses de soledad en Dinamarca –los seis restantes fueron entregados por Save de Children para servir a familias pudientes de Copenhague– nunca volvieron a ver a sus familias. Hasta la mayoría de edad quedaron en un orfanato manejado por la Cruz Roja. Un día de abril de 1953 la celadora escribió en su cuaderno de memorias: “Eran raros, esos niños eran raros, nunca sonreían”.

América Latina y el «horror perfecto»

Los antecedentes abundan. Desde el uso de la psicología para torturar en la Alemania nazi, la España franquista o la Francia colonial en Argelia, hasta el siniestro experimento contra el pueblo inuit, o las de la CIA en Canadá, todo fue fusionado en América Latina para que los dictadores también llegaran al horror perfecto. El psiquiatra mexicano Salvador Roquet, el psicoanalista brasileño Amílcar Lobo, el psicólogo chileno Hernán Tuane y su par uruguayo Dolcey Brito son solo algunos, los más notorios y siniestros quizás, que llevaron sus conocimientos científicos a los subsuelos del infierno.

Brito es el ejemplo más cercano. Murió en 2016, impune, elegido por el grupo francés Casino como jefe de Relaciones Humanas de su cadena de supermercados Géant, Disco y Devoto en Uruguay. Antes, y aunque ya se conocía su prontuario, había sido designado “académico de honor” de las carreras de Derecho y de Filosofía, Ciencias y Letras de la Universidad Católica. El presidente Luis Lacalle Pou fue uno de sus alumnos en la cátedra de Ética Ciudadana de la carrera de abogacía. Testimonios recogidos a partir del fin de la dictadura (1973-1985) lo definieron como “un sádico planificador de la tortura, el arquitecto que diseñó el monstruoso programa de experimentación psicológica de la cárcel del pueblo de Libertad”.

“El juego que Brito jugaba –explicó en su testimonio el pianista argentino Miguel Ángel Estrella, cautivo de la dictadura uruguaya entre 1978 y 1980– requería el constante manejo de la salud mental del prisionero, para saber cuándo empujarlo a la depresión u otros desórdenes, y cuándo apartarlo del momento del suicidio”. Analizó después: “Hay hombres que usan su capacidad intelectual para perturbar hasta enloquecer a otros que no tienen más defensa que su fuerza moral”.

Todos tuvieron mucho de autodidactas, pero lo grueso del espanto lo aprendieron de los instructores franceses y norteamericanos que andaban por el mundo con su perversión en bandolera. Robert Bigeard, por ejemplo, experimentó en Indochina, fue vapuleado en Dien Bien Phu y se ensañó con los argelinos, antes de venir a la ESMA y Campo de Mayo, donde transmitió su experiencia con los vuelos de la muerte. Dan Anthony Mitrione asesinó en Centroamérica antes de llegar a Brasil y Uruguay para enseñar a torturar. El francés, que murió en su cama, le explicó a la investigadora Marie-Monique Robin cómo se mata mejor. Al norteamericano se le fue el tiempo sin hablar. En una helada mañana de agosto de 1970 los Tupamaros lo dejaron tirado, con cuatro balazos, en el asiento trasero de un viejo automóvil abandonado en una calle montevideana.

El «Pájaro Azul» que hizo volar la CIA

Con el fin de la II Guerra, EE UU empezó a acomodar sus piezas para librar una segunda fase, la de la Guerra Fría, que acabaría en 1991 con la disolución de la URSS. Entre los años ’50 y el inicio de los ’90 vivió obsesionado por liberarse de los comunistas, que veía hasta en los combos de McDonald’s, y en su afán por aniquilarlos proclamó el vale todo: desde la siembra de marines, y de muerte, por todos los confines hasta el montaje de los más sofisticados mecanismos de destrucción humana. De la tortura al asesinato. Si se tiene fuerza y no se tienen límites éticos, la destrucción es sencilla. En cambio, para destruir la mente humana y lo aprendido llevarlo a un manual de tortura, todo es diferente.

Mayo de 1951, el mismo mes y el mismo año en que Dinamarca iniciaba su operativo con los inuit. En sociedad con Canadá, la recientemente creada CIA (1947) “sensibilizó” con no muchos dólares a la Universidad McGill de Montreal y su Allan Memorial Institute, un centro de atención psiquiátrica dirigido por Donald Ewen Cameron, un escocés reclutado poco antes. Convencida de que mediante técnicas de “lavado de cerebro” los soviéticos hacían lo que querían con sus prisioneros, la CIA se entregó de pies y manos a los designios de Cameron, que pasó a ser la versión propia de Joseph Mengele y sus discípulos nazis. En 1950 Cameron ya investigaba los secretos de la mente humana y buscaba la forma de domarla. Hasta 1966, contó con el financiamiento del gobierno de Canadá –a veces liberal, a veces conservador– para experimentar con centenares de canadienses de clase media y alta que llegaban al Allan Memorial con diversas formas de desequilibrio mental leve. En su mayoría, mujeres con depresión posparto o pérdida de embarazo. Se propuso lavarles el cerebro y luego manejarlas a su antojo: años después, espías norteamericanos fueron por el mundo, y en especial a Centroamérica y países del Plan Cóndor, a aplicar –tortura pura– la Doctrina de Seguridad Nacional.

El proyecto diseñado por la CIA llevaba el primoroso nombre de Blue Bird (Pájaro Azul), o MK Ultra, y estaba destinado exclusivamente al logro de una técnica idónea para el lavado de cerebros, “acondicionamiento, persuasión, propaganda y control psicológico de los pacientes (‘prisioneros’) para inculcarles nuevos valores e ideas”. Durante el “tratamiento” fueron sometidos a golpes psiquiátricos extremos, bajo el efecto barbitúricos y LSD. Eran embrutecidos, haciéndoseles escuchar un mismo mensaje, las mismas palabras, durante 16 horas al día, o llevados a un estado de sueño permanente durante varias semanas. Las sesiones, según el propio Cameron en un documento revelado en mayo de 2018, estaban orientadas a “desprogramar el cerebro del paciente para reconstruirlo adecuadamente”, reducirlos a un estado infantil –despojándolos de habilidades básicas, como la de vestirse o atarse los zapatos– y “reprogramarlos, bombardeándolos con aquellos mensajes que se repetían hasta centenares de miles de veces”. Por si no lograba que los escucharan, “instaló altavoces en cascos de fútbol americano y los cerró con llave sobre sus cabezas, y si quedaban al borde de la locura los inducía a un estado de coma”.

Profundizando en la investigación de los experimentos de la CIA, la canadiense Naomí Klein logró precisar que Cameron fue quien enunció el concepto de la “conducción psíquica”, un principio que la CIA consideró particularmente interesante: describe cómo hacer la corrección de la locura, borrando memorias existentes para reconstruir la psique. Escribió en La doctrina del shock que el ensayo de Cameron y su aporte al proyecto MK Ultra en realidad no estaban dirigidos a investigar sobre el control mental y el lavado de cerebro, sino a “diseñar un sistema con base científica orientado a la extracción de información de fuentes resistentes”. En otras palabras, tortura.

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