Un casting con sed de sangre

Por: Ricardo Ragendorfer

Columna de opinión.

Tono sombrío. Mirada grave. Y bajo un cielo encapotado. Así lucía Mauricio Macri el 29 de mayo, durante la celebración del Día del Ejército en el Colegio Militar de la Nación. Fue cuando oficializó su gran anhelo de que las Fuerzas Armadas realicen tareas de seguridad interior. Algo expresamente vedado por la ley. Pero eso para él –ya se sabe– no es un escollo. 

Sus palabras al respecto traían cierta reminiscencia de lo expresado ya en 2010 por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos en cuanto a cómo se desarrollan los conflictos armados en el siglo XXI: «La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en los caseríos expandidos que forman las ciudades arruinadas del mundo».

A esa lista ahora debería agregarse los túneles del subte porteño. 

La frase resume el corpus teórico de la doctrina norteamericana de las «Nuevas Amenazas», que incluye situaciones tan variadas como el terrorismo, el narcotráfico, los reclamos sociales y las catástrofes climáticas.  

En aquella simpleza conceptual Macri fue amaestrado al pie de la letra. Y el martes, con cara de entendido, justamente recitó: «Necesitamos Fuerzas Armadas que se adapten a las nuevas amenazas». Aplauso de los presentes.  El mandatario habló rodeado por delegados militares extranjeros, todos de uniforme y tiesos como piezas de ajedrez. A un costado permanecía el jefe del Ejército, Claudio Pasqualini. Al tipo se lo notaba muy consustanciado con lo que oía. No pudo ser de otra manera.

Este general de 58 años es un referente del sector castrense que reclama la amnistía por delitos de lesa humanidad. Pero nadie le festeja esa prédica más que su propia esposa, María Laura Renés, hija de Athos Renés, un ex coronel condenado a perpetuidad por la Masacre de Margarita Belén. Ella pertenece al grupo de Cecilia Pando. El marido no le va a la zaga. Por lo pronto, al opinar sobre el nuevo desafío, soltó: «Estamos preparados para muchas tareas». 

También se deleitaban con el fraseo presidencial los jefes ministeriales de Defensa y Seguridad, Oscar Aguad y Patricia Bullrich, junto a funcionarios de segunda línea. O desconocidos, pero influyentes; entre estos, un sujeto alto y delgado que observaba la escena con cierta sorna. Era Fulvio Pompeo, nada menos que secretario de Asuntos Estratégicos de la Jefatura de Gabinete. 

Bien vale reparar en este personaje. 

Se trata de un politólogo y relacionista internacional con título obtenido en la Universidad de Belgrano y algún posgrado en Londres. Supo pertenecer al duhaldismo; de hecho, fue funcionario de Carlos Ruckauf en la Cancillería cuando el ex bañero de Lomas ejercía la presidencia interina. Ahora es muy escuchado por el propio Macri, a quien suele acompañar en las giras oficiales. Y se lo considera el «cerebro» del revuelque entre los conceptos de Defensa y Seguridad. Eso lo sitúa en un nivel «supra-ministerial». Tanto es así que aquel hombre coordina la denominada «mesa de Seguridad» del gobierno, en donde Bullrich y Aguad se nutren de nuevas iniciativas.   

Allí –por caso– se urdió en abril la ocurrencia de reemplazar las Fuerzas Armadas por una Guardia Nacional, inspirada en las de Panamá y Costa Rica, un proyecto que incluso mereció el rechazo de los socios radicales del PRO. 

Desde allí Pompeo también delineó las importantes tareas locales que ahora el régimen macrista ansía asignarles a los uniformados.

¿Sabrá ese hombre lo que es jugar con fuego?

Tal vez la experiencia histórica más calamitosa en tal sentido haya sido la de México. Las consecuencias están a la vista. Desde el 1º de diciembre de 2006, cuando, presionado por Washington, el recién elegido presidente Felipe Calderón convocó a las fuerzas armadas para lanzar su guerra contra el narco, la ola de violencia en el país causó hasta la actualidad –habiéndose extendido con los mismos actores a la gestión de Enrique Peña Nieto– más de 300 mil muertos y –según conteos de la ONU– alrededor de 40 mil desaparecidos.

Aquella es la contabilidad de una tragedia humanitaria inducida desde los despachos oficiales. Porque la inclusión de los uniformados multiplicó esa guerra en tres contiendas bélicas simultáneas: la de los cárteles entre sí por el control territorial, la de los Zetas (integrados por ex policías y desertores del Ejército) contra el resto de las organizaciones criminales y la de los militares contra los propios ciudadanos. Esto último es una constante en todo país y tiempo donde la estructura castrense es volcada a operaciones dentro de sus propias fronteras. Aún sucede en Colombia, también en América Central y ya empezó a pasar en Brasil. Un patrón genocida desatado por una tara doctrinaria; porque según los manuales de entrenamiento, en las llamadas «guerras no convencionales» la fortaleza del enemigo (en estos casos el enemigo siempre es «interno») se encuentra en la retaguardia, o sea en la sociedad civil. La táctica entonces consiste en atacarla para –según una metáfora castrense– «dejar al pez sin agua».

Los buscadores locales del Santo Grial tienen en tal aspecto un pequeño problema: su dificultad en hallar al «enemigo interno». En la Argentina no hay mafias como las aztecas ni milicias como el Isis. Pero hay mapuches. 

Prueba de eso es el delirante paper de 180 páginas producido a fines de 2017 por el Ministerio de Seguridad –siempre con el invalorable know how del señor Pompeo– que define a la fantasmagórica Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) como el eje del mal. Una construcción argumental fundamentada –así como después se sabría– en datos groseramente falseados por la Dirección de Inteligencia (Dipolcar) de los carabineros chilenos.

Cierta prensa también hace lo suyo. Lo demuestra un artículo publicado el 23 de diciembre en el portal Infobae con la firma de un tal Dardo Gasparré; su título: «¿Nace la nueva guerrilla urbana?». Y se refiere al pequeño grupo de manifestantes que se enfrentó con la policía durante la movilización contra la reforma previsional en la Plaza de los dos Congresos.

En días de ajuste y FMI, nada mejor que un «casting» con sed de sangre. «

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