En más de un sentido, todo lo que ocurrió después de la invasión de Kuwait ocurrió en otro mundo. En 1990, EE.UU. asistía a la desintegración del bloque soviético y a la evaporación de la única amenaza existencial que había tenido ante sí desde el fin de la II Guerra Mundial. El comentarista neoconservador Charles Krauthammer se solazaba bautizando el “momento unipolar”. George H. W. Bush mantenía en alto la antorcha de Ronald Reagan y confiaba en hilar un inédito cuarto mandato presidencial consecutivo del Partido Republicano. No todas las cosas (si acaso alguna) resultarían como los actores de ese momento de optimismo lo imaginaban. Una cosa, sí, era segura: no había modo de que EE.UU. perdiera cualquier guerra convencional que se propusiera o que (si hubiera alguien suficientemente temerario) le propusieran.
En 1990, la amenaza a la provisión estable de petróleo justificaba una guerra. Kuwait era un proveedor importante, pero mucho más importante era eliminar prontamente la amenaza que un Irak invasor proyectaba sobre el principal exportador de petróleo hacia EE.UU. en ese momento, Arabia Saudita. A pesar de que sobrevive como explicación zombi de toda acción bélica de ese país hasta nuestros días, la primera guerra del Golfo Pérsico sería la última guerra de EE.UU. por el petróleo. Si hace 30 años le era imposible cerrar su ecuación energética sin proveedores estables y seguros del Medio Oriente, hoy recibe el 60% de sus importaciones de crudo de dos países con los que no tiene ninguna hipótesis de conflicto: México y Canadá. Más aún, la suma de los únicos tres países de Medio Oriente que están entre los primeros 15 países de los que importa crudo le provee un cuarto de los barriles que compra en Canadá. Eso, sin contar el boom productivo de la explotación por fractura hidráulica, que hoy le permite a EE.UU. exportar petróleo y derivados. El país, que más que duplicó su producto interno bruto desde 1990, sólo importó un 20% más de crudo en 2019 de lo que había importado aquel año.
También contemplamos otro mundo al ver que en medio de ese contexto de apogeo relativo de su poder, en 1990, EE.UU. buscó evitar la guerra y conseguir la aprobación de la Organización de las Naciones Unidas para que, llegado el caso, el uso de la fuerza se ajustara al derecho internacional. El Consejo de Seguridad aprobó una seguidilla de resoluciones exigiendo la retirada de las tropas iraquíes, todas con el apoyo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (otra entidad de otro mundo) y de China. Entre los 15 miembros del Consejo, sólo Cuba y Yemen disintieron con algunos votos contrarios o abstenciones, siempre en un curioso tándem con inercia de la Guerra Fría. El crescendo en el Consejo culminó en la Resolución 678, que autorizó enfrentar la violación iraquí del derecho internacional con “todos los medios necesarios”. La URSS apoyó con su voto, China se abstuvo. La fundamentación y la legitimación de la acción bélica, respetando los principios de la Carta de la ONU quedarían como una foto sepia cuando el hijo presidente de George H. W. Bush decidiera, en 2003, invadir Irak con falsos pretextos, con el Secretario de Estado Colin Powell mintiendo frente al Consejo de Seguridad y violando la Carta sin encogerse de hombros.
Ante Saddam, EE.UU. sacó a relucir el “realismo ofensivo”. Bajo ese precepto de John J. Mearsheimer, toda potencia busca necesariamente la hegemonía y no meramente la estabilidad como medio para garantizar su propia seguridad. Como buen realista, Bush padre buscaba derrotar decisivamente a Irak, pero resultó agnóstico respecto de la tiranía de Saddam: puso en su lugar a un estado sin preocuparse por el régimen que imperaba dentro de él. No era ya la Guerra Fría, con sus fronteras ideológicas dentro de cada estado, justificación para derrocar a Salvador Allende en Chile. Y no era todavía el mundo neocon de George Dubya Bush, cuyo objetivo central en 2003 sería el cambio de régimen y la exportación bélica de la democracia a Bagdad.
Otro mundo, por cierto, para la Argentina, que participaría de la “coalición de los dispuestos” liderada por EE.UU., en el clímax de la política exterior menemista de alineamiento incondicional.
Constatar, por último, que -aunque lo ha querido e intentado- EE.UU. no ha podido retirar todas sus tropas. Superpotente, pero no omnipotente, sigue viendo cómo, 30 años después, su horizonte de seguridad siempre está dos pasos más allá.
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