En el país no existe la noción de “tomar la Casa Rosada” como proposición política que pase por alto mediaciones electorales y otros preparativos pertenecientes al acervo de la historia. Pero los hinchas, devotos y admiradores de Maradona la tomaron el jueves y la crónica televisiva, no sin susto, decía que estaba tomado por entero el Patio de las Palmeras, “a metros del despacho presidencial”. La hinchada espectral de un Maradona que lanzaba por doquier su lamento por el héroe caído, mostraba un filón sentimental y popular cuyos alcances nadie había evaluado en su dimensión exacta. Maradona, el autor de la vendetta antibritánica con la autoridad civil de sus piernas milimétricas, casi con miras infrarrojos para el ataque nocturno, el Maradona que representaba una miniatura viviente del peronismo que elevando al pobre y brindándole el espacio entero del reconocimiento mundial, planteaba ser virulento o el sarcástico en el derecho a decirle a los poderos cuatro o cinco verdades en la cara. El Maradona que no era un político que venía a distribuir la renta nacional, sino a distribuir alegría y felicidad, de un modo artístico que el fútbol multitudinario no siempre admite, pues abundan los mecanicismos ya ensayados, en vez del estilete danzante ante tribunas que desean en el fondo el deslumbre de los Coliseos de la antigüedad. El Maradona que demostraba que en ambientes de carencia y sufrimiento surgen irrepetibles talentos, el Maradona que había impregnado con su propio nombre a todas las capitales del mundo, de modo que todo argentino en el exterior debía cargar menos el Tango y el Martín Fierro que la maqueta irrebatible de Maradona que nos enorgullecía y estereotipaba, el Maradona que admitía que él estaba manchado pero que la pelota no se manchaba, en fin, el que derramaba frases cuyo ingenio aforístico era una lucha de hondo sarcasmo contra los poderes financieros del futbol. El intuitivo, el plebeyo mimético que se pintaba el pelo con los colores de Boca o usaba su cuerpo como una serie de signos políticos, sensoriales y escenográficos y parecía eterno en sus constantes rehabilitaciones y los diversos usos que se hacía de su figura que jugaba con la pureza y el peligro -la primera lo llevaba siempre a lo impuro, el segundo lo llevaba a sanatorios y hospitales de todo el mundo.
No hay nadie que no supiera todo esto. Pero nadie calculó enteramente lo que representaba, y la devoción que hoy nace, no surge sin disconformes, ni deja de señalar un debate en los organismos públicos por el modo en que fue, tanto cercado como protegido, el edificio de la Casa de Gobierno. El complejo Mito arrancaba su larga marcha en medio de balas de goma y gases lacrimógenos. Un héroe deportivo que pone el fútbol como una categoría moral, económica y social, y su muerte se planta en el centro de una época turbada, interesa más por sus contradicciones y por su hálito trágico, composiciones que no alcanzan los muy buenos jugadores nacionales, meramente enriquecidos. Su despedida no tenía porqué ser cómoda, pero tampoco tan desprovista de orientaciones respecto a qué tipo de acontecimiento se trataba. En esa grave distracción se colaron los hidrantes y trabucos de la Policía de la Capital. «