El Nobel colombiano, célebre autor de “Cien años de soledad”, un libro que se convirtió rápidamente en uno de los más leídos y celebrados de todos los tiempos, murió hace exactamente una década.
Ser conocido en todo el mundo y, como en el caso de García Márquez, haber ganado el Premio Nobel de Literatura es a la vez la mayor de las suertes para un escritor y, en cierta medida, también una desgracia.
La masividad no siempre es bien recibida por ciertos círculos intelectuales que entienden que, necesariamente, un libro de circulación masiva es complaciente con el lector, reúne las características nocivas que le gustan a un mercado acrítico que no está constituido por lectores exigente, sino más bien por un conjunto de lectores ocasionales que sólo consumen best sellers.
Es así que, a partir el éxito rotundo de Cien años de soledad, la figura de Gabo es subida y bajada del pedestal de la gloria, según los aires que soplen.
El concepto de “realismo mágico” suele ofender los oídos literarios más sensibles. Aunque fue acuñado en 1925 por el crítico alemán Franz Roh para aplicarlo al campo de las artes visuales, hoy refiere a gran parte de la producción literaria de lo que se dio en llamar el “boom latinoamericano” y que se dio allá por los años 60, cuando la literatura aún tenía el poder de convocar multitudes y los intelectuales de toda cepa tenían casi tanto predicamento social como el más famoso influencer de hoy en día.
Y, claro, García Márquez tenía su propia máquina de hacer milagros: hacía levitar mujeres, sacaba de la galera gitanos que llevaban a Macondo las grandes novedades del mundo como la dentadura postiza y producía todo tipo de prodigios literarios.
Por esta razón, con espíritu mileísta, muchos intelectuales de ayer y de hoy decidieron desindustrializar la literatura del realismo mágico. Hay que reconocer que es cierto que los imitadores de García Márquez no solo llenaron de stock las estanterías de las fábricas vernáculas, sino que también exportaron el producto.
A diferencia de la fórmula de la Coca Cola que, según dicen, es el secreto mejor guardado del mundo, la fórmula del realismo mágico fue bastardeada por legiones de escritores y escritoras que estaban convencidos de que hacer unos cuantos trucos de magia berreta era suficiente para ser García Márquez. Pero así como es necesario separar la paja del trigo, también es preciso separar lo auténtico de la burda réplica.
Es así que la vida del Nobel colombiano osciló entre el prestigio que oficializó la Academia Sueca al otorgarle el premio de los premios, y la denostación por haber registrado a su nombre la fórmula del realismo mágico.
Pero también recibió otra acusación: contar América Latina con ojos europeos, es decir, reproducir en su literatura el mito del buen salvaje latinoamericano que habita en la selva del barroquismo latinoamericano.
Algo similar ocurre con Cortázar que ni ganó el Nobel ni adhirió a ninguna fórmula que tuviera una relación con el realismo mágico. A Cortázar, a quien también se lo sube y se lo baja del pedestal de bronce según los aires de la crítica literaria que corran, se lo acusa de pensar a la europea, de cierto snobismo adolescente en su escritura y de escribir una novela como Rayuela que hoy en día sólo puede ser leía con un criterio arqueológico, según ciertos jueces literarios.
Claro, habiendo leído el diario del lunes todos somos capaces de elaborar no solo grandes teorías políticas, sino también novelísticas. Lo cierto es que en su momento la novela causó sensación, las mujeres jóvenes querían ser la Maga y muchos recorrían París con Rayuela en la mano a modo de guía turística. En el mejor de los casos, muchos críticos se dedican a instalar la idea de que Cortázar fue, quizá, un buen cuentista, pero que sus novelas hacen agua por todos lados.
Pero, volviendo a García Márquez, podría decirse que la operación que realizó en Cien años de Soledad no fue sencilla: logró contar algo sobre este rincón del planeta del que Dios, si es que existe, parece haberse olvidado, con el asombro con que se mira lo maravilloso por primera vez.
Suerte de Ulrico Schmidl, cronista de Indias alemán que llegó a estas latitudes con Don Pedro de Mendoza, García Márquez miró un rinconcito de esta Tierra, el pueblo de Aracataca que transmutó en Macondo, con el asombro alucinado que genera lo desconocido. Así como en un principio, los pueblos originarios no pudieron distinguir entre un hombre y el caballo que montaba, sencillamente porque nunca habían visto un caballo, Schmidl enumera prodigios y seres fabulosos, sencillamente porque no conocía la fauna de la región. Garcia Márquez hizo algo parecido.
Lo cierto es que, mal que les pese a sus detractores, el Gabo es tan popular y querido en su lugar de nacimiento como rara vez lo es un escritor, ya que ese tipo de gloria está más bien reservada para figuras del deporte y el espectáculo.
Hoy, su pueblo conmemora sus 10 años de ausencia con todo tipo de homenajes al hombre que se tomó muy en serio la sentencia de que “en el principio fue el verbo” y construyó un universo paralelo enteramente hecho de palabras.
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