Ni en los 12 años de Néstor y luego Cristina Kirchner, y mucho menos en los ocho meses de gestión albertista, la Argentina se pareció a la Venezuela chavista, tanto bajo los gobiernos del propio Hugo Chávez como de Nicolás Maduro, más allá de las alianzas estratégicas y de algunas coincidencias en abordajes puntuales.
A pesar de esto, el sector enfrentado al que hoy gobierna la Argentina viene utilizando la carta “Venezuela” para agitar fantasmas comunistas, totalitaristas y dictatoriales de una manera tan burda y excesiva que ya sus propios seguidores no saben lo que significa, como aquella señora “anticuarentena” que decía que marchaba para no “ser Valenzuela”.
Como una suerte de espejo invertido, la oposición argentina está mucho más encaminada a emular a los opositores en Venezuela de lo que Alberto Fernández pueda parecerse a Maduro. El propio Mauricio Macri se vio muchas veces reflejado en sus pares ideológicos venezolanos: se unió al Grupo de Lima, cuyo propósito fundacional era desplazar a Maduro de la presidencia; como muchos otros gobiernos, reconoció a Juan Guaidó como presidente interino, cuando su nombramiento se realizó sin participación del pleno legislativo y haciendo una interpretación constitucional que no aplicaba. Macri se alineó con la estrategia trumpiana para Latinoamérica, con su brazo diplomático en la OEA, y se sumó a toda manifestación a favor de desplazar a Maduro, sin reparar que ello podría alentar lo que ocurrió al menos en dos oportunidades: intentos –fallidos- de golpes de Estado.
Lo que la oposición argentina no tiene y tal vez desea con pasión son los recursos con los que ha contado la venezolana y la capacidad de movilización que supo tener. Durante las agitadas “guarimbas” de 2017 la entonces Mesa de Unidad Nacional (MUD) logró concentrar grandes multitudes en decenas de marchas que convocaron a ciudadanos legítimamente disconformes con el rumbo económico del país, agitados por grupos con capacidad de movilización y recursos extraordinarios que en muchos casos habrían permitido financiar a cuadrillas violentas que ocasionaron desmanes y muertes, como se explicó y documentó en numerosas notas en la sección Mundo de este diario.
La oposición venezolana representa a una clase media alta y alta, y sus propios dirigentes provienen de esos sectores, pero además de los recursos propios contaron con el financiamiento millonario del gobierno de los EEUU, cuya fijación por Venezuela y Maduro le ha hecho cometer todo tipo de torpezas hasta ahora sin resultados, como lo reconocen los mismos exasesores del presidente Trump.
Cuando la oposición pudo ganar una elección de medio término tomó el control de la Asamblea Nacional (Parlamento unicameral) convirtiéndose así en un obstáculo legislativo a las decisiones oficiales y en el foro permanente de los embates opositores hacia el gobierno. En distintos momentos, la oposición intentó, sin lograrlo, activar el referéndum revocatorio planteado en la Constitución. Puso como condición de un posible diálogo el desconocimiento de Maduro como legítimo presidente. Durante meses pidió elecciones anticipadas. Cuando llegaron las de 2018, al ver que no podía vencer en las urnas luego del desgaste sufrido por las interminables “guarimbas” y las propias fracturas que los enfrentaron y alejaron de la confianza del electorado, aún el antichavista, rechazaron participar de un proceso al que anticiparon “fraudulento”, justo después de levantarse intempestiva y arbitrariamente de una mesa de diálogo que por fin parecía dar frutos. Esto dejó solo a Maduro compitiendo con otras fuerzas minoritarias a las que se impuso cómodamente, pero los opositores no lo reconocieron y lo declararon “usurpador”.
La oposición varias veces llamó a las fuerzas armadas a sublevarse desde las cuentas oficiales de la AN y hasta dictó leyes de amnistía para aquellos militares que aceptaran el desafío patriótico, en su visión, de derrocar al presidente. Es decir, sancionar una ley para legitimar un golpe de Estado.
La estrategia de la oposición venezolana ha sido apostar al desgaste, a la imposición en las calles, los medios y otros espacios, de un camino único que coincida solo con sus intereses, a deslegitimar a su adversario aún recurriendo a los modos más absurdos, como lo es imponer una presidencia paralela bajo el ala de Mike Pompeo y el propio Trump, sin que ello aporte nada más que la continuidad de la guerra discursiva y política.
Tal vez la oposición argentina no se anime a tanto. Tal vez no tenga espacio para hacerlo. Tal vez simplemente no busque ese camino, aunque los sectores más reaccionarios demuestran, en sus declaraciones, en su carteles, y en sus instalaciones mediáticas y de redes, que su sueño húmedo recurrente es ir en esa dirección.
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