Los hombres duros no bailan

Por: Dardo Castro

Columna de opinión del periodista Dardo Castro sobre la reorganización del peronismo y el rol de la ex presidenta Cristina Fernández en el proceso de unidad.

Al menos no entre ellos, aunque el tango nació como una danza entre varones, dicen. Y en la foto más difundida de la reciente reunión de peronistas, en la que confluyeron dirigentes del kirchnerismo, del Frente Renovador, de Unen y de otras fracciones, solo hay hombres. Discutida, elogiada y condenada según quién o quiénes se refirieron a ella, lo cierto es que esa imagen resultó un llamativo significante que irrumpió en un escenario en el que predominan el brutal sinceramiento del proyecto de Cambiemos y el desorden y la dispersión interminables de la constelación opositora.

Cierto, se trata de una típica foto de dirigentes políticos en lo que hace a su integración de género, salvo un significado insoslayable: la enorme ausencia en hueco de una mujer, una sola, que sobrevuela la escena y la condiciona. Lo que remite a la singularidad del movimiento peronista, a sus múltiples tensiones internas y a la fecundidad de sus pasiones, capaces de criar dos de las figuras femeninas más potentes de la política argentina, un ámbito donde los hombres custodian celosamente la hegemonía de lo masculino.

La gravitación de CFK en el peronismo está amarrada a todas las gradaciones de la lealtad y el espanto, afincada en un lugar donde algunos la consideran inevitable, otros indispensable y otros intolerable, lo que erosiona las esperanzas de la derecha alentadas en su momento por la derrota de CFK en la provincia de Buenos Aires, puesta en la misma canasta peyorativa de las que sufrieron sus tenaces adversarios del peronismo (el salteño Urtubey, el bonaerense Massa y el cordobés Schiaretti), y saludada como el ocaso, si no el fin, del peronismo de masas. Se preveía entonces una estampida de pejotistas ansiosos de acudir en busca de la clemencia de los triunfadores de octubre. Para los estrategas del gobierno y los analistas de la prensa oficialista, alineados ideológicamente, una aplastante mayoría de gobernadores provinciales y de las burocracias de la CGT, sumados a los peronistas que anduvieron tropezando por la “ancha avenida del medio” o por la cuneta, asegurarían la reconfiguración de un peronismo despojado de sus componentes populares o populistas, homogeneizado en su disposición a asumir las políticas de mercado, enunciadas como “políticas de Estado”. Se trata del sueño neoliberal en la que los banqueros dictan no ya solo la agenda de gobierno sino también los programas y propuestas de las representaciones políticas mayoritarias, reducidas al pensamiento único. De este modo, si la coalición dominante consumara la domesticación del peronismo y la liquidación política de sus alas rebeldes, habría logrado una hazaña histórica: la subsunción de los dos partidos argentinos nacidos de movimientos de masas populares y democráticos.

Los diarios de negocios vienen augurando desde hace tiempo el eclipse definitivo de la ex presidenta, y por lo tanto el fin del kirchnerismo como representación política y como experiencia material y vital, que la posverdad creada por las maquinarias mediáticas presenta como una gigantesca mentira, una ficción que una sociedad narcotizada por el consumo y el despilfarro tiene que expiar ahora y en los próximos tiempos con los sucesivos ajustes y la consecuente precarización de las condiciones de vida y de trabajo. En medio de la cacofonía de los voceros del oficialismo disfrazados de conductores televisivos, primates erigidos en analistas autorizados y políticos de derecha de mucha cámara y micrófono, se describió hasta el hartazgo la inminencia de una fuerza peronista “anti K”, cuyo puntapié inicial lo dio el inefable senador Pichetto al anticipar que Cristina debería formar su propio bloque porque no hay cabida para ella en el peronismo senatorial. El propio Pichetto dijo que el partido de CFK no es peronista sino de izquierda, algo que la propia CFK, cuando reorientó su campaña después de las PASO, había precedido con una frase de clara intencionalidad editorial: “Yo no soy kirchnerista, yo soy peronista”. Sin entrar en disquisiciones sobre si existe o no una identidad kirchnerista, lo cierto es que tal denominación refiere al movimiento político que reunió a todas las tradiciones del peronismo combativo y de otras corrientes, más la minoritaria pero pregnante presencia de la izquierda insurgente de los años 70, tanto de extracción peronista como socialista, representada fuertemente, además, por los organismos de derechos humanos. El punto de partida de esa coalición espontánea fue el día mismo en que Néstor Kirchner descolgó el cuadro de Videla de la galería de ex presidentes. De hecho, muchos de los dirigentes del kirchnerismo vivieron el exilio y las cárceles de la dictadura.

La radicalización creciente de las gestiones de los Kirchner se apoyó en ese movimiento y, al mismo tiempo, fue consecuencia de una construcción social de derechos que lo exigía. Las tremendas tensiones internas del “peronismo kirchnerista”, en sí mismo una coalición de fuerzas potencialmente antagónicas, se asordinaban en un gobierno que, puesto a prueba permanentemente por las corporaciones ofendidas, respondía con el ejercicio enérgico del poder y una notable capacidad de iniciativa política. De ese modo, con los Kirchner el peronismo surcaba la crisis de las representaciones políticas que había despedazado al radicalismo y a la burocracia histórica del PJ, cuyos últimos exponentes fueron De la Rúa y Duhalde. La misma crisis que se llevó a ambos presidentes, prohijó a Néstor Kirchner. Su construcción política fue fruto de una conjunción de factores quizás irrepetible, ya que el movimiento de masas que a mitad del siglo pasado nació de la instauración del estado social y del keynesianismo “periférico”, que en América latina adquirió los formatos del populismo, se revitalizaba justo cuando el neoliberalismo consolidaba la hegemonía del capital financiero en todo el mundo. Cuando Kirchner asumió el poder político, la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación había avanzado arrolladoramente dando paso al capitalismo cognitivo y al “giro lingüístico de la economía”, en el que la generación de valor ya no radica en la producción material fordista sino en la apropiación del general intellec, según la expresión utilizada por Marx en los Grundrise para designar la totalidad el saber colectivo.

Algunos analistas, incluso, han explicado las últimas derrotas del peronismo en el Conurbano bonaerense por el ocaso del fordismo y su sujeto histórico, el obrero masa, cuya máxima expresión fue el trabajador de la industria automotriz que a fines de los ´60 gestó la Resistencia Peronista desde el interior de las plantas fabriles. Curiosamente, en esa confrontación resurgió, después de casi medio siglo, el clasismo, que los trabajadores de los sindicatos cordobeses Sitrac—Sitram, de la automotriz Fiat, retomarían vigorosarmente en 1970.

Volviendo al encuentro de los dirigentes masculinos del archipiélago peronista, esa imagen causó el rechazo no ya solo de las derechas y la izquierda tradicional sino de sectores de base del propio kirchnerismo, incluso de algunos de sus intelectuales orgánicos que postulan que CFK funde una fuerza política de izquierda independiente, democrática y popular, y que leve anclas definitivamente de la ciénaga en que chapotean burócratas políticos y sindicales de conocidísima trayectoria, algunos de ellos adversarios declarados, cuando no enemigos, del gobierno anterior. En cambio, es mayoría la militancia kirchnerista que alienta la unidad, al menos electoral, de todos los peronismos, poniendo en el centro de la confrontación política la necesidad de derrotar a Macri en 2019.

En rigor, lo que está en juego no es sólo la posibilidad de una confluencia electoral para echar a Macri y obturar cualquier forma de continuismo sino la necesidad de reconstruir un frente de masas capaz de derrotar a Cambiemos y de ir más allá del 2019, garantizando, cualquiera sea el próximo gobierno, el sostenimiento del programa básico y defensivo que enarbolan hoy la mayoría de las fuerzas populares: contra el ajuste y la represión, por la defensa del salario y el trabajo, la educación pública, la ciencia, la tecnología y el patrimonio común, a lo que hay que agregar sin falta las consignas del paro internacional 8M propuesto por las organizaciones feministas y que nos atraviesan a todos: la igualdad de derechos, el rechazo granítico a la violencia machista y al silencio que se le impone a sus víctimas, contra el racismo, la misoginia y todas las formas de discriminación. Todos los acuerdos que se sellen en torno a estas consignas contribuirán de hecho a la construcción de un frente opositor plural y multitudinario.

Pero el frente de masas no es una construcción electoral sino un proceso permanente de confluencia material y programática de todas las luchas, tal como ha comenzado a gestarse de hecho en los últimos tiempos. Las de los trabajadores públicos y privados, de los maestros, los científicos, los que tienen empleo formal y los precarizados, los jubilados, los migrantes, los obreros fabriles y los peones rurales. Difícilmente una coalición política opuesta al proyecto vigente pueda triunfar si no se sostiene en la movilización masiva y contundente de los explotados y oprimidos. En ese marco, la unidad del peronismo es sin duda una pésima noticia para la continuidad de los negocios y de la apropiación depredatoria del salario y el ingreso nacional que aplica Cambiemos, junto con sus atroces patrones culturales e ideológicos: la discriminación de género, etnia, condición social y de clase. El desprecio por la vida, en suma. Al mismo tiempo, la idea de que las fuerzas populares y de izquierda solo forman alianzas y coaliciones allí donde las condiciones vigentes garantizan de antemano la lealtad y la consecuencia de todos sus actores, excluye la posibilidad de incorporar a la resistencia a amplísimos sectores de trabajadores y de clase media que crecientemente comprenden la magnitud del despojo social y del patrimonio nacional que se está llevando a cabo. Es en la construcción política y social del frente de masas donde se forja la unidad de todos los sectores populares y donde los programas adquieren sentido y cobran vigencia política al ser sometidos a la acción colectiva. Y es allí donde se libra la lucha por la hegemonía y por la dirección polìtica, ya que se trata de una construcción siempre inacabada, un instrumento dinámico, cambiante, diverso, atravesado por sus propios conflictos, cuya correlación interna de fuerzas se define en la arena de la lucha de masas.

Cuando esta columna ya había sido escrita, la potente movilización del 21F demuestra la necesidad y la urgencia de extremar los esfuerzos por incorporar a todos los sectores democráticos, cualesquiera sean sus niveles de compromiso y consecuencia, para extender y generalizar la lucha por el cese del poder de muerte que se afianza cada día, concebido por la pandilla de CEOS como la única forma disuasiva para imponer el despojo.

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