El ex presidente escribió, desde el exilio, la historia de un encuentro histórico.
«Cómo conocí a Evita y me enamoré de ella»
Por Juan Domingo Perón
Eva entró en mi vida como el destino. Fue un trágico terremoto que sacudió la provincia de San Juan, en la Cordillera, y destruyó casi enteramente la ciudad, el que me hizo encontrar a mi mujer.
En aquella época yo era Ministro del Trabajo y Asistencia Social. (…) Millares de personas habían quedado sin techo, aisladas en zonas gélidas y escuálidas, al otro lado de unas montañas temibles y lóbregas, cuyo único ornamento son las nieves perpetuas.
Para socorrer a la población de San Juan movilicé al país entero (…). Se trató de organizar un verdadero ejército de voluntarios que llamasen a todas las puertas de la ciudad, a lo largo y a lo ancho, solicitando socorros y enviándolos luego a las zonas afectadas. Entre los tantos que en aquellos días pasaron por mi despacho, había una joven dama de aspecto frágil, pero de voz resuelta, con los cabellos rubios y largos cayéndole a la espalda, los ojos encendidos como por la fiebre. Dijo llamarse Eva Duarte, ser una actriz de teatro y de la radio y querer concurrir, a toda costa, a la obra de socorro para la infeliz población de San Juan.
«Organizamos espectáculos –dijo–. Movilizaré a los colegas. Mi compañía es una compañía de voluntarios que pide ser empleada en esta batalla benéfica». Hablaba de manera vivaz, tenía ideas claras y precisas e insistía en que se le confiara un encargo.
«Un encargo cualquiera», decía. «Quiero hacer algo por esa gente que en este momento es más pobre que yo».
Yo la miraba y sentía que sus palabras me conquistaban; estaba casi subyugado por el calor de su voz y de su mirada. Eva estaba pálida, pero mientras hablaba su rostro se encendía. Tenía las manos escuálidas y los dedos ahusados; era un manojo de nervios. Discutimos largo rato. Era la época en que en mí se abría camino la idea de dar vida a un movimiento político que transformase radicalmente la vida de la Argentina.
Los primeros experimentos de mis teorías sociales, llevados a cabo en mi calidad de Ministro, habían despertado a las masas, a las cuales nadie hasta entonces, había dirigido una palabra o una mirada. La Argentina vivía según una tradición decrépita que no tenía en cuenta las exigencias del pueblo. Como en la India, había también una casta privilegiada; el que no pertenecía a esta casta tenía solemnemente el deber de trabajar y el derecho de morirse de hambre.
Vi en Eva una mujer excepcional, una auténtica «pasionaria» animada de una voluntad y de una fe que se podía parangonar con la de los primeros creyentes. Eva debía hacer algo más que ayudar a la gente de San Juan; debía trabajar por los desheredados argentinos puesto que en esos tiempos, en el plano social, la mayoría de los argentinos podía compararse a los sin techo de la ciudad de la Cordillera, triturada por el terremoto.
Decidí, por lo tanto, que Eva Duarte se quedase en el Ministerio mío y abandonase sus actividades teatrales. En mis dos designios políticos las mujeres tenían su parte; quería incluirlas en la vida del país, llevarlas al mismo plano de los hombres y concederles un derecho que no tenían: el voto.
Al principio, aquella frágil mujer rubia no hizo hablar de ella. Me seguía como una sombra, me escuchaba atentamente, asimilaba mis ideas, las elaboraba en su cerebro férvido e infatigable y seguía mis directivas con una precisión excepcional.
En dos o tres meses, Eva Duarte había sido capaz de transformarse en una colaboradora indispensable. Fue en ocasión de los sucesos de 1945 cuando demostró un valor fuera de lo común y una personalidad extraordinaria.
El 9 de octubre fui obligado a renunciar al Ministerio; querían que dejase el Ministerio del Trabajo por el de Guerra, pero yo me negué y preferí salir de las filas del Ejército y volver a la vida civil.
Comenzó desde entonces mi odisea política que duró diez años y de la cual el exilio en Colón [N. de la E.: Panamá] es solamente una etapa, no la conclusión.
Creía poderme dedicar pacíficamente a la organización del nuevo partido, pero me equivoqué. Fui arrestado a consecuencia de una manifestación popular protagonizada por los obreros cuando supieron mi dimisión y se me envió en confinamiento a la isla de Martín García.
En Buenos Aires, Eva Duarte trabajaba por mí. Tomó la dirección del movimiento, lo llevó hasta las localidades más lejanas del país y muy en breve puso una carga explosiva en el alma de la Nación.
Tampoco ella tuvo días tranquilos; llamada a la Secretaría de la Presidencia fue invitada a no ocuparse de política y a volver a su trabajo en el teatro. En respuesta, Eva llevó a nuestra gente a las plazas y el 17 de octubre se puso a la cabeza de los «descamisados» que en la Plaza de Mayo amenazaron incendiar la ciudad si no se me ponía inmediatamente en libertad. Frente a tanta furia y tanta decisión, el gobierno me volvió a llamar del confinamiento en Martín García y me invitó a hablar a la multitud que vivaqueaba en la plaza ante la Casa Rosada.
Era gente venida de todas las provincias, que había caminado a pie kilómetros y kilómetros, insensible al hambre y las molestias del camino, decidida a todo, con tal de salir de un estado de miseria y servidumbre en el que se arrastraba desde generaciones.
Las mujeres se habían llevado consigo hasta los hijos; los hombres habían abandonado los campos y los muchachos habían seguido a sus padres en aquella marcha que podía convertirse en el primer acto de una cruel guerra civil.
Hablé desde una ventana de la casa de gobierno; invité a la multitud a volver a su trabajo y mis palabras tuvieron el poder de serenar los ánimos agitados y enardecidos.
Yo estaba finalmente libre; Eva había vuelto a trabajar conmigo con más espíritu y mayor pasión. En lo sucesivo pensábamos con el mismo cerebro, sentíamos con el mismo corazón. Era natural por tanto que en tanta comunión de ideas y de sentimientos naciese aquel afecto que nos llevó al matrimonio.
Nos casamos en el otoño de 1945, en la iglesia de San Francisco en La Plata. Celebró la ceremonia un padre jesuita, Hernán Benítez, que luego fue el padre espiritual de Evita y la asistió hasta la muerte.
Los días de la campaña electoral pusieron a dura prueba las energías de Eva que viajaba a lo largo y lo ancho del país hablando en todas partes, incitando a los desheredados a unirse a nosotros en la batalla que debía servir para hacer triunfar sus derechos.
Trabajábamos día y noche; con frecuencia, durante semanas enteras no nos veíamos y cada encuentro nuestro desde el punto de vista sentimental, era una novedad, una sorpresa.
El 4 de junio de 1946 fui nombrado Presidente. Los primeros seis meses después del nombramiento fueron los únicos que pasamos tranquilos, en una casa verdaderamente nuestra. Habitábamos en la calle Teodoro García, en la casa propiedad de Evita, pequeña, aislada, hecha a propósito para pasar una luna de miel que muchas veces nos habíamos visto obligados a aplazar. Muy luego, sin embargo, por la afluencia de la gente que venía a visitarnos y por el número, siempre creciente, de pobres que solicitaban hablar con Evita, debimos trasladarnos a la villa presidencial en el barrio de Palermo.
Mi mujer decidió dedicarse a la asistencia social y se instaló en el Ministerio del Trabajo del cual era titular José María Freire.
Sus tareas eran distintas: Eva intervenía en los casos, infinitos, que escapaban al control y la actividad del Ministro. Así nació la «Fundación EVA PERÓN», un organismo de ayuda social encaminado a cuidar de niños, muchachos, hombres, mujeres y ancianos, creando asilos, escuelas, clínicas, hospitales, casas de refugio, centros de recreo y vacaciones, a los cuales tenía acceso el pueblo sin gasto alguno.
Para los primeros fondos, Eva se dirigió a mí. Una noche en la mesa me expuso sus programas; parecía una máquina calculadora; al terminar le di mi consentimiento de ley.
Le pregunté: «¿Y dónde están los fondos?»
Ella me miró divertida: «Muy sencillo, me dijo, comenzaremos con los tuyos…».
«¿Con los míos? ¿Y cuáles?»
«Tu sueldo de Presidente». (…)
Eva se puso inmediatamente al trabajo; desde aquel momento perdía prácticamente a mi mujer. Nos veíamos raramente y de pasadita, como si viviésemos en dos ciudades distintas.
Eva, efectivamente, pasaba con mucha frecuencia la noche en su oficina y volvía a casa al amanecer. Yo, que de ordinario salía de la villa a la seis de la mañana para ir a la Casa Rosada, me la encontraba en la puerta, un poco cansada pero siempre satisfecha de sus fatigas. Un día le dije: «Eva, descansa y piensa que también eres mi mujer».
Ella se puso seria y me respondió: «Es justamente así como me doy cuenta de que soy tu mujer».
En 1947 llegó una invitación oficial para que visitásemos España. Asuntos importantes de gobierno me obligaron a renunciarla, pero decidí que Eva fuese con un pequeño séquito de personas, entre las cuales estaba el conocido armador Alberto Dodero, quien se encargó de los gastos del viaje. Junto con la invitación de España, llegó también la de Italia, Portugal y Francia. (…)
En aquellos años España estaba en cuarentena e Italia salía lentamente de su grave crisis de posguerra. En España no había ni siquiera Embajadores, porque las naciones vencedoras no querían tener relaciones con el gobierno de Franco. Justamente por esta razón y para demostrar al mundo que la Argentina, al margen de toda animosidad, estaba animada de un profundo espíritu de solidaridad universal, decidí enviar a Madrid un representante diplomático, regularmente acreditado y junto con el Embajador mandé numerosos barcos de víveres para aquella población generosa y hambreada.
Hoy se habla mucho del Plan Marshall y se reconoce al general Marshall el mérito de haber concurrido a la salvación del mundo empobrecido por la guerra; no quiero pecar de modestia, pero creo que puede decirse sin temor a desmentidos, que el verdadero, el primer Plan Marshall lo actualizamos, lo realizamos nosotros los argentinos, socorriendo a los necesitados sin pedirles nada, sin pretender de ellos alguna contrapartida de orden político.
Para Italia eran momentos graves y difíciles. La carestía flagelaba Europa. La miseria y el hambre atormentaban de manera trágica también a Grecia, a la que en 1946, a nombre del gobierno argentino, regalé medio millón de toneladas de víveres. (…)
Un día, en 1947, el Embajador (de Italia) Arpesani solicitó entrevistarse conmigo. (…) Me dijo que Italia ya no tenía pan y me mostró un telegrama de su Presidente del Consejo. Agregó verbalmente que su gobierno no disponía de moneda para pagar el grano. «Presidente, me dijo, solamente usted puede ayudarnos. Su ayuda es necesaria hoy. Mañana sería tarde».
Convoqué inmediatamente a Miguel Miranda y el Consejo Económico del cual Miranda era el Presidente. Pregunté cuántos barcos argentinos se encontraban navegando en aquel momento. Me respondieron que eran unos diez, todos cargados de trigo, destinados a otros países (…). Por telegrama ordené a todos los buques invertir la ruta y dirigirse a puertos italianos. El embajador de Italia en aquel momento no acertó a decir una palabra; bajó la cabeza y vi que se pasaba por los ojos el dorso de la mano…
Eva estaba ya en viaje para Europa. En España tuvo una recepción entusiasta. Todas las noches me telefoneaba a Buenos Aires sus impresiones. (…)
Por muchos días después de su regreso, me contó las peripecias del viaje. Le parecía haber vivido una fábula extraordinaria. Lo que mayormente le impresionaba fue la visita al Papa y al Vaticano. «Entrando a la plaza de San Pedro, me dijo, tuve la impresión de haber entrado a otro mundo. Roma parecía alejada mil millas y casi casi, ni se sentían los rumores. En el Vaticano todo era quieto, silencioso, ordenado, maravilloso. Aquel pequeño Estado que vive en torno de una majestuosa Basílica, es un continente. El Papa me pareció una visión. Su voz era como un sonido, moderado y lejano. Me dijo que seguía muy de cerca tu obra, que te consideraba un hijo predilecto y que tu política ponía en práctica de manera más que laudable, los principios fundamentales del Cristianismo».
Por dos años todavía, Evita vivió feliz, dedicándose enteramente a los pobres. Los primeros síntomas de su enfermedad se manifestaron hacia fines de 1949.
Una fuerte anemia la obligó a someterse a intensas curas. La veía pálida y cada día me parecía más delgada, más consumida. Insistía en que reposase, pero ella no atendía razones. Reaccionaba contra la debilidad que la postraba, obligaba a las pocas fuerzas que aún le restaban y a su inextinguible fuerza de voluntad.
Durante algún tiempo pareció que las medicinas la hubiesen ayudado; había recuperado un poco de fuerzas, pero muy pronto advertí que se trataba de una mejoría efímera. Evita ya no tenía sangre, ya no tenía pulso: estaba descarnada y blanda como una sombra. Era toda nervios y voluntad. En su rostro no se notaban más que los ojos, hundidos, encendidos por la fiebre, cercados de ojeras. El mal la devoraba sin piedad.
«Si no te sometes a reposo, te mueres», le decía yo y ella me respondía: «Si me someto a reposo, ¿quién cuidará de esa gente?»
No había palabras que lograran convencerla de la necesidad de moderar el ritmo de su trabajo. La curaban numerosos médicos argentinos, pero cuando se agravó, hice venir de los Estados Unidos al Doctor Pack, un famoso cancerólogo, amigo nuestro y asesor del Instituto Argentino para el Cáncer y de la Fundación Eva Perón.
El Dr. Pack visitó a mi mujer hacia fines de 1951; la invitó a vivir de manera más regulada y tranquila y me dijo claramente que las esperanzas de salvarla serían nulas si no seguía sus consejos. «La señora, me dijo, puede morir de un momento a otro. Está gravísima. No hay nada peor que curar a un enfermo que no quiere seguir las prescripciones del médico. Es mi deber advertirle, que solamente un largo período de reposo puede prolongarle la vida.»
Intenté intervenir, pero sin éxito alguno. Eva continuaba yendo a su oficina, recibiendo gente y, como de costumbre, regresaba a casa a horas avanzadas de la noche y muchas veces al alba.
Una vez que la reprendí ásperamente, me respondió: «Sé que estoy muy enferma y sé también que no me salvaré. Pienso, sin embargo, que hay muchas cosas más importantes que la vida y si no las llevase a cabo, me parecería que no habría cumplido mi destino».
El primero de mayo de 1952 habló por última vez en público desde un balcón de la Casa Rosada. Le costó gran fatiga, tanto que al terminar el discurso se desvaneció entre mis brazos. En la sala, detrás de la vidriera, a través de la cual se oía aún la voz de la multitud que la llamaba, solamente se sentía mi respiración; la de Eva era imperceptible y fatigosa.
Entre mis brazos tenía la apariencia de una muerta…
Desde entonces el mal no le dio tregua; quebrantó sus últimas fuerzas y la obligó a guardar cama. Aquellos días de lecho fueron infernales para Evita; estaba reducida a la sola piel, a través de la cual se notaba ya la blancura de los huesos. Solamente sus ojos permanecían vivos y locuaces. Se posaban por doquiera, preguntaban todo; a ratos estaban serenos, a veces me parecían desesperados.
Las fuerzas ya la habían abandonado. Cuando se sintió cercana a la muerte quiso escribirme una carta que yo conservo entre las pocas cosas que representan mi mundo de entonces y mis riquezas de siempre. La dictó a una secretaria, y luego, de su puño y letra, agregó alguna cosa con una caligrafía vaga y temblorosa.
Una semana antes de su muerte quiso hacer testamento. A propósito de sus bienes escribió: «Deseo que todos mis bienes sean puestos a la disposición de Perón en su calidad de representante del pueblo argentino. Mis bienes son patrimonio de mi pueblo y del movimiento peronista; los derechos de mi libro entréguense a mi marido y por su mediación, a nuestra gente. Mientras Perón viva, él podrá disponer de todos mis bienes como mejor lo crea; podrá hacer de ellos lo que quiera. A él dediqué mi vida y por tanto todo lo que fue mío, le pertenece. Después de la muerte de mi marido, todo será del pueblo. Dispongo que mis joyas sirvan para crear un fondo de ayuda social; ellas no son mías, en parte me fueron regaladas por mi pueblo. Estas y otras que recibí de mis amigos extranjeros deberán servir para crear alguna cosa útil y permanente, para la tranquilidad de la gente miserable».
El día antes de morir me mandó llamar y quiso permanecer sola conmigo. Me senté a la orilla de la cama y ella hizo un esfuerzo para incorporarse; su respiración era ya un estertor agónico. «No me queda ya mucho que vivir», dijo balbuceando las palabras. «Te agradezco cuanto has hecho por mí. Te pido una sola cosa…». La palabra murió en sus labios blancos y finos; su frente estaba perlada de sudor. Volvió a hablar en tono más bajo; su voz era apenas un susurro… «No abandones a la gente pobre… Es la única que sabe ser fiel…».
Ya era avanzada la tarde; por la ventana entraban las primeras sombras. Un viento implacable mecía furiosamente los árboles. El cielo tenía el color de un sudario y amenazaba lluvia.
Durante la noche, Evita tuvo un colapso y entró en coma. En la alcoba estaban conmigo su madre, su hermana, su confesor, el padre Benítez, y los médicos que la asistían, el profesor Finochietto y los doctores Tacchini y Taiana; afuera llovía como un diluvio.
Antes de expirar, Eva me había recomendado no dejarla enterrar; quería ser embalsamada.
Es inútil repetir lo que fueron los funerales de mi mujer. Los diarios de todo el mundo han hablado de ellos suficientemente.
Inmediatamente después de la desaparición de Evita se formó una comisión para erigirle un monumento; los fondos que se recogieron y se emplearon en los trabajos emanaban de una plebiscitaria suscripción popular.
Fue la misma comisión la que contrató al médico español Pedro Ara para embalsamar el cadáver. Ara es conocido doquiera y sus métodos de trabajo son verdaderamente extraordinarios. Casi podría decir que el doctor Ara logra fijar en el rostro de sus muertos aquel soplo de vida al que, en el último momento, ellos buscan aferrarse desesperadamente. (…)
Se hizo el embalsamiento en una sala del último piso de la sede de la Confederación General del Trabajo transformada en gabinete anatómico y duró casi seis meses.
Vi el cadáver embalsamado de Evita y tuve la impresión de que dormía. No lograba apartar los ojos de su pecho, porque esperaba de un momento a otro que se levantase y se repitiese así el milagro de la vida.
Eva vestía una túnica blanca, larguísima, que le cubría los desnudos pies. Sobre la túnica, casi a la altura de los hombros, brillaba el distintivo peronista en oro y piedras preciosas, que llevaba cuando vivía. Las manos le salían de las amplías mangas y estaban cruzadas; entre las manos tenía un crucifijo.
El doctor Pedro Ara, junto al cadáver embalsamado de Evita
Su rostro estaba como de cera, lúcido y transparente, tenía los ojos cerrados como si durmiese. Los cabellos bien peinados hacían el efecto de una aureola.
El cadáver estaba extendido en un minúsculo lecho forrado de raso y encerrado en una campana de vidrio. Esperando trasladarla al mausoleo que se estaba construyendo ante la villa presidencial, según deseo expreso de Evita poco antes de morir, ordené que fuese colocada en una sala de la Confederación del Trabajo, transformada en capilla provisional.
Las paredes de aquel sepulcro estaban recubiertas de paños azules y detrás de las colgaduras había una mesita en la cual el Dr. Ara tenía las redomas y ampollas de sus ácidos y jeringas. La cámara era semi-oscura; apenas la iluminaba un rayo de mortecina luz que venía del techo; una puerta de madera con dos ventanillas de vidrio opaco daba acceso a aquel lugar en donde nadie podía entrar. Existía una sola llave y la tenía el médico español.
Yo fui tres veces a ver a Evita; cada vez experimentaba una emoción diversa. Ante la puerta sentía un extraño sudor que me descendía por la espalda; el ruido de la llave al girar en la cerradura me parecía convertirse en un trueno… Luego seguía un gran silencio, como si el umbral de aquella puerta fuese el umbral de la eternidad.
Eva estaba inmóvil, blanca como una nubecilla. Una vez me le acerqué y estuve tentado de tocarle el rostro; alargué la mano pero la retiré súbitamente; tenía miedo de que el calor de mi mano y mis dedos la redujesen a polvo como sucede con el aire en los sepulcros antiguos. Ara se me acercó y me dijo en voz baja: «No tenga miedo. Está intacta como cuando estaba viva». (…)
No sé qué le haya sucedido al cadáver de Evita. Sé que hasta el día de mi partida y durante el mes que gobernó Lonardi estaba en la sala, en el segundo piso de la Confederación General de Trabajadores. Rojas dio órdenes, luego, de sacarlo de allí e ignoro dónde lo hayan escondido.
Me consta que muchos grupos de damas peronistas, varias veces, se dirigieron al gobierno solicitando el cadáver para darle sepultura. Aramburu ha ignorado las solicitudes de aquellas damas, así como ha ignorado el telegrama que le envié hace un par de meses y en el cual le advertía, entre otras cosas, que lo consideraría responsable de cualquier cosa que le sucediese al cadáver de mi mujer.
De nosotros dos, acaso solamente Evita es feliz. Aunque muerta y sin paz, Eva se ha quedado en su tierra; yo estoy lejos de ella y solamente me es dado vivir de esperanzas, de angustias y recuerdos.
De ella me quedan una fotografía, su «carnet cívico» que es nuestra cédula de identidad, y la última carta que me mandó el 4 de junio de 1952. Las pocas palabras que escribió de su puño y letra son casi ilegibles, la escritura es irregular, incierta y fatigada. Se parece a su respiración, como la sentí aquella mañana inolvidable, pocos instantes antes de morir.
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