Este viernes se cumplirá un año del despliegue de tropas rusas sobre territorio ucraniano. La invasión tan anunciada por la Casa Blanca y la OTAN y la operación ordenada por Putin para "desnazificar y desmilitarizar" a ese país donde desde 2014 se juega el destino de Europa.
De hecho, el 8 de enero de 2022 le respondió a la periodista Diana Magnay, de Sky News, una cadena del millonario australiano Rupert Murdoch, que a Rusia no le resultaba aceptable «un mayor desplazamiento de la OTAN hacia el este» y agregó: «¿qué es lo que hay que entender ahí? ¿Estamos poniendo misiles en la frontera de EE UU?». En esa ocasión, incluso, recordó que alguna vez California y Texas pertenecieron a México. «Pero eso se olvidó», insistió.
En el ambiente se olfateaba ese aroma peligroso de la pólvora, pero la respuesta del Kremlin era que estaban abiertos a un acuerdo sustentable y definitivo para desactivar cualquier aventura bélica. Como parte de ese escenario de reconfiguración mundial, desde la Casa Blanca, sobre todo a partir de la administración de Donald Trump, China comenzaba a ser un objetivo que de ninguna manera desarticuló la gestión de los demócratas. Es así que las Olimpiadas de Invierno de 2022 en Beijing sufrieron un boicot político que por lo apresurado de la decisión no llegó a impactar –los atletas decidieron participar igual–, aunque la respuesta chino-rusa fue anunciar el mismo día de la inauguración la firma de un amplio acuerdo de amistad.
De allí en más, todo se fue acelerando mientras crecía el temor a que el conflicto se desmadre hacia un enfrentamiento nuclear. Y así, mientras el secretario de Estado Antony Blinken advertía sobre una inminente invasión que su par ruso Sergei Lavrov negaba, se iban intensificando los ataques contra población rusoparlante en el sureste ucraniano, el Donbass. La zona donde desde 2014 había un proceso de guerra civil alentada por Occidente, que no forzaba a que Kiev cumpliera con los Acuerdos de Minsk que debían garantizar la autonomía de esas regiones y permitir el uso de la lengua y cultura de sus habitantes.
Para el 19 de febrero, según los cómputos que llevaba adelante la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OCSE), el organismo de seguridad regional que integran 57 países de Europa, Asia y América del Norte encargado de que se cumplan aquellos documentos firmados por los líderes de Ucrania, Rusia, Alemania y Francia en la capital bielorrusa en 2015, se computaban casi 600 violaciones al alto el fuego en Donetsk y cerca de 1000 en Lugansk.
Cinco días más tarde, Putin anunciaba el inicio de una Operación Militar Especial. Para el presidente ruso, no se trataba de una invasión en los términos que planteaba EE UU o Europa, sino de una intervención que tenía como objetivo «desnazificar y desmilitarizar» a Ucrania. Para los gobiernos occidentales, era la puesta en marcha de la ocupación que ya venían advirtiendo meses antes, destinada a someter a los ucranianos a los designios de un autócrata que buscaba recuperar las añejas glorias del imperio de los zares.
Esta semana, el noruego Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, recordó a la agencia AFP que en la noche del 23 se fue a dormir maliciando novedades. «Fue una noche muy corta, porque sabía que en algún momento, en unas horas, alguien me despertaría, y eso fue exactamente lo que pasó. No es de extrañar, porque lo sabíamos», confirmó. «No hay forma de sorprenderse, porque esto fue realmente algo que se predijo meses antes de la invasión».
Comenzó ese 24 F una nueva etapa en este proceso de reconfiguración geopolítica que venía gestándose desde varios años antes a la espera de que alguien encendiera la mecha. Un proceso en el que es ostensible la declinación del poderío de Estados Unidos en todos los planos y con ello queda patente una nueva discusión sobre el orden internacional.
Sobreextendido como gendarme del mundo y muy golpeado militar y políticamente por las intervenciones en Irak, Afganistán, Libia y Siria, tras décadas de desindustrialización, EE UU padece además la pérdida de influencia económica y tecnológica a manos de China.
La primera reacción de los países occidentales a la incursión rusa fue establecer una batería de nuevas sanciones contra Moscú y representantes de la cúpula dirigente. También fueron incautadas las reservas del Banco Central ruso en los países europeos y les expropiaron empresas y fondos de magnates-oligarcas.
Al mismo tiempo, se manifestó un amplio apoyo al gobierno de Zelenski que se dimensionó en cuantiosa ayuda en entrenamiento militar y armamentos, mientras millones de ucranianos atravesaban las fronteras para huir de la guerra.
Todo lo ruso fue cancelado a niveles incluso que no se vieron siquiera en la Guerra Fría. Cayeron en esa bolsa del oprobio todos los miembros del gobierno de Putin pero la tirria llegó a artistas y creadores tanto actuales como a algunos de la talla de Fedor Dostoievski, Piotr Tchaikovski o León Tolstoi, para no ir más lejos.
Al mismo tiempo, la amenaza de que una confrontación nuclear, teniendo en cuenta que tanto Rusia como EE UU y la OTAN tienen el mayor arsenal atómico del planeta, no deja de atronar en las mentes más lúcidas.
Soltenberg bajó estos días las expectativas de un arreglo a corto plazo al afirmar en esa entrevista con la agencia francesa de noticias que «necesitamos estar preparados para un largo camino. Esto puede durar muchos, muchos años».
El viernes que pasó fue inaugurada la Conferencia de Seguridad de Múnich, un foro de debate del que forman parte 96 países al que por primera vez no fue invitada Rusia y donde, obviamente, el tema central es la guerra en Ucrania. Las intervenciones de la vicepresidenta de EE UU, Kamala Harris, y el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, marcan la tendencia.
«Estados Unidos ha establecido formalmente que Rusia ha cometido crímenes contra la humanidad en Ucrania mediante un ataque sistemático contra la población civil», dijo Harris. «Debemos darle a Ucrania lo que necesita para ganar y prevalecer como nación soberana e independiente en Europa», añadió Stoltenberg.
A una semana de que el mismo periodista que en 1969 reveló la masacre cometida por tropas de EE UU en la aldea vietnamita de My Lai y luego detalló crímenes similares en Irak y Afganistán informara sobre la orden de Joe Biden para destruir el gasoducto Nord Stream, lo de Harris resulta sorprendente. Ni qué decir de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen: «La versión de la participación de EE UU en el sabotaje nos parece absurda. En todos los años de existencia norteamericana, no se ha establecido y confirmado un solo hecho de violación del derecho internacional o acciones fuera del marco del derecho internacional. La reputación intachable del estado estadounidense nos permite ignorar esta versión. La Comisión Europea no dará cabida a las acusaciones de sabotaje del North Stream formuladas por Pulitzer Seymour Hersh», dijo sin pestañear.
Las palabras de Stoltenberg, a dos días de que la subsecretaria de Estado Victoria Nulland reconociera que «derrotar a Rusia nos permitirá mantener el orden mundial favorable a EE UU que tuvimos durante décadas y décadas seguros y prósperos», resultan también insólitas. Unos días antes, el jefe de la OTAN había reconocido que «las entregas de armas a Kiev superan la capacidad de producción de la OTAN».
Este mensaje desnuda que la estrategia rusa de desmilitarizar a Ucrania, aunque más lenta de lo que creían, se viene cumpliendo, lo que pone en un aprieto a la organización atlántica, acosada por el reclamo de Volodimir Zelenski de que le entreguen cuanto antes los tanques y aviones prometidos.
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