Las balas impactaron en el cráneo, el codo, el muslo derecho, el hombro izquierdo y el abdomen. Esa tarde, David Moreno, de trece años, recibió cinco disparos de plomo. La autopsia reveló que el último, el del cráneo, fue letal. Cayó sobre la calle, en seco, y la cabeza rebotó contra una piedra. Su cuerpo quedó tendido frente al supermercado Minisol, en el barrio Villa 9 de julio de la ciudad de Córdoba.
La mañana del 20 de diciembre de 2001, David Moreno había ordenado su habitación: tiró carpetas y acomodó libros. En una bolsa de nylon desechó las hojas de las materias aprobadas en los exámenes finales. En febrero tendría que estudiar Química y Matemática, las pendientes.
—Puede ser que el año que viene sea más prolijo— le dijo a Rosa, su mamá, mientras acomodaba las hojas sueltas de Plástica. Había pasado a segundo año. Solo guardó esa carpeta porque le gustaba dibujar.
Terminó de mirar una novela junto a su hermana Laura, saludó a su madre, que lavaba platos en la cocina, y salió en bicicleta. Pasó a buscar a su amigo Alejandro para ir a la pileta pelopincho de Gabriel. No llegaron. Un tumulto en la vereda del supermercado, a cinco cuadras de su casa, les llamó la atención. Se acercaron y se quedaron del otro lado de la calle. Delante de la puerta del negocio se desplegó Infantería y a unos metros, la policía provincial. Ese día y el anterior, en varias provincias se produjeron saqueos. En otras, los comerciantes entregaron alimentos. El rumor en el barrio era que iban a dar bolsones de comida. A las cuatro de la tarde, cuando el calor era sofocante, alguien tiró piedras y se escuchó el primer disparo.
—Vamos— dijo Alejandro.
—No, quedate. No tengas miedo— respondió David. Su amigo huyó hacia la esquina, mientras esquivaba a otras personas que corrían. Escuchó varios tiros más. No se dió vuelta. Corrió.
La policía de la provincia de Córdoba siguió disparando con escopetas calibre 12.70 y David también corrió. Las primeras tres balas de plomo lo hicieron trastabillar y quedó en el suelo, agazapado. A 25 metros de distancia, el oficial de 32 años Hugo Canovas Badra gatilló las últimas dos.
Veinte años después, Rosa Martínez guarda la carpeta de su hijo en una caja con varias fotos. “Se nos fue la vida”, repite desde su casa de Córdoba. Ella tiene 68 años y Eduardo, su marido, 69. En las paredes hay fotos de David. Muchas. En su cumpleaños, en el jardín de infantes, en un día de pesca, con un bebé en brazos. La imagen del niño sigue ahí, dos décadas después.
“Se nos fue la vida esperando justicia”, dice Rosa con voz suave mientras cuenta que espera la sentencia firme para Cánovas Badra. En julio de 2017, dieciséis años después del asesinato de David, el policía fue condenado a doce años y tres meses de prisión. Apeló a la Corte Suprema de la Nación y aún se espera el fallo.
“Se nos está yendo la vida porque esto no termina. Seguimos esperando que la condena quede firme. Ya se nos fue la vida”, insiste Rosa. “La abogada nos dice que puede llegar otro juicio, pero ¿vamos a llegar caminando con bastón? No es justo. Se te va la vida. Te vienen las ñañas propias de la edad sumado a todo esto”.
Cánovas Badra es el único, no hay otras personas sentenciadas: ni quién dio la orden de disparar ni los responsables políticos de la provincia gobernada en ese momento por José Manuel de la Sota. En estos veinte años de reclamar justicia, la familia Moreno sufrió amenazas y hostigamiento de la policía. Como ese día en el que dos patrulleros interceptaron al hermano de David y le dejaron cinco cartuchos en el bolsillo.
Hoy, 20 años después, Rosa y Eduardo sostienen una foto de David sonriente. “Y así, se te pasa la vida, esperando, esperando., esperando.”