Relato en primera persona.
Faltaba hora y media para las dos de la tarde. La hora señalada por el oficialismo para que la Cámara de Diputados inicie la sesión. De los coros de salón (el pueblo unido jamás será vencido) pasaron a las amenazas a los policías que, tras las vallas, los miraban hacer. De una mochila salió una piedra que, arrojada al suelo, multiplicó las baldosas en cascotes. De otra mochila salió una botellita de agua mineral repleta de un líquido azulado. Están acá dijo un policía por handy. Segundos después, a las dos menos cuartos, se desató una batalla campal.
Mientras miles y miles confluían en Plaza de los dos Congresos en paz para manifestar su rechazo a las reformas, encapuchados y policías danzaron la coreografía del horror: unos tiraban piedras, morteros y bulones con honderas, los otros gases y balas de goma. Las columnas de gremios y organizaciones sociales detuvieron su marcha a la altura Paraná, pero sin replegar. Hicieron de tapón para que los miles que se aproximaban por Avenida de Mayo quedaran a distancia de la refriega que ocurría a la vera de las vallas.
Pasadas las dos y media, patrullas de infantería ingresaron a la plaza desde Virrey Cevallos, Montevideo, Rodríguez Peña y Solís. Los encapuchados de ambas orillas (Yirigoyen y Rivadavia) confluyeron en el centro de la Plaza. Quedaron rodeados, pero nadie los detuvo. Por el contrario, la infantería que llegó desde las calles laterales dio vuelta sus armas y comenzó a disparar hacia las columnas que se habían detenido en Paraná. La provocación suscitó la respuesta de grupos de manifestantes, la mayoría identificados con partidos de izquierda, otros sin identificación a la vista. La mecha iniciada por los encapuchados detonó, entonces, en las escenas de violencia que durante horas deleitaron a la tevé.
Para las 15.30 ya casi no quedaban encapuchados en la plaza. Se multiplicaban, en cambio, las escenas ya conocidas de policías lastimados, cacería al voleo, periodistas baleados y gaseados, manifestantes heridos, uniformados cebados golpeando y disparando a todo el que se moviera. A las 16.00 el aire era irrespirable desde la plaza hasta Sáenz Peña. Llovían gases lacrimógenos. Literalmente: la policía disparaba desde la terraza del edificio de La Caja, donde funciona el anexo del Senado.
Entre las 16 y las 17, otros grupos de encapuchados brotaron en distintos puntos de Avenida de Mayo y calles contiguas. Atacaron comercios, vehículos, contenedores de basura. Algunos manifestantes exaltados les siguieron el juego violento. Con la plaza bajo control, y el perímetro de seguridad ampliado hasta Paraná, aparecieron en escena patrullas de Gendarmería y Policía Federal que asistieron a los metropolitanos en la cacería de manifestantes. Hasta las 17.30, momento en el que comencé a escribir este texto, observé una decena de detenciones. En ningún caso se trató de encapuchados.
La Argentina tiene una larga tradición de organizaciones populares y marchas infiltradas por servicios de inteligencia y fuerzas de seguridad. En 1988, una gigantesca marcha convocada por la CGT terminó en una batahola que destrozó, entre otras cosas, las vidrieras de la sastrería Modart. Investigaciones periodísticas y judiciales demostraron que aquellos episodios fueron instigados por servicios de inteligencia infiltrados entre los manifestantes. Funcionarios de aquel gobierno radical hoy forman parte de Cambiemos.
Desde aquel episodio, cualquier dirigente político más o menos despierto sabe que las marchas masivas pueden ser utilizadas para campañas de acción psicológica destinada a sembrar miedo en la población.
No es una novedad que el miedo es un instrumento político efectivo y crucial. El temor anestesia, paraliza, vuelve a las sociedades permeables a la lógica del mal menor. ¿Acaso no es eso lo que esgrimen el Gobierno y sus aliados para justificar el ajuste sobre los jubilados? ¿No dicen que se trata de un mal menor para detener un inminente estallido de la economía?
La restauración conservadora, con su consecuente destrucción de derechos, requiere que se desactive cualquier atisbo de resistencia popular para pasar -como pretende el establishment- del gradualismo al shock. Es imposible determinar si debajo de las capuchas que actuaron hoy hay policías camuflados, barras bravas o lúmpenes políticos funcionales a lo que dicen combatir. Ojalá, como pide la tribuna cambiemita en sus cuentas de twitter inyectadas de ira, los encapuchados que invisibilizaron con su violencia a los miles que pretendían manifestarse en paz hayan sido detenidos y sean indagados por un juez dispuesto a investigar quiénes son, de dónde vienen y, sobre todo, a quién responden. Sería una saludable novedad. Pero no hay que ilusionarse: hasta ahora, policías y jueces mostraron una formidable destreza para encarcelar inocentes y eludir a los violentos de verdad.
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