¿Pero qué es lo que hacemos cuando hablamos? Afirmar, negar, preguntar, ordenar, amenazar y muchas otras cosas de las que Austin no se ocupó. Pero cualquiera que viva en la Argentina de hoy podría hacer una larga lista: sembrar el miedo, intentar obnubilar el pensamiento, engañar, imponer un sentido común absurdo, desconcertar, dominar, agredir. Con el viejo cuento de que las palabras son inofensivas, hay quienes practican el terrorismo lingüístico impunemente. ¿Quién no tuvo una tía, otro familiar o un conocido que supo labrarse fama de loquito módico ofendiendo y lastimando al mismo tiempo que mostraba su credencial de inimputable?
En el gobierno los loquitos autoconvocados son legión. Una señora descarriada que, según dicen, no tiene todos los patitos en fila, asegura que la fuerza política a la que pertenece ganará con el voto de los esquiadores y de los que están disfrutando del verano europeo. En las próximas elecciones, los cuartos oscuros de todo el país rebalsarán de nieve derretida por un sol importado. Nadie como un esquiador o un turista vip para defender la República. Y como si su mensaje no hubiera quedado claro agregó que no estaba hablando de los pobres, sino de los «nuestros», es decir, de los de «ellos». Más tarde, en nombre de la libertad de expresión, amenazó a los periodistas que digan algo que el gobierno considere inconveniente. ¿Realmente los patitos de esta señora descarriada no forman fila o es otra especie animal la que se le desordena? El día de la alocución a las tropas en busca de paliar los efectos de la derrota en las PASO, parecía formar parte de un show de Gabi, Fofó y Miliki. Sólo que en vez de preguntar «cómo están ustedes» para que el público contestara «bieeeen», preguntó a los integrantes del macrismo si estaban dispuestos a vivir en un país similar a la Venezuela de Maduro y ante el silencio generalizado, exigió con tono militar: «contesten». Sus huestes contestaron como niños obedientes retados por la maestra: «noooooo». Esa noche la señora descarriada parecía poseída por el espíritu de La gallina Turuleca, la que ha puesto un huevo, ha puesto dos, ha puesto tres. Qué contradictorio resulta que a esta señora se le desordenen las aves de corral en un gobierno felino capaz de recibir a un puma venezolano en la Casa de Gobierno. De todos modos, el hecho de encarnar simultáneamente a tres payasos no fue un acto de locura, sino una forma de lograr impunidad lingüística. El despliegue escénico ponía en segundo plano lo que en realidad estaba diciendo: «la República somos nosotros», es decir, «ellos». En el mismo sentido un actor propiamente dicho imploraba casi llorando que la gente salga a las plazas a defender la República. ¿A defenderla de qué? Pues nada menos que del voto popular, que es su fundamento. La repetición plañidera de la palabra República apunta a generar un efecto de verdad incontrovertible en las afirmaciones más falsas.
No se puede confiar en nadie. Hasta un escritor que se supondría que tiene una relación estrecha con las palabras, las pasea en su moto con sidecar para ver si el viento las despeina o las levanta en el aire y las arroja sin piedad contra el asfalto. Después que no se queje, a la hora de escribir, si las palabras son renuentes a acudir a la cita y a ayudarlo a contar una buena historia. Pero lo dicho, dicho está y no hay forma de desdecirlo aunque se eliminen las pruebas escritas. ¿Nadie le explicó nunca que somos esclavos de nuestras palabras y que, cuando se les aplica la operación panqueque, quien pretende que no dijo lo que dijo queda más devaluado que el peso argentino?
Hay que andarse con cuidado con las palabras. Una felicitación a un policía por matar a un ladrón por la espalda cuando intentaba huir puede desencadenar una serie de crímenes. A fuerza de repetirlas como un mantra –»se robaron un PBI», «son una manga de corruptos», «nosotros somos el futuro y la transparencia»– hasta se puede ganar una elección, tan grande es su poder performativo. Pero, pequeño detalle, luego es necesario apuntalarlas con hechos, demostrar que son ciertas. En fin, mantenerlas vivas. Porque también las palabras tienen fecha de vencimiento.
Volviendo a Austin, que de esto sabía mucho, aunque no lo haya dicho nunca, seguramente pensaba que no es cierto que se las lleve el viento. Y que, por el contrario, tienen algo en común con él: quien siembre vientos o palabras violentas, inexorablemente recogerá tempestades. «
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