80 cartas de amor

Más que un libro, es un original regalo de cumpleaños a un extraordinario periodista y escritor, tanto como buen tipo, Carlos Ulanovsky. En un nuevo homenaje a nuestro compañero de Tiempo, vamos con seis de esas cartas.

ALEJANDRO DOLINA

Querido Carlos Ulanovsky:

¡Feliz cumpleaños! Ya lo ves: las aguas del futuro, que nos parecían tan remotas, están aquí por fin. Se han vuelto presente y mojan nuestros pies. ¡Quién lo diría! 30 años ya! A esta edad puede decirse que la arcilla de la que estamos hechos ya se ha terminado. El resto será mero retoque. Y ante la imposibilidad de esperar dones nuevos y súbitos, conviene pensar qué es lo que haremos con nuestra dotación. Vos dirás que no hay apuro, que las sandías se acomodan solas en el carro gracias a los casuales sacudones del camino. Yo digo que no. Es necesario apurarse. Podemos afirmar que hay sueños que ya pasaron de largo.

No pierdas tiempo, Carlos. Ayer me decías que tenías vocación de historiador. Que te producía felicidad poética fijar los hechos y salvarlos del olvido. Empezá ahora mismo…Es posible que los sucesos que hoy nos parecen cosa de todos los días se conviertan, con los años, en faroles que alumbrarán el futuro con sombras largas. Algunos de los hombres que hoy saludamos distraídos asumirán aspectos de bronce. Yo creo —y disculpá el atrevimiento— que no sería mala idea indagar en la historia de la radio. Siempre me ha parecido que tus recuerdos son más precisos que la realidad. Cuando oigo tus relatos, incluso los que se refieren a momentos que hemos vivido juntos, siento que tu prosa mejora lo ocurrido y que tus palabras vienen a corregir falsas sensaciones de mi memoria incompetente. Creo que ahí está tu futuro.

Con todo lo que hemos pasado, acaso nos parezca que vivir es ir perdiendo cosas. Si esto sigue así, no quiero ni pensar lo poco que nos quedará a los cincuenta, o más adelante aún, en esas edades inconcebibles donde cada nueva hora es como una amenaza.

Cabe preguntarse, hoy, cuándo es que termina la juventud. Es necesario saberlo con exactitud. Nada de metáforas condescendientes, conforme a las cuales es uno el que lo decide, o peor todavía, creer que siempre se es joven de algún modo. No estaría mal que el registro civil interviniera para fijar un plazo legal y poner término a la farsa de señores pelados de 40 años que son —por ejemplo— nuestros jóvenes escritores. Es cierto que vivimos tiempos de entusiasmo, de cambio, de cuestionamiento de las antiguas verdades y los vetustos pensamientos consagrados. Quieren ser jóvenes para poder participar de la esperanza que flota en el aire.

Yo también siento, Carlos, que mi juventud es una visita que ya está mirando la puerta. Voy a decirte algo ahora que somos amigos, ahora que ya somos grandes: es una gran felicidad para mí estar trabajando en Radio Argentina contigo y con Mario Mactas. A veces pienso que no podría hacer un programa con otras personas que no fueran ustedes. Estoy seguro de que seguiremos juntos muchos años y que no habrá nada que pueda separarnos. Te saludo, Carlos, en tu redondo cumpleaños número 30, no sin percibir la sombra amarga que nos deja la conciencia del paso del tiempo. A cierta edad uno deja de ser inmortal.

El Negro Dolina

rodolfo terragno

Yo soy artero para el elogio. Nunca elogio de frente; siempre por la espalda. Lo mismo hago con el cariño. El Querido es en mí una mera concesión epistolar. No podría decirte a la cara que te admiro como periodista y te quiero como enorme amigo. Por eso he hecho algo que, me gusta creer, hago bien: escribir un artículo sobre vos. No lo hice para publicar; sentí una curiosa necesidad de escribirlo como homenaje secreto a tus ochenta años. Los números redondos reflejan, decía Borges, un prejuicio decimal; pero es un prejuicio irrenunciable. Yo no debería dejar que conocieras el artículo. Te lo adjunto, pero te pido que lo leas como si Ulanovsky fuera otro.

Rodolfo

66 años y 7 meses

Fue en marzo de 1957. Éramos parte de los 40 alumnos de 1º 2ª. En ese aula del Mariano Moreno debutó nuestra amistad, que por ahora tiene 66 años y 7 meses. Digo «Ulanovsky» porque nos conocimos por los apellidos, que era como los profesores nos llamaban a todos. Y yo conservo el «Ulanovsky» para hablar de él con terceros, y aun en familia. Las maestras del primario fueron sustituidas por profesoras y profesores.

Había quienes enseñaban por la noche en la universidad y por la mañana en el Moreno. Pero nuestros recuerdos suelen demorarse en episodios ajenos a la sabiduría especializada de la que fuimos beneficiarios. Recordamos, por ejemplo, al profesor de Físico-Química que nos hacía leer a un dramaturgo, Romain Roland. O al buen profesor de Matemáticas que un día nos dio, borracho, una clase de álgebra. O a la joven profesora de Geografía de quien yo estaba enamorado, mientras Ulanovsky elegía amores verosímiles.

Ulanovsky y yo nos hicimos en esa casona de la calle Rivadavia. Todo viene de allí. Curiosidad e indisciplina. Soberbia y humildad. Estábamos en tercer año cuando creamos Orbe: no una revista estudiantil sino un magazine hecho por estudiantes. Queríamos tener una excusa para conocer a personajes luminosos. La excusa fue eficaz: entrevistamos, por ejemplo, a Borges, que nos autografió con mano temblorosa un ejemplar de su Antología personal; a Houssay, que nos explicó (inútilmente) el hallazgo por el que le habían dado el premio Nobel, y a Piazzolla, que acababa de componer “Adiós Nonino”.

Cuando dejamos el colegio, nos dedicamos a fracasar, pidiendo trabajo en redacciones profesionales. En un momento yo desistí y me empeñé en convertirme en abogado. Ulanovsky perseveró e inició la que sería su refulgente carrera periodística. De todos modos, el periodismo nos reunió más tarde en la revista Confirmado. Ulanovsky era único. Fingía frivolidad y era profundo. Tenía una educada irreverencia. Creó una columna, «Reportajes insolentes», que en verdad eran reportajes astutamente incisivos.

A lo largo de estas décadas de amistad, hemos tenido discrepancias calladas. Cada uno de nosotros sabía que el otro no compartía sus ideas políticas, pero nunca nos lo dijimos. Tampoco ahora. Y vinieron los exilios. Y los trabajos en lugares apartados. No coincidimos en México, ni en Caracas, ni en Londres, ni en París, ni en Madrid. Nos alimentamos de cartas y mails. Y de encuentros infrecuentes. Así descubrimos que Borges tenía razón: «La amistad, a diferencia del amor, puede prescindir de la presencia».

HÉCTOR LARREA

Si usted, lector o lectora, me cruzó alguna vez por el dial, habrá notado que siempre estuve bien acompañado. Los míos eran programas con una gran mesa de columnistas, guionistas, libretistas, varios movileros, productores. Parecía una película italiana más que un programa de radio. Eran grandes profesionales que afrontaban el oficio de comunicar con respeto, trabajo, honestidad y profesionalismo.

No los voy a nombrar porque en seis décadas de aire fueron muchos los nombres con los que compartí distintos estudios de radio y televisión. Ustedes saben quiénes son. Ellos y ellas me hicieron ser el conductor que fui. Me sentí guiado, protegido, cobijado, seguro.

Nno soy periodista, no tenía esa parte a cargo mío, era un tema muy complejo en el que no quería, ni sabía, entrar. Lo bueno de separarme de eso era que me quedaba con la música, con los comentarios que pudieran ser creativos y recreativos y, sobre todo, con el humor.

Si algo no sabía, encontraba respuestas en las voces de mis compañeros, y muchas veces en sus miradas. En todos había una argumentación y contenido. Todos leían algo armado, pero con gran espontaneidad. Ahí estaba el secreto.

Cierto es que pasé más tiempo con ellos que con mi propia familia. Por esas cosas del destino radiofónico nunca pude trabajar en un mismo programa con Carlos. Lo escuché mucho, cuando no coincidíamos en horario de programa, en los diferentes roles que tuvo como columnista o conductor.

Más de una vez me invitó a su Reunión Cumbre, y ahí tuve la posibilidad de verlo trabajar. Un estilo parecido al mío. Una estructura sólida de programa en donde tenía un trabajo previo de producción e investigación. Nunca escuché en sus programas contar la siguiente anécdota: «Antes de llegar a la radio me pasó tal cosa…». Recurso tan precario de creatividad radial.

Disfruto la radio que hace Carlos. La manera tranquila que tiene de decir. Mejor dicho, de contar. Estoy convencido de que la radio es un cuento. Son pequeños cuentitos que se van narrando constantemente.

Valoro mucho los no que tiene: no tiene apuros, no pregunta de más, no reflexiona si no sabe, no busca títulos, no trata de ser divertido impostando, no colabora a la indignación generalizada, no posee dobles discursos, no adjetiva por adjetivar. 

Debo destacar también su rol de periodista y escritor. Días de radio es nuestra biblia. Ahí está la rica historia nacional del éter argentino. Ese libro es un manual de consulta permanente para varias generaciones de periodistas. Recuerdo ir al puesto de diarios a buscar La Maga. Gracias por esa revista que me salvaba de la melancolía de los domingos.

En 2020 consideré que mi misión en los medios estaba cumplida. Tenía que irme, se cumplían sesenta años de trabajo. Ir más allá de ese tiempo, para mí, era una grosería y una falta de respeto a la suerte que había tenido.

Me faltó la fortuna de compartir un programa con Carlos. Me hubiera gustado. Una deuda pendiente. Le voy a pedir su teléfono a nuestro amigo Martín Giménez por si algún día vuelvo…

Ahora en serio. Bienvenido, querido Carlos, a cumplir años con el 8 adelante. Yo te llevo una ventaja considerable en ese festejo. Me despido como siempre lo hice con los grandes invitados que tuve en mis programas. ¡Querido Carlos, este aplauso es para vos!

Hetitor

Taty Almeyda

Soy absolutamente contemporánea a la radio. Crecí con ella. De chica escuchaba los radioteatros. Imaginaba que esas voces eran pequeñas personas que vivían adentro de esos aparatos de madera que teníamos en la casa de mi infancia. Cómo me ayudó a desarrollar la imaginación. No era época de televisión ni series de grandes temporadas. La reina de la casa era la radio.

Yo miraba la radio. Era nuestro entretenimiento, nuestra compañía. Eso, la radio es compañera. Está a tu lado mientras hacés otra cosa, vas y venís con ella, no te pide nada a cambio. La radio es leal, y creo que vos sos un fiel reflejo de lo que es la radio argentina.

Me tocó conocerte hace varios años en los estudios de Maipú 555. En ese mítico edificio de mármol que parece una fábrica de radio en nuestro país. Recuerdo que compartimos programas con grandes amigos como Lucho Galende, Eduardo Anguita y Roberto Caballero. Yo era una colada que difundía diferentes actividades de las Madres y opinaba sobre temas de derechos humanos. Quiero decir, no era una profesional de la comunicación. Siempre tuviste un gesto solidario conmigo. «Mejor ponete así frente al micrófono», me dijiste una vez con un afecto que aun recuerdo.

Hoy nos toca encontrarnos en El Destape Radio. Espero con ansias los sábados para compartir ese ritual maravilloso que es cruzarnos al aire. Sabés lo que te quiero y admiro. Que tengas un gran año. Sos un ochentón muy guapetón. Te lo dice una señora que tiene más de noventa. Nos vemos prontito, en un estudio de radio, como corresponde.

Taty

Víctor Hugo Morales

¿80, Carlitos? No te puedo creer. Cómo nos levanta el ánimo a los de setenta y cinco. Llegar así a la edad que antes era la de la vejez. Tan lúcido, tan ilusionado con la vida y la profesión. ¿Cuáles son los proyectos inmediatos? ¿Y más adelante? Eso es lo que te define. Jugar con los desafíos como si estuviéramos jóvenes. Acá metí el plural, nos parecemos.

En qué teatro, presentación de libro, encuentro de artistas o de gente valiosa nos encontraremos la próxima vez. ¿Será cuando te entreguen estas y tantas otras palabras de los amigos? ¿Y cómo estarás? Reflexivo, manso, sabio, como siempre, lo doy por seguro. Con una sonrisa amable. Con una frase de hombre comprometido. Me acuerdo la primera vez que te vi en la radio de otras épocas. Dije: «qué lo parió, qué bien hizo la radio en traer a este tipo». Ay, cuando conocí tu libro Seamos felices mientras estemos aquí, sobre la vida del exilio en México. Surgió con aquella calidez y comprensión que, algunos años más tarde, cuando mi hijo Matías debió vivir allí y estaba desconcertado en el aprendizaje, nos fueron tan útiles en la distancia. «Sé feliz mientras estés ahí», le dijimos, y fue aprovechando el libro como un mapa cuando no conocés las calles y querés andar.

Días de radio, y el orgullo de estar allí, en las crónicas que pusieron la vida radiofónica, como un tesoro que dejás en la silla de un escenario e iluminás con un rayo que lo hace brillar. Pero lo mejor es verte en la penumbra de una sala, como si la cabeza blanca marcara un lado y otro de la fila, y pensar que a la salida uno te encuentra y la charla, aun si breve, te deja caminando con una sonrisa por la vereda del teatro, como si la obra se hubiera completado con ese abrazo.

Feliz cumple, buen amigo. Gracias por la parte que pude compartir de estos ochenta, que seguramente me hicieron un poco mejor, como el cariño, el respeto y las ganas de aprender nos hacen mejores.

Abrazo de gol de Racing. Anotado a los 80, con mucho por jugar.

Víctor Hugo

María Seoane

Nuestro exilio en México nos hizo cercanos, pero no conocidos. Sabíamos el uno del otro porque ambos éramos periodistas. Yo, una recién llegada al oficio en aquella tierra bendita allá por los años ochenta. Vos, ya asentado con Marta y las chicas, con una profesión probada y experimentada en los años setenta en la Argentina. El exilio argenmex era nuestro territorio común, pero debieron pasar retornos masivos en 1983 a la patria para que coincidiéramos un tiempo en la revista El Periodista. Pero si hubo algo que nos unió —además del telón de fondo de nuestra condición de argenmex y de tener amigos comunes— fue el amor por nuestra gente, nuestra historia y nuestra profesión. Un amor raro, desmesurado en mi caso y calmo o maduro en el tuyo. Siempre admiré ese tono pacífico, amable, no crispado de tu forma de ser. Muchos años más tarde, coincidimos en Clarín, cuando yo llegaba en 1993 y vos ya partías de esa redacción en los noventa. O en mi llegada como profesora a TEA en 1991, escuela que fundaste, o por nuestra relación con la revista Caras y Caretas, en 2006.

Pero, sobre todo, nos quisimos más con mi llegada a la dirección de Radio Nacional en 2009. Vos ya eras «el memorioso de la radio», el tipo que más sabía sobre la historia de la radio argentina. Un periodista sólido, admirable, que, como los maestros históricos de la radio, como los conductores de lujo, hacían el guion escrito de cada programa: nada debía ser dejado al azar en el éter. Así que fue natural que una tarde te convocara a la tarea más maravillosa: hacer una historia de la radio nacional, la radio de la patria. Y así fue. Armaste un equipo con los mejores, investigaste y uniste esa historia maravillosa que atravesó el siglo XX desde 1937 y desembarcaba nada menos que en los festejos conmovedores del Bicentenario en 2010. Y ahí fuimos, querido Carlos. Juntos en la construcción de la memoria.

Bajo tu batuta memoriosa. Cerrando —o abriendo para las futuras generaciones— la pasión por la comunicación y la libertad de nuestra patria.

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