14 de febrero: el día en que está permitido ser cursi sin sentir culpa

Por: Mónica López Ocón

En el Día de San Valentín, patrono de los enamorados, es posible escribir poemas de amor con rimas obvias, dibujar corazones atravesados por la flecha de Cupido y cantar boleros con voz melosa. El regalo a la persona amada, desde una flor a un auto, es obligatorio. Los orígenes de una tradición que se convirtió en una herramienta de venta.

Flores, bombones, angelitos de culos regordetes que arrojan sus dardos envenenados de amor, frases dignas de un sobrecito de azúcar, corazones palpitantes, posters con atardeceres en los que se ve una pareja a contraluz conforman el cotillón del día de San Valentín que se celebra hoy, 14 de febrero. Se trata, sin duda, de un arsenal de conmovedoras cursilerías, de ridiculeces mostradas en una vitrina.  Todas las cartas de amor son ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas, dijo el poeta Fernando Pessoa. Quizá porque ya nadie escribe cartas o las escribe de manera secreta y no las manda, es que la ridiculez amorosa ha anidado en otros objetos y ha elegido manifestaciones visuales recargadas de crema y dulce que lindan con la repostería de una panadería barrial.

En la ciudad de Buenos Aires los buzones, rojos como un corazón, se mueren de inanición con la boca abierta. Y quizá sea ésta la única miseria de la que no se puede culpar al macrismo, sino a la tecnología que ha dejado sin medio de expresión a los enamorados sufrientes. ¿No es esto atentar contra la libertad de prensa del corazón? Imposible escribir un mail con una afiebrada caligrafía y llorar sobre la letra derramada. Imposible guardar flores secas o cualquiera de esas “pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas” entre los misteriosos circuitos de la computadora. Imposible escribir “con sangre, con tinta-sangre del corazón” como dice el bolero.  Y aunque el microrrelato esté de moda, también resulta imposible reducir la desesperación amorosa a un puñado de caracteres. Por otra parte, el emoji del corazón que late se ha emitido tanto, que está tan devaluado como el peso.

Por todas estas razones el Día de San Valentín, que se festeja desde hace mucho tiempo en diversas latitudes, en la Argentina se ha vuelto moda hace unos años. El 14 de febrero es el día permitido para quebrar la dieta de la razón y la vergüenza y se puede ser cursi sin culpa.

Mientras escribo esta nota, me llega un mail indicándome cómo hacer, paso a paso, una cajita con forma de corazón. Otro me anuncia las películas de amor que se darán en esta fecha en un canal determinado y un tercero me informa sobre los libros más adecuados para regalar en San Valentín. También me sugieren un video para enviar a la persona amada y me ofrecen una serie de tarjetas alusivas. Cualquiera puede comprobar el bombardeo publicitario. El día de San Valentín es un buen pretexto para intentar vender desde perfumes a bombones, desde celulares a equipos de aire acondicionado capaces de poner un poco de frío en los acaloramientos del amor, siempre que uno tenga la suerte de tener luz y un ingreso capaz de solventar la factura. Pero no siempre el día de San Valentín estuvo relacionado con el merchandising.

Su origen es romano. En el siglo III regía los destinos del Imperio Claudio II, quien decidió prohibir el casamiento entre los jóvenes porque las ataduras amorosas y la llegada de los hijos al matrimonio atentaban contra el rigor del bueno soldado que debía volcar todo su empeño en el ejercicio de la guerra sin distracciones afectivas.

En declarada rebeldía contra tal disposición, algo así como un decreto de necesidad y urgencia imperial, un sacerdote de Roma, San Valentín se dedicó casar jóvenes en secreto. Por eso se lo reconoció y se lo sigue reconociendo como el “patrono de los enamorados.”

Enterado el emperador, lo encarceló. Un oficial le pidió que, como prueba de su poder, le devolviera la vista a su hija que era ciega. Pero el milagro realizado no benefició la suerte del condenado. La hija del oficial volvió a ver, pero San Valentín fue ejecutado el 14 de febrero del año 270. Julia, la hija del oficial a la que San Valentín le devolvió la vista, plantó un almendro en su memoria que no sólo da frutos, sino también hermosas flores que se volvieron en emblema del amor. 

Aunque el Día de los enamorados es una celebración, está relacionado con la muerte de su patrono y tardó varios siglos en adquirir un carácter romántico, cosa que sucedió recién en el siglo XIV. Pero fue recién en el siglo XX  que la celebración se popularizó, sobre todo en los países anglosajones.

Fue una mujer estadounidense, Esther Howland, editora y dueña de una papelería, quien popularizó el festejo de San Valentín en su país diseñando una serie de tarjetas alusivas que constituyeron un gran éxito de ventas. Su idea de realizar tarjetas celebratorias surgió luego de ver una tarjeta un tanto insulsa que su padre había recibido de Europa, por lo que decidió crear imágenes propias. Su negocio comenzó a crecer con la inclusión de materiales tales como cintas, encajes, capas superpuestas de papeles y todo lo que pudiera sumar un atractivo barroco a su producto. Sus tarjetas, que como las europeas incluían un poema de cuatro versos, llegaron a todas partes de su país, por lo que se la llamó “la madre de los estadounidenses”.

En la Argentina importadora, la celebración de San Valentín también fue el producto de una importación cultural del mismo modo que Halloween o que la borrachera del día de San Patricio, que habilita a vomitar y orinar en la calle siempre que los depredadores sean rubios.

Es cierto que también la festividad de Navidad es importada y que la celebración nos impone paisajes nevados y comidas de países fríos mientras en estas latitudes nos morimos de calor. Pero no es menos cierto que hemos sido una colonia española y que, mal que nos pese, hemos heredado no sólo determinadas celebraciones, sino también la propia lengua, luego de un proceso histórico que fue tan sangriento como irreversible.

La celebración de San Valentín, en cambio, tiene en la Argentina pocos años y es más un hecho comercial que una tradición heredada. Pero es también una oportunidad para ejercer la retórica amorosa sin temor al ridículo, como en su momento lo hicieron las cartas de amor. Como dice Pessoa, “al fin y al cabo, / sólo las criaturas que no escribieron cartas de amor/ sí que son ridículas.”

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