40 años de «Kamikaze»: un Spinetta en estado de gracia con un puñado de canciones invencibles

Por: Fernando Herrera

El cuarto lanzamiento solista del Flaco reúne sensibilidad y audacia. Impulsó una revalorización del sonido acústico que una década después se haría global con los unplugged.

“Si Artaud tiene algo de experimental… bueno, Kamikaze también”: así es como en una entrevista Luis Alberto Spinetta asociaba dos de sus álbumes más celebrados en una fulgente coherencia compartida. Claro, el poeta y dramaturgo francés Antonin Artaud había sido fuente de inspiración precisamente por ser un auténtico kamikaze del pensamiento. Corrían los primeros días de abril de 1982, y el lanzamiento del decimoquinto disco de Spinetta, el cuarto como solista, coincidía con la recuperación de las Islas Malvinas y el dramático inicio de la guerra.

El tono bélico del título en absoluto se pretendía una intuición histórica de los hechos. El sentido era otro, si bien la canción homónima irradiaba asombro y devoción ante una paradójica ejemplaridad: la de quien, oprimido, perece en busca de salvación. A instancias del productor Alberto Ohanián –a quien Luis atribuyó la idea general–, el álbum fue concebido de un modo algo forzado: su propósito era recuperar material compuesto entre 1965 y 1978 que no había formado parte de los repertorios de Almendra, Pescado Rabioso, Invisible o Jade. Se trataba de un proyecto algo incierto que, según los protagonistas, Spinetta no estaba muy seguro de encarar.

No obstante, el discurrir de la obra y su resultado superaron cualquier expectativa, convirtiéndose Kamikaze en un signo ya clásico, y hasta emblemático, de la sensibilidad spinetteana. Con un pregnante espectro sonoro y anímico, el disco consagraba su sencillez instrumental y el carácter casero de su registro a una intimidad crítica, sagrada. Durante la grabación, Luis Alberto solo se sirvió de una guitarra acústica y una batería electrónica Boss Dr. Rythm. En las teclas, el maestro Diego Rapoport utilizó un sintetizador Oberheim OBX8, pianos Yamaha y Fender Rhodes y un Micromoog, mientras que David Lebón fue el percusionista, golpeando una banqueta de cuero y un lavarropas que hizo las veces de bombo.

El disco fue grabado entre febrero y marzo del ’82 en los legendarios estudios Del Cielito, propiedad del técnico Gustavo Gauvry, quien ofició como ingeniero en un ambiente pastoril, el de Parque Leloir, muy en línea con aquel puñado de canciones en las que primaban la desnudez, la creatividad y el amor. “El término ‘kamikaze’ –contó Luis en el libro Martropía: conversaciones con Spinetta, de Juan Carlos Diez– está utilizado para la gente que se juega por lo creativo”; para quienes se dedican “a la creación, a luchar contra la mediocridad y contra la destrucción del mundo”. Aflora aquí, en sus palabras, el horizonte fundamental de la poesía de Spinetta: el cuidado de la vida.

Observado tema por tema, el disco es una sublime antología de paisajes que en sus formaciones melódicas y armónicas pareciera engendrar el propio decurso de su trama lírica. Quizá sea aquí, en Kamikaze, donde Spinetta alcance a imbricar de un modo paradigmático la palabra justa con la melodía justa. Y no solo eso: el clima futurista que le imprime el timbre de las guitarras Ovation, y cierto minimalismo electrónico, sobre todo en manos de Rapoport, encarnan una fuerza emocional que por momentos linda con el llanto.

La signatura musical del kamikaze como figura fascinante y a la vez paradójica no podría estar mejor revelada que en la primera estrofa de la composición homónima: “Cayó, por fin, el noble kamikaze”. Aquí, sonido y sentido inician una verdadera alianza icónica cuyo enfoque trasciende cualquier coordenada estilística. Hay en el álbum relieves poéticos, melódicos e interpretativos casi sin parangón en la obra del Flaco: “Ella también”, una de las cumbres, remonta su ternura sideral a la época de Almendra, con un enorme Rapoport al piano (también fue uno de los momentos más emotivos de Las Bandas Eternas en Vélez).

La antigua “Zamba”, rebautizada como el ya clásico “Barro tal vez”, había sido compuesta por Luis en 1965. Se trata de una de sus primeras canciones, compuesta a los 15 años. En ella, la opción es clara: cantar o morir. El fondo de grillos y ranas nocturnos de Parque Leloir completa su impresiva tensión poética: “Solo los pájaros hablando, los grillos y las ranas en múltiples estéreos para la zamba final”, escribe Luis en las notas al disco. “Quedándote o yéndote” (antes “De tu alma”), compuesta con Eduardo Martí, es la declaración más transparente del disco, su deber curativo de la naturaleza interna (“Y deberás amar / amar, amar hasta morir…”), mientras “Casas marcadas”, en el cierre, va del brillo poético al ocaso experimental del final, con radios mal sintonizadas, interferencias, y una suerte de alienación espectral amenazante.

Kamikaze sigue dando que pensar: no se agota. El tiempo lo renueva. Su arraigo es tan sincero y enigmático que no cabría un concepto unívoco para decantar su sentido de verdad. Su potencia simbólica reviste un momento privilegiado en la promesa de felicidad, lucidez y comunión que habita el universo spinetteano. «

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