¿Y si hablamos de corrupción en serio?

Por: Hernán Brienza

Columna de opinión de Hernán Brienza, periodista y politólogo

Desde que tengo uso de razón, cada gobierno que termina es sometido al impiadoso festival de la condena social que ponen en marcha los medios de comunicación masiva. Como en un juego histérico, aquellos medios que sostuvieron durante años de forma genuflexa a los gobiernos de turno, hacia el final de cada gestión se vuelven fiscales implacables y, una vez caído el presidente, los periodistas demuestran su «coraje inconmensurable» lanzando diatribas dignas de ingresar en los anales de historia de la retórica. Todos son Emile Zolá con los presidentes depuestos. Total ya no tienen poder de daño. Le ocurrió a la dictadura militar con el festival de muertos y desaparecidos armado por Clarín, el mismo diario que le arrancó Papel Prensa a la familia Graiver y que ocultaba los secuestros y torturas mientras estaban sucediendo en tiempo real. Le pasó a Raúl Alfonsín. Al propio Carlos Menem. A Fernando de la Rúa. Y ahora le toca al Kirchnerismo. La operación consiste en: denunciemos al gobierno que se fue que es más barato y sin riesgos y seamos cómplices del nuevo gobierno que, todavía, tiene poder para lastimarnos. Obviamente, de la operación también participa el Poder Judicial en sus vaivenes entre la impunidad y la injusticia.
Ahora la vedette de la maquinaria fusiladora mediático-judicial es el Kirchnerismo. Frases vacías como «el gobierno más corrupto de la historia» o «se robaron todo» son las perlitas del pensamiento mágico de sectores que, sumidos en la vagancia intelectual, necesitan de eslóganes para explicar lo que sucede a su alrededor: desde la inflación, a la crisis internacional, de la cadena de costos a la saturación del proceso de sustitución de importaciones, desde la puja distributiva a la necesidad de importar divisas por parte de la industria, todo se explica con un «¿Qué querés? Se afanaron todo.» Y enarcan las cejas como Lanatas recibiendo el premio de empleado del mes y creyendo que queda piola dedicándoselo a trabajadores de prensa desocupados y sin posibilidad de contestarle.
No se puede robar un país. No se puede robar todo. Se pueden llevar adelante políticas públicas más o menos efectivas frente a algunos problemas estructurales de la economía argentina, más o menos concentradoras o distribuidoras de riqueza, con niveles mayores o menores de enquistamiento de la corrupción en los distintos estratos del Estado. Pero eso es otra cosa. No es pensamiento mágico. Los argentinos nos debemos un debate en serio sobre la corrupción. Los aumentos del gas, de la nafta, de la luz, la depreciación de los salarios, el endeudamiento externo, por ejemplo, no tienen absolutamente nada que ver con el «se robaron todo».
La corrupción está íntimamente ligada al financiamiento de la política. Quién no tiene recursos, no puede hacer política; ni acá ni en Estados Unidos. Una campaña presidencial cuesta decenas de millones de dólares, los afiches, los spots televisivos, las entrevistas pagas, los actos, las movilizaciones, todo eso cuesta un dineral. Ir a un programa de gran audiencia para que un periodista haga preguntas condescendientes cuesta entre 150 mil y 250 mil pesos. ¿Quién dispone de ese dineral para ser entrevistado? Y lo peor es que esa operatoria está legitimada por el televidente. Si un ciudadano no ve en la televisión a su candidato, no lo conoce, no lo seduce, por lo tanto no lo vota. Para existir en política es necesario estar en los medios. La televisión lo sabe, por eso cobra derecho por silla calentada por el culo de un político.
Un diputado o un senador cuenta con un presupuesto, entre sueldos, asesores, viáticos, de 100 mil o 150 mil pesos por mes. ¿De dónde saca el dinero ese diputado para llegar a ser presidente? Está «obligado» a financiar irregularmente su campaña. Lo mismo pasa con un ministro, con el titular de la ANSES o con el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo. Conocidos son las millonarias pautas de publicidad que recibieron periodistas deportivos y dominicales de la gestión del PRO.
Corrupción, también, es evadir impuestos, girar dólares al exterior, tener cuentas en paraísos fiscales, sean funcionarios públicos o privados, porque un presidente que años anteriores defraudó al fisco ¿Qué concepto de la «cosa pública» puede tener y qué políticas de defensa del Estado que ahora gobierna puede llevar adelante quien antes lo estafó? Corrupción, también, es ser mercenario del grupo mediático más importante del país para hacer campaña contra un gobierno con denuncias inventadas. Corrupción, también, es firmar sentencias a medidas de los grupos económicos por una módica suma en negro. La corrupción también es judicial.
No se trata de defender la corrupción en esta nota. Quien escribe esta nota sólo ha recibido dinero a cambio de su trabajo, bueno o malo, equivocado o no. Siento una repulsa moral, heredada de cierto ascetismo cristiano, respecto de la riqueza rápidamente adquirida, considero con Honoré de Balzac que «detrás de toda gran fortuna siempre hay un crimen» y mira con desconfianza, incluso, a los apropiadores de plusvalía. De lo que se trata en este texto es de comprender no de justificar. De explicar que no es reprimiendo en un show mediático a un par de ladrones que se lucha contra la corrupción, porque ella está adherida como la hiedra al financiamiento de la política.
¿De qué viven los denunciadores mediáticos que nunca trabajan? Del financiamiento espurio de la política; o, lo que es peor, de peligrosas y sospechosas donaciones de organizaciones privadas. Y acá hay un punto oscuro en esta argumentación. La corrupción –aunque se crea lo contrario- democratiza de forma espeluznante a la política. Sin la corrupción pueden llegar a las funciones públicas aquéllos que cuentan de antemano con recursos para hacer sus campañas políticas. No hay que ser ingenuos. Sólo son decentes los que pueden «darse el lujo» de ser decentes. Sin el financiamiento espurio sólo podrían hacer política los ricos, los poderosos, los mercenarios, los que cuentan con recursos o donaciones de empresas privadas u ONG de Estados Unidos. ¿Ustedes se imaginan a Techint pagando la campaña de Héctor Recalde, legendario abogado laboral ligado a la CGT? Imposible ¿No? ¿Ustedes se imaginan a las fundaciones de la CIA «bancando» las campañas políticos que defiendan los intereses nacionales? ¿O creen que sólo financiarán a Laura Alonso, Elisa Carrió o la campaña del PRO? Lo peor es que los políticos que ya poseen recursos también son corruptos. Para muestra basta el entramado de financiamiento espurio que armo el PRO en la Ciudad de Buenos Aires. Los «ricos» también son corruptos.
Esta nota es políticamente incorrecta, el autor lo sabe. Pero es brutalmente honesta. Denunciar la corrupción de un solo lado es formar parte de algún entramado de corrupción. No todos somos corruptos. Eso es una mentira justificadora de los verdaderos culpables. Lo que sí es cierto es que el financiamiento de la política está ligadísimo a la oscuridad en el manejo de los recursos. Y que hablar de corrupción como único tema es construir un discurso reaccionario y elitista. Si quieren hablar en serio de corrupción, que se saquen la careta, los políticos, los jueces, los periodistas y los empresarios. La democracia se merece este debate. Y también se merece volver a debatir los medios de comunicación. Una y otra vez. Porque el espacio público, hoy, se encuentra corrompido por los manejos de los monopolios de prensa y también por algunas empresas periodísticas. La corrupción no es individual, es sistémica. Quien no entiende esto, está condenado a repetir zonceras.
Por lo demás, liberen a Milagro Sala. «

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