En los primeros días de octubre saltó a la luz el caso del espionaje ilegal a por lo menos 22 jueces que tramitan expedientes de alto impacto político. Entre ellos resaltan dos integrantes de la Corte Suprema (Ricardo Lorenzetti y Juan Carlos Maqueda), además de magistrados del fuero federal y de los tribunales orales. El propósito: obtener información con fines extorsivos sobre sus viajes al exterior para así detectar una capacidad económica que no puedan justificar, deslices turísticos sin la debida licencia y si fueron consumados en compañía de terceras personas (amantes, empresarios o funcionarios). Todo indica que aquella fue una práctica gubernamental orgánica y extendida, puesto que la pesquisa del asunto –realizada por el fiscal Ramiro González ante el juzgado del doctor Rodolfo Canicoba Corral– determinó que su metodología radicaba en ingresos no autorizados al sistema de la Dirección Nacional de Migraciones (DNM) desde los siguientes organismos del Estado: la Unidad de Información Financiera (UIF), la Afip, la Procuración General del la Nación, la Policía de la Ciudad, la Gendarmería, la Prefectura, la Policía Federal y el Ministerio de Seguridad.
En esa cartera, específicamente, fue fisgoneada la juez Ana María Figueroa (de la Cámara Federal de Casación) y el juez Mariano Llorens (de la Cámara Federal Porteña). Pero el monitoreo sobre este último dejó al desnudo una embarazosa situación, dado que las consultas correspondientes –según revelaron el 11 de octubre los periodistas Franco Mizrahi y Ari Lijalad en el portal El Destape– fueron solicitadas a la base informática de la DNM con la password de Carlos Manfroni.
Se trata de un individuo desconocido por el público. En parte, porque su condición de funcionario fue durante 27 meses el secreto mejor guardado por Patricia Bullrich. Hasta el 25 de marzo de 2018, cuando el autor de esta nota consignó en Tiempo que Manfroni dirigía, casi en la clandestinidad, el área de Investigaciones Internas del Ministerio.
Bien vale reconstruir esta historia.
Habían transcurrido sólo 72 horas desde la llegada de Mauricio Macri a la Casa Rosada cuando el gremio ATE lo denunció por recabar datos sobre «la filiación política, ideológica y sindical» de los trabajadores del Ministerio. El inquisidor acababa de ser nombrado subsecretario de Articulación Legislativa por Bullrich.
En paralelo, Horacio Verbitsky exhumaba textos que Manfroni supo publicar alguna vez en el pasquín fascista Cabildo. He aquí dos párrafos: «La libertad y la democracia son obra de la hedionda Revolución Francesa, que para peor también fabricó el amor a la Humanidad, puro onanismo intelectual» y «El rock conduce al desesperado deseo de la muerte e induce al suicidio, como lo demuestran las letras de Spinetta, Moris y Charly García».
La respuesta del ex Sui Generis no se hizo esperar. En una carta abierta enviada al secretario del Sistema de Medios Públicos, Hernán Lombardi, soltó: «Merezco una disculpa. Yo compuse ‘Los dinosaurios’, luché contra la dictadura. ¿Y un boludo está en contra de la Revolución Francesa y del amor? ¡No cuenten conmigo, ignorantes!».
Pésimo debut el de Manfroni. Al día siguiente renunció.
Pero su paso al costado fue en realidad una impostura. Nunca se fue del Ministerio. Y en el mayor de los sigilos fue puesto al frente de la Dirección de Investigaciones Internas, un cargo desde el cual –para alivio de la población civil– únicamente persigue a policías descarriados.
Aun así, públicamente, él solía quejarse una y otra vez del motivo de su falsa abdicación: «Juzgar a alguien por lo que supuestamente escribió hace ya cuatro décadas y que ya no piensa, es una real injusticia».
En tal cambio de postura no falta a la verdad: del nacionalismo católico de ultraderecha saltó hacia el neoliberalismo católico de ultraderecha.
Este abogado de 65 años, que dirigió la Fundación de Ética Pública –un cenáculo de cuadros del establishment–, además de participar en actividades del Servicio de Informaciones de la Embajada de Estados Unidos (USIS), dictó en la Universidad Católica cursos sobre «corrupción y terrorismo» auspiciados por dicha embajada. También es columnista del diario La Nación; en sus artículos acostumbra a exigir «mano dura» debido a la «hiperinflación de inseguridad», y con cierta insistencia exhibe su empatía hacia la enmienda de la Constitución norteamericana que autoriza la tenencia irrestricta de armas a civiles. Pero nada lo turba más que los juicios por delitos de lesa humanidad. Tal contrariedad hizo de él un encarnizado referente de la llamada «memoria completa», siendo su gran obsesión el procesamiento de antiguos militantes de organizaciones revolucionarias que sobrevivieron al terrorismo de Estado. Un anhelo que comparte con la presidenta del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV), Victoria Villarruel. De hecho, juntos escribieron el libro Los otros muertos, una biblia en la materia. Aquella obra, junto con Montoneros: soldados de Massera y Propaganda Due, completa su bibliografía. Cabe destacar asimismo que Manfroni fue en 2003 candidato a vicejefe de Gobierno porteño por la Unión para Recrear, siendo la cabeza de fórmula nada menos que la señora Bullrich.
Tal vez eso explica la persistencia de su gestión ministerial «solapada». Y el apoyo que ella le brindó para que eso fuese posible.
Pero dos filtraciones periodísticas instalaron, quizás involuntariamente, los primeros indicios sobre su actividad en el edificio de la calle Gelly y Obes; a saber: un artículo de Infobae publicado el 25 de marzo de 2017 con el título: «Cómo funciona el equipo anticorrupción de las fuerzas de seguridad», donde se lo menciona. Y un cable de la agencia Télam –fechado el 15 de diciembre pasado– sobre el arresto de un comisario de la Federal por alguna coima, donde también se lo menciona. La cosa no pasó a mayores.
Ahora, en cambio, quedó a la intemperie otra de sus extravagancias: la de espía amateur. Un hobby –muy mal visto por el Código Penal– que él supo cultivar no sin dejar sus huellas.