Desde la primera línea de lucha contra el virus, un infectólogo, un jefe de guardia y dos enfermeras de hospitales bonaerenses hablan de su extenuante tarea frente a la pandemia que les cambió la vida.
En los pasillos blancos y gélidos del hospital, los ánimos varían. Algunos días hay estrés y llanto. Otros, sonrisas y aplausos por el alta de un colega que tuvo coronavirus. Se festejan los hisopados negativos. Hay trabajadoras y trabajadores que circulan con cartas de sus familiares en los bolsillos porque decidieron quedarse a dormir en el hospital, para protegerlos. Por esos pasillos también transitan los camilleros con pacientes como encapsulados. “Estamos acostumbrándonos al Covid y desacostumbrándonos a nuestras vidas habituales. Hay días en los que me olvido de comer”, describe el infectólogo.
Malvido tiene 42 años, está en el Balestrini desde que se creó, hace seis. No le gusta que le digan “doctor”, aclara que es médico. Prefiere hacer campañas de HIV en Puerta de Hierro junto a la Fundación Huésped y el “Tano” Angelotti, un cura villero. Da clases en la Universidad de La Matanza, en los terrenos donde su papá fue operario de una automotriz. “Es difícil estar lejos de padres e hijos y que la gente que no tomó los recaudos nos llame negligentes. No somos superhéroes, todos tenemos nuestras historias, todos estamos rotos –dice–, pero hay un equipo de salud, y ahí está lo épico”.
En la guardia
Gaspar del Giorgio, 46 años, es jefe de Emergencias del Hospital San Juan de Dios, en La Plata. Antes de entrar a su servicio, se pone: ambo, camisolín celeste, barbijo tricapa, antiparras, cofia, protector en los pies, guantes blancos y una máscara facial que le aprieta. Lo hace en automático pero no deja de ser desgastante.
A fines de marzo daba una capacitación para aprender a vestirse ante un caso sospechoso. Entre compañeros se grababan con el celular y luego chequeaban el video para detectar errores. “Tengo casi 20 años de médico. Uno ha tenido miles de batallas con la muerte, y hoy más que miedo le tengo respeto. Somos un equipo. Si cometemos un error, perdemos un soldado para esta batalla. Con lo que pasó en Europa, uno ve un reflejo de una situación ética dura”, reflexiona.
En el medio de la vorágine, Del Giorgio se encierra en el baño de su casa. Se sienta en el borde de la bañera, mira el celular en silencio, se pregunta por qué está tan irritable con sus hijos, repasa el planteo de su hija Lulú, de 6 años, que lo descubrió saliendo a las 7 de la mañana rumbo al hospital: “¿Otra vez te vas?”. Últimamente ve poco a Lulú, a Juan Sebastián, a Simón y a María Alma. Su esposa, María Laura, también es médica. Los dos están afuera la mitad del día. A cada hora llaman a casa para chequear que todo esté bien. “Es difícil. Uno está todo el día pendiente de esto –dice el médico–. Tengo un quinto hijo que es el celular. Lo tengo al rojo vivo. Y uno llega a casa y no se desenchufa. Te parte el alma pero es lo que nos toca”.
Después de más de cien días de aislamiento, los aplausos se extinguieron y la responsabilidad social mermó. Pero el personal de salud sigue ahí, poniendo el cuerpo. “Venía manejando y vi a unas personas que tomaban mate en la vereda. Les pedí que se cuidaran y me contestaron que no me metiera, que los que se enferman son ellos”, cuenta Del Giorgio, dolido.
Enfermeras
María Elena Rodríguez es enfermera de terapia intermedia en el Posadas. Tiene 60 años y fue reincorporada en marzo. Había sido despedida junto a otras 600 personas, durante el gobierno de Macri. Sobrellevó ese tiempo en el Kiosquito de la Resistencia, en el hall del hospital de El Palomar. Volvió para recuperar los dos años de aportes y no quedarse con una jubilación mínima. El domingo pasado, el hisopado le dio positivo. Se contagió de un paciente internado por otra afección, pero que tenía Covid-19. Aislada en su casa, con fiebre y dolores en las articulaciones, dice que “los miedos están. En un principio no tenía, pero hoy, con la enfermedad y sin saber cómo actúa, eso da incertidumbre. Hoy estoy mejor, pero ayer no podía salir de la cama y tampoco tenía ganas de hablar. Lo único que pienso es que no me haga neumonía”, cuenta.
Vive sola y uno de sus hijos la ayuda con las compras. Tiene mucho cuidado de no contagiarlo. Es el gran temor del personal de salud: llevar el virus a sus familias. “Eso es tremendo. Una de mis amigas me dijo: ‘Si tengo que renunciar, voy a renunciar’, y llora, llora, llora. Nadie se quiere morir”, dice María Elena que, antes de contagiarse, trabajaba noche de por medio, de 20 a 8 horas. “No somos héroes, somos trabajadores responsables. Me gustaría que se nos reconozca: necesitamos buenos salarios, no puede ser que una enfermera tenga dos trabajos para vivir”.
Silvia Fernández es enfermera de terapia intensiva del Hospital San Martín, de La Plata. Tiene 38 años y hace 14 que trabaja allí. “Hay mucha incertidumbre, estamos desconcertados y eso genera ansiedad. El mejor paliativo es charlar y contenerse en equipo. Hay gente con palpitaciones, contracturas, dolores estomacales, insomnio, pesadillas relacionadas con el pasado, con tragedias”, enumera. Ella también está estresada y tiene palpitaciones. Dice que no es por la pandemia en sí, sino por la organización del servicio. “Estamos en la primera línea de atención. Si llegase a colapsar el sistema, se van a necesitar otros enfermeros que no tienen los conocimientos específicos de terapia intensiva. Por eso los estamos entrenando, para reemplazarnos”, describe Silvia con la nariz marcada por las antiparras. Dice que desde mayo atienden a todas las personas como si fueran sospechosas de Covid, después de que la guardia debiera aislar a 110 trabajadores por una paciente que ingresó con un ACV y que luego dio positivo de coronavirus.
El marido de Silvia también es enfermero. Tienen dos hijos: Juan y Facundo. Hasta que estalló la pandemia, coordinaban los francos para cuidarlos. Ahora se quedan solos hasta la tarde, cuando ella regresa. Sale del hospital con el ambo en una bolsa cerrada y se sube al auto. Maneja hasta su casa en Villa Elisa, va directo al quincho, se baña y pone la ropa a lavar con agua caliente. Recién entonces abraza a los chicos.
Inédito, disruptivo
Lorena Parra es psicoanalista, dirige el servicio de Salud Mental en un hospital público del Conurbano. Desde marzo comenzaron con las capacitaciones para el personal: les explican cómo enfrentar esta situación de crisis sin entrar en crisis. Les cuentan que este hecho inédito y disruptivo les va a generar incertidumbre, miedo, angustia, enojo o impotencia. Les sugieren observar y analizar los sentimientos propios y conversarlos con alguien. Y que tomen descansos periódicos o cambien los roles. Además, se habilitó un espacio para que les trabajadores tengan con quién hablar.
“La ausencia de garantías –explica Parra–, que está siempre presente en nuestras vidas, se hace más clara en este contexto. Nosotros tratamos de ficcionar, no sabemos qué va a pasar, y nos armamos rutinas que nos permiten seguir adelante con nuestra vida. En este momento, eso está un poco suspendido y genera distintas cosas, desde negación hasta sentimientos de vacío, de sinsentido. Estamos todos conmovidos. Y de algún modo cada uno tiene que darle lugar a esa conmoción”.
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