Desde que llegó a la Casa Rosada, Mauricio Macri no había tenido una semana tan aciaga como la que pasó, donde acumuló reveses impensados hace menos de un mes, cuando todavía gozaba del piadoso manto social de expectativas que cubre al gobernante inexperto.
El Senado acaba de darle media sanción a la «ley antidespidos» por un robusto voto opositor que dejó en frágil minoría a Cambiemos sepultando el anhelo gubernamental de conservar una suerte de mayoría transversal permanente en la Cámara Alta, fantasía que había sido alimentada por el resultado del voto buitre que el miércoles 27 quedó en el pasado.
Ayer, una verdadera multitud obrera convocada por las cinco centrales sindicales, incluidas las que más hicieron por tender puentes con el macrismo, se manifestó en la calle contra la sistemática destrucción del empleo, demostrando que la «sensación» de la que habló Marcos Peña sólo expresa una voluntad de negación de lo que verdaderamente ocurre por estas horas en el mundo laboral, tanto público como privado, más allá de las ensoñaciones que envuelven los despachos oficiales.
El folletín de Lázaro Báez, sus bolsos y estancias, que reproducen casi en cadena los medios oficialistas, como tapadera de la crisis derivada de la aplicación de políticas regresivas, podrá distraer y ocupar a diario charlas de sobremesa, pero no logra desplazar de los principales temas de preocupación ciudadana los que atañen a la incertidumbre que genera la situación económica donde salarios de 2015 deben lidiar con precios de 2016, bajo la amenaza del desempleo y la inflación en alza.
No hay felicidad, ni alegría en las calles, sino angustia y protestas en aumento. Ni siquiera esperanza de un segundo semestre con mejores índices que apuntale la idea nada original del gobierno de que estamos mal pero vamos bien. La inteligencia colectiva, sorteando discursos edulcorados y promesas de bonanzas a plazo fijo, comienza a advertir algo que, quizá, no resultaba tan obvio durante el verano: la economía tiende a enfriarse y, cuando eso ocurre, las consecuencias nunca pueden ser buenas, porque nunca lo fueron.
Las expectativas de los asalariados que sostenían el mercado interno son malas. El que conserva el trabajo cree que puede perderlo. El que tenía un salario que le alcanzaba, hoy no llega a fin de mes. El techo paritario pactado entre el gobierno y la burocracia sindical va a producir una caída en el salario real, situación que desgraciadamente se hace cada vez más palpable.
El comerciante está en una verdadera encrucijada existencial. Sabe que le aumentan los costos fijos (luz, gas), pero también que si traslada esos incrementos al precio de sus productos caerán las ventas, agravando la declinación del consumo producto de salarios desactualizados y del conservadurismo lógico de sectores medios y bajos que defienden su ingreso no consumiendo, o consumiendo menos. De alguna manera volvió el «deme dos»: dos tomates, dos papas, dos cebollas, dos facturas.
El que produce no tiene a quien venderle, mientras acumula stock a granel. Observa la retracción general y mira su plantilla de personal como alternativa de ajuste promocionada desde el propio Estado, que se desinteresa así del sector que produce casi el 80% de los empleos del país. Había un mercado pujante, hoy a hay uno prácticamente paralizado. El crédito está en crisis: mientras el Banco Central oferte Lebacs al 38%, no sólo no van a bajar las tasas, sino que las líneas para pymes van a tender a desaparecer.
El gobierno está contribuyendo a una tormenta perfecta con implicancias sociales negativas, y lo sabe. No es un error. Parte de una convicción ideológica: decidió atarse a la política de metas de inflación. A eso llaman una economía predecible, no artificial. Llegar a una inflación de un dígito es, para los funcionarios del equipo económico, el único criterio de éxito que se fijaron.
Visto del lado macrista de la vida, una vez que eso ocurra, producto de una recesión estimulada, van a llover inversiones genuinas, estas van a producir empleo, el consumo va a retornar y todos serán felices. Cuando dicen que «estamos mal pero vamos bien», a su modo, tratan de justificar el doloroso mientras tanto en camino a una prosperidad futura que resulta falsa: si para que baje la inflación a un dígito, la desocupación debe subir a dos dígitos, lo que se está fabricando es inseguridad laboral y no una economía saludable.
Porque desempleo es igual a menor consumo, y menor consumo se traduce en menor empleo también, y cuanto más crezca la desocupación y más bajos sean los salarios, mayores serán las conflictividades y tensiones que asedian la sustentabilidad de cualquier modelo económico que se pretenda viable, aun el neoliberal.
Los índices no son la gente y su vida, del mismo modo que el Estado nunca es neutral frente al mercado y sus pretensiones. O interviene y regula para que los más débiles en la cadena puedan acceder a todos los derechos ciudadanos que una democracia debe garantizar, o no lo hace y convierte a la sociedad en un coto de caza y saqueo de los que más pueden contra los que menos tienen.
Este último diseño es el que impulsa el macrismo, basado en una premisa nunca exitosa en países periféricos como el nuestro: que los ricos se hagan más ricos para que los pobres sean menos pobres. Falacia total, y peligrosa. La Teoría del Derrame no funciona. La copa nunca rebasa. Para que caiga algo hay que ayudar a voltearla. Esa es la misión del Estado, y de sus regulaciones.
El editorial de La Nación de esta semana vuelve a poner, blanco sobre negro, cuál es la demanda real de los dueños del poder y del dinero de la Argentina: salarios más bajos, flexibilización laboral, ausencia de normativas para despedir serialmente, baja de los convenios colectivos de trabajo, sindicatos por fábrica para aprovecharse de su debilidad, en fin, nada nuevo.
En sintonía con el gobierno de ceos actual, que los dejen acumular riqueza sin regulaciones ni intromisiones para que ellos puedan fugar las ganancias extraordinarias al exterior, es decir, a resguardo de cualquier otro gobierno populista que sueñe con volcar la copa. Así es cómo descapitalizaron al país. Casi un PBI completo de argentinos está fuera del alcance del fisco. Las promesas de retorno de capitales son una zanahoria que cada tanto ofrecen de modo patriótico, sobre todo cuando hay gobiernos que quieren hablar su mismo lenguaje, pero la realidad es que nunca concretaron lluvias de inversiones o cosas parecidas.
Las elites argentinas protegen su dinero y llaman «inversiones» a las derivadas del endeudamiento para pagar gastos corrientes y obra pública de las que se van a beneficiar otra vez para fugar al sistema bancario extranjero, y que vuelven a pagar las víctimas de su histórica rapiña, generación tras generación.
A diferencia de otras épocas, con el macrismo en la Casa Rosada, ni siquiera disimulan sus propósitos. Asistimos a una desvergonzada y explícita sofocación del interés ciudadano y nacional en función del lucro de unos pocos como todo horizonte de posibilidades sociales.
Sin embargo, aunque el panorama no es bueno para las mayorías, lo que pasó esta semana enciende una luz al final del túnel. Retomando una frase de Carlos Heller, el límite al ajuste lo pone la capacidad de resistencia de los ajustados. Y lo que ocurrió en el Senado, más el gentío en el Monumento al Trabajo, a tan sólo cuatro meses de inicio de la administración macrista, no debería ser soslayado. Es un importante síntoma de recomposición de los sectores afectados por las políticas del modelo.
La Argentina real reacciona. Empujada por la necesidad, está claro. Pero también por la memoria positiva reciente, acumulada en los últimos 12 años y medio de políticas inversas, donde el estímulo al trabajo, la producción y el consumo, el derrame de abajo hacia arriba, benefició a todos. «